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Historias de masones

La película El hombre que quiso ser rey ha sido forzada a cambiar su título de exhibición en España. No sé exactamente si por el paralelismo que pueda existir entre el dato de un hombre que quiso reinar, y en España no han faltado pretendientes al trono, o por la circunstancia de que el filme de Huston-Kipling sea en realidad una historia de masones. En cualquier caso, después de ver la pelí0cula a uno le parece perfectamente natural que los masones sean una secta fundada por Alejandro Magno que gobierne desde entonces en las legendarias montañas del norte de la India. Y esque a uno le han acostumbrado desde pequeño a atribuir todo lo inexplicable a la conspiración de los masones.

El diario del general Franco-Salgado es obsesivo a este respecto. Los masones se confunden con todos los registros de enemistad que pueden caber en el ámbito de una dictadura. Incluso el fotógrafo Campúa, que en mis tiempos de la Escuela de Periodismo pasaba por ser uno de los franquistas más indiscutibles, es reducido graciosamente a la condición de «masoncito». Mi paisano el señor Ferrari Billoch nos enseñó como era la secta. Pero no acertó a descubrir su inacabable elasticidad. Esa elasticidad que permite que quepan en ella todas las personas que resultan incómodas. Me da la impresión de que la masonería se ha convertido en un procedimiento elemental para justificar la pobreza de los análisis políticos.

El Alcázar, como quien no quiere la cosa, y sin dar al descubrimiento el sensacionalismo periodístico que en realidad tiene, nos acaba de descubrir el testamento político del almirante Carrero. Nada menos que unas notas elaboradas de propia mano para ser leídas en el Consejo de Ministros que se iba a reunir el día que le asesinaron. El documento es patético. No me asombra nada que con tal pobreza de pensamiento la vida política de este país haya sido tan mediocre y desangelada. Que en 1973 todavía se puedan atribuir todas las desgracias de España a la masonería y al liberalismo es algo que pone los pelos de punta. Ni siquiera el libro de Javier Herrero Los orígenes del pensamiento reaccionario en España parece haber puesto de porreta las claves de esta visión pesimista de nuestro entorno. Que Franco o Carrero no en econtraran a nadie a quien cargar las culpas más que a los masones, es una cosa que nos hunde en la sima de la irracionalidad. Lo raro es que Valle-Inclán, en su «Ruedo Ibérico" no siguiera la pauta de Kipling y atribuyera los males de la dinastía, puesto que él era carlista, a su condición de descendientes de una secta masónica fundada por un hijo natural de Alejandro Magno, que hizo el amor con una grulla sarasa en el coto de Doñana. Pero no para aquí la cosa. Al día siguiente de dar a la luz el testamento político de Carrero, el mismo periódico demuestra que Carlos González fue asesinado por un comando terrorista enviado por los masones y los comunistas de París. En la crónica del señor Albert Riguet, que de francés no debe tener ni el nombre, se habla de un plan para asesinar a don Juan de Borbón, a Ruiz-Gimenez y a un socialdemócrata que bien pudiera ser Felipe González. Y se dice: «Para un observador europeo, los acontecimientos que se desarrollan en España son del todo normales y predecibles, pues vienen respondiendo con un sincronismo sorprendente a las directrices generales impartidas por el Gran Oriente de Francia y al plan trazado durante la reunión de dirigentes de partidos comunistas europeos, celebrada en París a comienzos de año.»

Ya sabemos, pues, que el terrorismo usa mandil. Lo que a tino le extraña es que con estas prendas, y con la capucha puesta, puedan correr tanto y refugiarse más allá de la frontera francesa. Unos comandos con mandil deberían ser detectados por cualquier peatón no demasiado inquieto. Aunque también podría ocurrir que entre las tácticas del Gran Oriente existiera una consignación especial para camuflaje. Y que los masones, como Mortadelo y Filemón, fueran capaces de disfrazarse de brisa o de atardecer. Más o menos como aquel personaje de Cunqueiro que se disfrazó de viento para escapar de la cárcel.

Porque lo cierto y verdad es que este tipo de explicaciones cada vez resultan menos convincentes. Hemos tenido masones hasta en la sopa. El artículo cuarto de la ley de 1 de marzo de 1940 definió a los masones y estableció las penas que les correspondían. Pero lo curioso es que en el artículo primero de aquella ley se estableció que «El Gobierno podrá añadir a dichas organizaciones las ramas o núcleos auxiliares que juzgue necesario y aplicarles entonces las mismas disposiciones de esta ley». Es decir, que había un cheque legal en blanco para ampliar la masonería y el comunismo a voluntad del usuario. La amplitud de la norma se correspondía así con la estrechez mental de quienes la inspiraban. Y se sigue correspondiendo con la pobreza de espíritu de todos aquellos que siguen empeñados en que todos los males de España provienen de la anti-España masónica.

A este paso el señor Carlavilla debería resucitar como gran inquisidor. Tendría una magnífica carrera por delante.

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