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¿Es una constante lo de la mediocridad política?

Mediocridad: estado de una cosa entre buena y mala, entre grande y pequeña», según el diccionario.«Constante»: afirmación, según el profesor Eduardo Zorita, que se descubre en el marchar de la historia de esta sociedad hispana, desde no sé cuándo hasta el presente. Su tesis de él apela a razones tan dispares como las genéticas y las del peso de los segundones que se quedaban a gobernar en la Península, en tanto guerreaban, conquistaban y vivían sus grandes ocios los prinuevo, dicten a este pueblo algo plumeros. El pueblo, en tanto, bailaba las muchas jotas, pintaba desde Altamira hasta Picasso y cantaba poetizando lo suyo en lo que era y es perito.

La opinión del profesor, mucho más compleja, por supuesto, siempre me pareció interesante y clave para entender no pocos avatares, desde la torpe edificación de aquel imperio -Felipe el segundo fue tan diverso de su padre, todo un tipo gran mediocre- hasta su lógico derrumbarse, como esas casas mal hechas y siempre viejas, derrumbamiento pintoresco en lo de la mediocridad política de los gobernantes XVIII y XIX hasta lo que superó a todo pintoresquismo, lo de los últimos cuarenta años, en los que todo lo mediocre -menos, como siempre, en el cante, en la jota, en el pincel y en algunos, no muchos, versos- tuvo su asiento.

Mediocridad política encarnada ante todo en la gobernación del país y en el aguante de un pueblo que, apasionado a la hora de los estallidos, perdía todas sus bazas cuando triunfaba. Un ejemplo: las consecuencias de la francesada vencida, las de las revoluciones liberales, las de la Segunda República, etcétera. Aquí, sigue diciendo el profesor, de lo mediocre no salimos; es lo nuestro incluso en lo eclesial: ni buenos, ni malos, ni grandes, ni chicos.

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¿Se repite la historia?, ¿andamos en un nuevo y mismo giro y lo dicho hace constante de un talante nacional? Me interesa, nos interesa, aunque no calemos bien en la cosa, pero queremos mirar de frente y preguntarnos ante esta última novedad en el escenario y en el auditorio político, preguntamos apuntando, al dar preocupaciones, a que los muy listorros de siempre -aquellos de las gradas de San Felipe en la puerta del Sol- digan y, embozados de nuevo, dicten a este pueblo algo más que leyes y disposiciones, la fidelidad a un talante mediocre en casi todo.

No acuso. ¿Quién soy yo como cura y como viejo? Recuerdo la susodicha tesis y, dejando de lado a algunos amigos que juzgo como verdaderos estadistas casi, inéditos, pero en la Oposición, atiendo a los de más bulto y gota y a lo que más se mueve desde este ambiente popular donde bastante se aguanta, pero de quejas, poco. ¿Por lo de la mediocridad?

Naturalmente que no soy fatalista, aunque tampoco desdeño el mundo tan misterioso de lo genético y lo histórico que pesan, gústenos o no. Sé que ningún pueblo tiene ya trazado su camino por delante y que éste se hace, pero ¿a qué paso?, ¿con qué estilo?, ¿con qué capacidades? Y como sospecha para fijar un pensamiento que no es ni mío, con la vuelta al contenido de lo mediocre: «Ni bueno, ni malo, ni grande, ni pequeño», tampoco aguachirlis, pero sí bajito de estatura.

¿Seguimos por lo de siempre a pesar de andar hoy estrenando a tanto hombre, a tanto partido, a tanta ley y hasta a no pocas costumbres novísimas y cada día más universales que nos llegan tarde? Y ¿nos damos cuenta del riesgo o del juego ya en marcha a este medio tren? Nuestros abuelos de Cádiz, como los del pacto de San Sebastián, sin duda no se dieron cuenta de que no podían, a pesar de tanto empaque y ambición, salir del «círculo carcasiano». Por ello algunos nos tememos que tampoco sea hoy, y a pesar de lo discreto en que se va haciendo la ruptura, lo discreto y lo novedoso. Ni se dan cuenta ni nos damos cuenta. ¿Será así? Y lo mediocre, ¿ha de seguir dando el tono y el ritmo a este nuestro tejer sociopolítico, en sus cabezas y en sus masas?

