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Lolita Marías

Lolita Marías ha muerto. Las que fuimos sus amigas, entrañables amigas, tenemos que enfrentamos de pronto brutalmente con el doloroso hueco de su ausencia. Y, extraña paradoja, he aquí que, en ese lacerante vacío que llamamos muerte, se nos ilumina su figura toda entera y aparece ante nosotras el acabado dibujo de su perfil humano, con todas sus excepcionales calidades presentes, a la vez, en nuestra conciencia sin que se pierda un solo matiz, «Tal y como la eternidad la cambia en sí misma».La inteligencia de Lolita, su finura de espíritu, ese su buen juicio -con que siempre contábamos-, su fidelidad en la amistad, su cálida comprensión para con las que la rodeaban son unas, entre tantas, de las cualidades que dejaba transparentar su honda riqueza humana.

Las que fuimos sus condiscípulas sabemos que pudo tener una vida profesional brillante -ahí están su fina y valiosa antología, La preocupación de España en su literatura (1944), su contribución a la historia de la filosofía de la Enciclopedia Metódica de Larousse, su larga y no por callada menos excelente labor docente-. Pero prefirió el papel más oscuro, y más glorioso, de colaboradora de inspiración y apoyo al compañero elegido. Hasta el punto de que llegamos a olvidamos de que la habíamos llamado, durante muchos años, Lolita Franco. Pues compañeros fueron Lolita y Julián de toda una larga vida, pese a lo prematuro de esta muerte injusta -siempre injusta-. Juntos vivieron ya los años universitarios en las aulas de aquella facultad de Filosofía y Letras de los años 1931-1936 que tan honda huella dejó en todas nosotras. Y, terminada la guerra civil, salta a mi recuerdo la imagen de Julián Marías tras la reja de una de tantas cárceles repletas del Madrid de aquellos sombríos tiempos, y de Lolita, al otro lado de la reja, con la comida diaria, y yo a su lado, siempre amiga fiel, pero visitante más esporádica.

Vino luego el hogar, vinieron los hijos, tan hondamente amados, el entomo de los amigos tan intensamente cultivado, la constante labor compartida; y todo ello presidido por la suave, la serena presencia de Lolita.

Otro recuerdo, entre tantos, salta también a mi memoria: la amistad personal de Lolita y mi padre -José Ortega y Gasset-, el maestro amigo de Julián Marías. Pues ocurría que cuando maestro y discípulo discrepaban -discrepancias, sin duda, fecundas- mi padre llamaba a Lolita y mantenía con ella largas conversaciones encaminadas a tratar de llevar a Julián a compartir su determinado punto de vista en tal o cual cuestión. Tanta era su fe en el talento, la calidad de espíritu, lo certero del juicio de Lolita y su honda influencia sobre Julián.

Nos parece imposible concebir a Julián sin Lolita, mas no es ello simple reflejo de estas tristes horas, sino que es así por razones muy reales y profundas. Asumiendo Julián el doloroso vacío de lal ausencia de Lolita, seguirá ella viviendo en esa región del recuerdo, que es lo que algunos entendemos por aquello que suele llamarse la otra vida.

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