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Patrias en pelotas

El escritor argentino Martín Caparrós y el mexicano Juan Villoro mantienen una correspondencia durante todo el torneo y constatan que el balón sabe también mucho de amistad

Martín Caparrós
Julián Álvarez, delantero de Argentina, controla el balón durante un entrenamiento en Doha.
Julián Álvarez, delantero de Argentina, controla el balón durante un entrenamiento en Doha.RUNGROJ YONGRIT (EFE)

Pelota parada:

Hoy, Granjuán, como es obvio, no hay partidos: es un día para pararnos y pensar; quizá fuera mejor que no lo fuera. Hay algo en este Mundial –o en mi manera de vivirlo– que me inquieta.

Me gusta el fútbol, tú lo sabes. Llevo casi 60 años viendo fútbol –bueno, a Boca– y mis primeros comentarios en la revista Goles se publicaron en 1974, cuando todavía no había nacido casi nadie. Los Mundiales deberían exaltarme: son la gran asamblea o el gran mall del poderoso balompié. Pero esta vez, no sé si por primera, hay algo en la hipocresía y el nacionalismo futboleros que me resulta difícil de tragar. Un medio digital de aquí, habitualmente serio, esta mañana tituló su edición con un Miedo, lágrimas y excusas: la España de Luis Enrique se traicionó a sí misma y a todo el país. ¿De verdad un equipo de fútbol puede haber traicionado “a todo el país”? ¿Creemos esas cosas? ¿No suponemos que un país se traiciona arruinando la vida de sus ciudadanos, no fallando dos o tres penales? En este punto casi te envidio que tu equipo haya quedado afuera y puedas, eventualmente, ver gambetas y pases y atajadas –no desafíos al honor y la grandeza de tu patria.

Tú ya no tienes, pero yo todavía tengo país en la disputa. Y espero –por supuesto, porque siempre fui así– que la Argentina gane todo lo posible. Pero cuando veo el nivel de crispación, de intolerancia y de absoluto que el tema está alcanzando entre los míos, las ganas se me marchitan como en esas noches que mejor olvidar. La Patria, qué le vamos a hacer, no me la empina.

(Espero que no te hayas enterado del linchamiento que me armaron en mi pobre país por una palabra de una de mis cartas. Se ve que la usé sin saber cuánto les dolía. Este sábado te escribí, quizá recuerdes, que “mi imagen de humanidad de hoy es la del Fideo Di María en el banco argentino cantando con la hinchada, siguiendo el ritmo con una botellita en un parante. Supongo que eso es, para los jugadores, la esencia del Mundial: una vez cada cuatro años los mercenarios mejor pagados del planeta se dan el lujo de ser hinchas del equipo donde juegan. Y por eso disfrutan, sufren, se atontan, se animan como nunca”. Me parece obvio que describía una escena tierna: la de unos muchachos que siempre juegan donde les toca por la plata –“mercenarios”– y que de tanto en tanto sí pueden jugar donde querrían, con quienes quieren, por el honor y el gusto. Pero tuve la mala idea de tuitearlo. Y allí saltaron los agazapados que solo esperan el momento de vomitar su bilis, y lo hicieron: que cómo me atrevía a llamar “mercenarios” a los jugadores de la selección, que mercenario era yo, pelotudo, corrupto, viejo puto, larva asquerosa y que me muera pronto. Siempre con ese nivel de exaltación patética que asumen estos bravos paladines escondidos –de quienes, además, se hicieron eco varios diarios que suponíamos serios, craso error. Es una nimiedad pero también es un ejemplo del clima que trataba de contarte: cositas del Efecto Patria.)

Más allá de tontainas –¿no es bonita la palabra “tontainas”?–, me preocupan estos países dedicados a sus equipos de fútbol como no se dedican a casi nada más. ¿Será que las únicas causas que pueden unirnos son los guantazos de un arquero? El demasiado lleno del Mundial ilumina el vacío circundante: no sabemos encontrar en casi nada esta emoción y la buscamos, vicaria, en las patadas de unos muchachos diestros o siniestros. Me da pena en general –y en particular viniendo de un país que se jacta de hacerlo más que ningún otro.

Pero también aquí, en España, hoy vemos algo semejante, aunque menos dramatizado, menos tango. Algunos son incluso capaces de leer la parábola perfecta de Achraf Hakimi, ese hijo de padres marroquíes muy pobres –mantero callejero él, empleada doméstica ella– nacido en Getafe, suburbio pobre de Madrid, que fue el que remachó para el equipo de sus padres el último penal. Hakimi es solo uno de los 14 seleccionados marroquíes que no nacieron en su país –sino en Europa, en sus países de acogida– pero juegan en el equipo que sí les hizo caso. Aquí los marroquíes son la mayor comunidad inmigrante –unos 700.000, dicen– y lo de ayer fue una revancha contra tantos años de explotación y malos tratos. Una revancha que durará unos días y no terminará, faltaba más, con el maltrato ni las explotaciones. Los engaños del fútbol son cuantiosos.

En fin, Granjuán, no me dejes dejarme llevar por estas amarguras. Para dejarlas atrás, y por ahora, te diré que parece que esta copa marca el final de varias carreras que nos entusiasmaron estos años –Cristiano, Hazard, Suárez, Busquets, quién sabe Messi– y de ciertos equipos dizque dominantes que ahora no lo son –Alemania, España, Bélgica, Uruguay– y de una forma de juego –el pasismo, enfermedad infantil del guardiolismo– que fracasó a lo bestia. Y el principio de vaya a saber qué. Seguramente tú sí podrás contárnoslo.

Aquí te espero, ansioso.

Abrazos

Ida y Vuelta

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