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Tribuna:DIARIO DE UN SNOB
Tribuna
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Quemar un libro

La gente se escandaliza mucho de que los comandos anticomandos quemen libros y librerías. Cincuenta librerías cerraron en Madrid, en solidaridad con la Rafael Alberti. A mí me parece que es satánicamente hermoso. Quemar un libro es cosa del demonio hitleriano, y censurar un libro, como hacían antes, es cosa de sacristanes.Claro que se empieza quemando libros y se acaba fusilando autores, pero de momento estamos en la etapa fallera de las fogatas. Antes se prohibían los libros directamente. Luego se censuraban parcialmente. Ahora se queman. El proceso se va clarificando. Un libro prohibido era un libro que pasaba de mano en mano, en folios mecanografiados, y que hasta los camareros del Gijón conocían en multicopista. O sea, que había una especie de prestigios clandestinos, unas famas underground. Los best-sellers del silencio.

En los años cuarenta, cincuenta e incluso sesenta, el café Gijón (donde la otra noche también han ido los comandos anticomandos) era como el Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela, donde todos los tullidos y mutilados de la literatura lucían los muñones y llagas que les había hecho la censura de Arias Salgado o Fraga Iribarne. Incluso entraba algún burgués de vez en cuando a echarles calderilla en el platillo del café, como a los mendigos Y peregrinos de la Ruta Jacobea Buero Vallejo, Cela, Lauro Olmo, los de la novela social Y la poesía de testimonio. Todos estaban allí.

Un libro quemado, en cambio. es una cosa gloriosa, un momento fulgurante de la Historia, una luminaria. El libro resplandece por un instante y el fuego lo llena de unas metáforas que no tenía. Hay que quemar libros. Está más claro esto qúe la censura y la mutilación. Avanzamos gloriosamente hacia el caos, pero avanzamos. Si, con Arias, Salgado y Fraga, los escritores parecían apestados del Camino de Santiago o leprosos del padre Damián, con los comandos anticomandos parecemos ya apóstoles con la lengua de fuego sobre la cabeza. Sólo que el fuego nos ha efnpezado por los pies. 0 por el libro.

Antes, el autor prohibido era un hombre triste, taciturno, que iba en tranvía (entonces había tranvías) y le contaba el argumento de su obra al vecino de asiento. Improvisaba un Ebro verbal, como en la fantasía de Ray Bradbury. Era el hombre-libro.

El autor censurado, ya digo, era como un peregrino de Santiago o un incurable de Lourdes. El autor de un libro incendiado, en cambio, es un ser glorioso, luminoso como un mártir o un apóstol. En las dudas y balbuceos de la censura de postguerra había como una mala conciencia histórica, algo oscuro y húmedo. Hoy, en cambio, el proceso es claro, rápido y racional. El libro se escribe y se publica con toda libertad. Se pone a la venta e inmediatamente se quema. Es una luminaria que parte de la mentedel autor, destinada a lucir un momento en lo alto, en la noche de los tiempos y del oscurantismo.

No hay equívocos ni balbuceos ni mala conciencia. Los incendiarios de hoy tienen la cabeza mucho más clara que los censores de ayer. El autor de un libro prohibido tenía que hacer idas y venidas al Ministerio, a la editorial, a casa de un señor que tenía mano en Abastos. El autor de un libro censurado no digamos. Tenía que ir a la ventanilla a visitar al censor, todas las mañanas, fumarse con él unos celtas, hablar del tiempo y ver si te había cambiado la cara al ventanillero. El autor de un libro abrasado, en cambio, se entera en el drugstore de que le ha ardido un libro, como a otros les arde la casa, y se ha ahorrado muchos viajes al Ministerio y muchos celtas para el censor.

Me llama Julián Santamaría, el mejor cartelista de España. Va a hacer una exposición de sus carteles y quiere dedicarme uno. Le sugiero que me saque echando las cuartillas al fuego, a medida que las escribo. Sería la manera de acelerar el proceso. Me llaman de Radio Madrid para hacerme una entrevista:

-Escribe usted para sí mismo, para el público, para la posteridad ... ?

-Escribo para la hoguera, como todos.

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