La cultura perpleja
«Una vasta cultura es una farmacia bien provista, pero no existe certidumbre de que no se dé cianuro parauncatarro.» Este sarcasmo del lúcido antiperiodista Karl Kraus le viene a uno a la cabeza cuando lee el ensayito de orfebrería que Steiner dedica a la situación actual de la cultura. Se habla frecuentemente de que alguien posee una cultura abrumadora, pero hasta que se lee a Steiner no se comprende el alcance literal de la expresión. Al ensayista inglés le abruma la cultura, tanto la que posee como la que da pábulo a su reflexión. Es un boticario de la farmacia de Kraus, pero demasiado agobiado por la cantidad de específicos de que dispone y crecientemente escéptico respecto a su posible eficacia. No se me malentienda: Steiner es un excelente e imaginativo crítico, una de las raras potencias realmente sólidas del ensayo anglosajón, relativamente libre de la habitual tendencia de éste a instrumentar trabajosamente lo obvio en el estilo más cuidadosamente ramplón. En cuanto al librito que comento, es perspicaz, elegante y sobriamente patético, un insólito canto a la denigrada cultura occidental y un interrogante poco esperanzado sobre su futuro. Pero, en cierto sentido, el mismo Steiner está amasado con la decadencia que le acongoja, y su estilo, tanto como su enfoque del problema, agrava incurablemente la enfermedad que diagnostica. Al leer sus citas de invariable buen gusto y la seriedad distinguida de sus paginas con chaqué, es la voz del último rector de la Sorbona la que escuchamos, ese rector de un quizá próximo futuro que esperará, acurrucado en el regazo de la estatua de Montaigne, la llegada de los bárbaros postculturales para caer bajo ellos con mortal y secreto alivio.Este texto de Steiner es una conmemoración y un prolongamiento, veintitrés años más tarde, de las Notas para una definición de la cultura, de T. S. Eliot. Escritas en 1948, las notas de Eliot constituían una impotente proclama que convocaba a la reconstrucción del orden tradicional del mundo quebrado por la inusitada barbarie del nazismo y la guerra que éste provocó. Steiner sabe ya hoy hasta qué punto esa quiebra es irrevocable pero su nostalgia por la depauperada alta cultura que se nos legó no es menos viva que la de Eliot. Lo que se ha marchitado definitiva mente es el decimonónico entusiasmo por un progreso científico que se creía paralelo y causalmente interrelacionado con un desarrollo de las facultades más positivas y creadoras de la vocación moral del hombre. El agostamiento de los milenarios científico-políticos, que todavía animan la obra de Ernst Bloch y hacen a Carducci cantar el santo avvenir, sanciona la muerte definitiva del Dios monoteísta, cuya desaparición enloqueció al insensanto nietzscheano. El precio de la cultura es demasiado alto y lo que de ella se obtiene no basta para cubrir gastos: la miseria y explotación de generaciones han sido precisas para la aparición de un Mozart, un Rembrandt o un Gauss, cuyas geniales aportaciones a la cultura no han preservado a Europa de Dachau o del archipiélago Gulag. Entramos en la poscultura. Occidente desconfía de sus más altos logros en artes, letras o ciencia y busca redención en fórmulas orientales de ascético antirracionalismo, mientras se inicia la demolición del lenguaje mismo en que se apoyaban nuestros valores: «El analfabetismo violento de los graffitti, el silencio reconcentrado del adolescente, los gritos insensatos en el escenario teatral son in dudablemente estratégicos.» Presos en el castillo de Barbazul de nuestro propio destino, seguimos abriendo las puertas que dan a horrores aún impensados. Ya no podrá ayudarnos un Keats o un Milton, cuyas obras remiten a universos simbólicos cuya clave mitológica o religiosa menos poseen cada vez, ni un Shakespeare desmitificado en comics. La escuela de Francfort denunció el «fetichismo de la verdad abstracta», pero Steiner se rebela contra la suposición de que una jaculatoria tibetana de cuatro palabras, farfullada a la vera de la autopista, nos enriquezca «multidimensionalmente». Aunque hayamos perdido el futuro, tampoco nos es posible retroceder. «No podemos volvernos atrás. No podemos elegir los sueños del no saber. Abriremos, espero, la última puerta del castillo aunque nos lleve. quizá justamente porque nos lleve, a realidades que están más allá del conocimiento y del control humano,»
En el castillo de Barbazul de George Steiner
Col. Punto Omega. Ed. Guadarrama, 1977.
Frente a la ya tópica exaltación de lo grosero o amorfo por un contraculturalismo crecientemente alálico, el lastimado denuedo con el que Steiner reivindica la palabra y su orden despierta innegable simpatía. También es estimulante por lo insólito su rechazo de las vulgaridades marxistas sobre el carácter «burgués» o elitista de la cultura, su negativa a buscar el sentido de la creación en un problema de clase. Pero creo que el problema mismo de la cultura está radicalmente mal planteado o, mejor dicho, sigue planteado del mismo modo que lo hace artificiosamente insoluble. La comprobación entristecida de que las formas de la cultura clásica nunca volverán es un tópico que se repite regularmente en todos los círculos cultos desde Theognis (siglo VI a. J . C). Lamentar la impotencia de la cultura o su falta de legitimidad ante el dolor a la barbarie es la mayor y más rendida concesión que puede hacerse ante el ídolo más bárbaro, el de la eficacia. Y no precisamente porque la cultura sea ineficaz, sino porque es a ella a la que compete dar alma a la eficacia. Una vez disuelto o degradado el común proyecto de redención futura que la cultura arrastró casi hasta ayer, habría que reaprender de modo no demasiado enfático la lección de lo inmediato: aquí si que la contracultura busca algo a lo que Steiner ya ha renunciado. Con poco sentido del humor -ese es su mayor pecado- y un resabio injustificadamente trascendental, Steiner abre la última puerta del castillo maldito, la que, a falta del futuro tan añorado, trae al menos el apocalipsis.
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