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El miedo a industrializarse

España, en los años que van desde 1960 a 1974, ha realizado un desarrollo industrial de tal envergadura que ha cambiado su fisonomía. El viajero de 1935 o el de 1954 se habría encontrado con dificultades para reconocer al inismo país veinte o treinta años después.Sin embargo el proceso se ha detenido desde hace dos años. El crecimiento industrial ha sido prácticamente nulo y, por supuesto, incapaz de añadir un solo puesto de trabajo. ¿Cuál o cuáles son las razones? Una respuesta contundente señalaría que el país está viviendo por encima de sus posibilidades -gastando más de lo que produce con las consecuencias de fortísimas elevaciones de precios y agudísimos déficit en las cuentas con el exterior- y eso, a la larga y a la corta, suele acabar bastante mal. Nadie, nacional o extranjero, está dispuesto a meter un duro en ampliar o abrir un negocio industrial. Respuestas más matizadas hablarían del alza de los costes hora de la mano de obra y llegarían a la evocación del conjuro del pacto social.

No hay desgraciadamente ninguna objecion a esas respuestas. Y, sin embargo, quizá puedan introducirse correcciones que sin ser contundentes y exigir un gran sacrificio contribuirían a mejorar el clima para que las empresas privadas encuentren menos obstáculos a sus iniciativas, si es que alguien quiere correr el riesgo de una iniciativa.

Demasiada burocracia

En España no es cosa fácil establecer una industria nueva: se requieren muchos trámites. Esta suprema razón de la política industrial española procede de una ley del año 1939 -"sobre ordenación y defensa de la industria"-, todavía vigente, y que establece: "no podrán instalarse nuevas industrias, trasladar ni ampliar las existentes sin la resolución favorable del Ministerio de Industria, quien fijará los trámites y normas a seguir, según las necesidades nacionales". En el año 1963. cuando aún soplaban fuertes los vientos de libertad económica del Plan de Estabilización, se dio una interpretación muy generosa a la prohibición, de la ley de 1939. Pero en 1967. cuando los que soplaban eran otros se dio marcha atrás y se volvió al laberinto de marcar criterios para la instalación, ampliación o traslados industriales. A saber: a) industrias que requieren autorización administrativa previa; b) industrias cuya libre instalación exige el cumplimiento de determinadas condiciones técnicas o de dimensión mínima; c) industrias que pueden instalarse libremente sin otros trámites que la inscripción en el Registro Industrial, inscripción que no es ninguna broma. El industrial debe presentar un proyecto con un programa de ejecución y una mernor la descriptiva, acompañada del correspondiente estudio económico. Pero el jefe provincial de Industria «no autorizará el funcionamiento de nínguna nueva instalación, ampliación o traslado de industria sino cuando sus instalaciones concuerden con el provecto respectivo... y se hayan verificado dentro del plazo establecido para ello o de las prórrogas, en su caso» (artículo 10. Decreto 1775/67).

Bajo el cartel de «autorización previa » hay de todo y muchos de los sectores incluidos están relacionados con un fuerte grado de monopolio y precios excesivos. Ejemplos: refinerías de azúcar, aguas minerales, extracción de aceites de semillas de importación (soja), tableros aglomerados, industria farmacéutica, plásticos polímeros de estireno, tubos de acero, electrodomésticos, etcétera. Además, la importación de muchos de los productos fabricados por estos sectores no es libre, sino que está sometida a cupo o contingentes. Se da así la circunstancia de que, por un lado, se prohíbe la importación para proteger a la industria nacional y, por otro, dificulta la libre instalación de industrias que deben abastecer al mercado interior. En resumen: privilegios y rentabilidad asegurada gracías a un monopolio creado por el propio Estado.

El requisito de las condiciones técnicas o de dimensión mínima tenía como excelente coartada la escasa dimensión de nuestras fábricas y la conveniencia de instalar o ampliar unidades técnicas capaces. La verdad es que sólo ha servido, salvo casos muy contados, para introducir un trámite equivalente al de autorización previa. Los ejemplos son peregrinos y van desde los molinos de trigo (explicación de esas compras de molinos casi abandonados y su derribo posterior para hacer así desaparecer el posible derecho a ponerlos nuevamente en marcha), a la industria conservera. a la de la confección y el género de punto, fabricación de yeso, ladrillos y tejas, pasta de cacao, tostadores de café, en España, y pese a los controles técnicos, existen más del doble de tostadores de café que en Francia: y si alguien quisiera montar uno nuevo para intentar reducir costes y exportas café tostado, se encontraría con dificultades insuperables-, helados, curtidos, etcétera. Un larguísimo etcétera que incluye muchos despilfarros e ineficiencias. Naturalmente, también en estos casos se da la coincidencia de la falta de libertad para la importación y, en definitiva, las enormes ventajas de contar con un mercado muy abrigado de la competencia internacional y de la propia nacional.

En cualquier caso las autoridades responsables pueden responder a estas objeciones que el mercado nacional ha estado cada vez más y mejor atendido y que la industria española ha crecido de un modo rapidísimo durante catorce años. Respuesta difícil de rebatir, pero a la que cabría, a su vez, recordar que los controles han tenido, en muchos casos, que deformar las decisiones de los empresarios a la hora de programar sus inversines. En una situación de inflación y fuerte proteccionismo frente al exterior, los estímulos proporcionados por los controles y concesiones favorecen las inversiones especulativas, con rápidos beneficios a corto plazo y la pérdida de interés por los costes. También cabría recordar que, en 1970, después de la purga del ministro Monreal y cuando la economía no despegaba, hubo una propuesta a nivel de técnicos del Ministerio de Industrial la propuesta se quedó en eso en favor de suspender temporalmente la legislación sobre autorizaciones previas y mínimos técnicos para no retrasar por razones coyunturales -o sea a corto plazo- los proyectos de inversión.

Razones coyunturales, quizá aconsejarían ahora hacerse eco de aquella sensata y olvidada propuesta. Razones más permanentes irían muy bien en favor de la libre competencia y harían que el caso siguiente fuese un ejemplo aleccionador para los futuros estudiantes de economía. Ocurrió, por supuesto, en España y relacionado con una industria de conservas vegetales, sector que, según nuestra legislación es actividad prioritaria. La comarca era pobre y tenía como actividad principal el cultivo de peros -híbrido de pera y manzana- que se enviaban al mercado de Sevilla. La competencia de otras frutas redujo la demanda de peros que, sin embargo, mantenía una clientela adicta, pero insuficiente para absorber en la breve época de la recolección toda la cosecha. Había que reducir el cultivo -tala de frutales- o alargar el proceso de comercialización, conservando los peros. Un labriego de la zona tuvo esta idea y se puso manos a la obra. Pero resultó que la industria de nuestra instalación estaba sometida a condiciones mínimas, y no cumplía las exigencias. La instalación no fue autorizada. Pero, en honor a la verdad, y mediante el pago de una multa y la condición de industria clandestina, la historia terminó bien y los aficionados sevillanos al pero pudieron seguir saboreándolos, aunque la industria conservera, que sepamos, no está legalmente inscrita en el Registro Industrial.

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