Somos europeos, se repite demasiado aburriendo al personal. ¿Quién lo duda? Pero ¿de primera, o de segunda, o de tercera? Y nos empeñamos en olvidarlo o en responderlo; triste empeño que nos puede costar caro, porque nada perjudica más que jugar a ser grandes desde la medianía.

Cierto que hemos olvidado aquello estúpido -y muy propio de los mediocres-, lo de «la España grande, una y libre», pero su recuerdo como fantasma no se borra fácilmente de tanta cabeza de nuestros listillos que mandan, de nuestros gobernantes que sudan al empinarse desde su estatura mediocre para aparecer como, ¡por fin!, como esas figuras notables capaces de levantar un pueblo y sentarlo a nivel de igualdad entre sus hermanos, los que van en cabeza, los hombres-guía.

Pero ¿se puede gobernar y ser gobernado desde la conciencia de tal constante si ésta lo es prácticamente incorregible? Opino que ¿por qué no? El gran pecado de los que van en cabeza y de los que detrás hacen cuerpo y barriadas, aldeas y demás, el gran pecado es soñar con que «hay que ser grandes» para ser hombres, y que un pueblo y unos gobernantes de segunda categoría son una vergüenza. Pues no.

Lo que puede ser acierto serio es conocerse lo mejor posible y sin megalomanías algunas trabajar y dejarse trabajar todos, en busca de la justicia y de la solidaridad dentro de unas dificultades y metas heredadas de muy difícil desaparición. Posiblemente la tal conciencia -autoconciencia- de mediocridad proporcione más libertad y hasta más humor. Nada más opresor y más triste que vivir unos y otros empeñados en ser grandes y creyéndoselo que en parte ya no lo son.

Pero no suena así lo que oímos decir a los importantes de hoy que, cortejando a Europa y no sólo a Europa, repito que dan la impresión de que nos engañan -a algunos no- y de que juegan a «ser y hacernos a todos más altitos, más importantitos, más europeítos, unos hombrecitos "reservas espirituales de no sé cuántas cosas"», como decían hace poco. Sé que con lo dicho, que no pasa de plantear y preguntar sin respuesta adecuada, pues no soy quién, echo un tanto el jarro de agua fría sobre tanta mente que arde. Pero me parece que recordar que ya van pasando los tiempos de los grandes imperios y de los grandes engaños, aceptando cada pueblo y cada gobernante de él su exacta estatura y capacidad, es, a más de humano -y no digamos cristiano-, más eficaz para lo que de verdad es serio: hacer una sociedad menos injusta no siguiendo a pretensiones las que ayer fueron capaces de dar lugar a los grandes engaños y las grandes injusticias. Sentirse una provincia más de esta Humanidad, una infeliz provincia que intenta hacer lo que puede dentro de sus reales coordenadas. ¿Por qué no va a ser acierto abrir de verdad el camino, por ejemplo el de Machado, y desde nuestros propios genes y vocaciones y seguir paso a paso una aventura en la historia, ya lejana de toda mitología y más cercana a un gran hogar si no de hombres de tercera edad, sí de hombres que miran con ternura a los niños y no les cuentan ya ni lo de los Reyes Magos ni lo de la cigüeña, lo de un pueblo segundón de una noble familia, ésta de Occidente, donde tropezamos tanto en la misma piedra, en la de creernos grandes y extraordinariamente dotados. Repito: Picasso volvió a Altamira, León Felipe a la juglería y algún cantante de estos jóvenes a cantar a un sol que nace para los grandes y los pequeños, y no digamos para los mediocres. Es lo nuestro.

(¡Ah!, y por eso me va lo del eurocomunismo, tan pegado a la realidad, a esta realidad.)

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