Tapie, Laporta y los aventureros del fútbol
Una serie recrea la vida del empresario antiguo propietario del Olympique de Marseille, uno de esos viejos presidentes de un fútbol en extinción que funcionaba a golpe de atajos y corazonadas
Marsella es una ciudad dividida, herida y orgullosa de sus contradicciones que, a menudo, ajusta cuentas en las calles o en los tribunales, pero que, sobre todo, resuelve sus dudas en una centrifugadora enorme de emociones. El Vélodrome, el estadio del Olympique (segundo en la tabla), el recinto de fútbol con mayor capacidad y el primero que se construyó en cemento en el país, funciona cada dos semanas como un purgatorio donde se redimen todas las almas de una de las ciudades más particulares de Francia. Justo en la entrada, se levantará pronto una estatua de un personaje complejo y amado que nació y murió en París, pero decidió ser enterrado en la ciudad que lo convirtió en lo que ha terminado siendo, que no fue poco.
Bernard Tapie, cuya vida recrea ahora una miniserie de Netflix, fue uno de esos viejos presidentes de un fútbol en extinción impulsado por uno de esos motores internos que funcionan a golpe de atajos y corazonadas. Quizá no haga falta, pero ya casi no quedan personajes de este tipo en el deporte moderno, colonizado por los fondos de inversión, el marketing la inteligencia artificial. Ni siquiera en el propio OM, cuyo presidente actual, el español Pablo Longoria, un hombre de 38 años forjado entre los datos, el estudio y la estadística, podría decirse que es lo contrario.
El viejo patrón del OM, fallecido en 2021 a causa de un cáncer, fue un buscavidas, un aventurero de suburbio nacido en una familia obrera del norte de País —su padre era tornero fresador y su madre ama de casa— capaz de hacer lo que fuera por volar como un cometa. Y ese lo que fuera, como se vio más adelante, era literalmente eso, una caída narrada como absurdo epílogo a un partido que disputaron el 20 de mayo de 1993 el Olímpico de Marsella y el Valenciennes, cuyo resultado intentó amañar solo para que sus futbolistas, que jugarían seis días después la final de la Copa de Europa contra el Milan, pudieran afrontar el encuentro con la Liga ya ganada. Lo pagó con 165 días de cárcel y su desprestigio definitivo. Hasta entonces fue un meteorito.
Tapie, guapo, siempre bronceado y algo bocazas, fue una suerte de Berlusconi al agua de rosas. Pero desprendía un aire bondadoso o inclinado a un cierto progresismo o sensibilidad social que le convertía en una rara avis dentro del panorama de los magnates. Y su paso por la política, en lugar de explorar los márgenes derechos del Parlamento como hacían los de su especie para compadrear con el dinero, se acomodó en la izquierda de François Mitterrand, que le hizo ministro y bandera contra la extrema derecha de Jean Marie Le Pen.
Tapie hizo de todo. Probó suerte como actor, como cantante, como piloto, vendió televisores, montó una empresa de asistencia sanitaria (una enorme trilerada) y se especializó en comprar por un franco simbólico compañías al borde de la quiebra para reflotarlas y luego venderlas por una fortuna. Algo parecido hizo Adidas cuando la marca alemana se encontraba en su peor momento, ensombrecida por gigantes como Reebook o Nike. La mayor de sus obras, sin embargo, fue aquel OM, levantado con talentos como Desailly, Papin, Barthez, Deschamps, Angloma, Rudi Voller. Tapie no estudiaba. O no solo. Intuía y seducía. Una manera antisistema de gestionar -y de ser- que quizá hoy solo representarían criaturas en extinción como Joan Laporta, y cuya suerte, y la de los aficionados, sigue dependiendo de asuntos tan poéticos como buen gusto, corazón y una constelación de casualidades.
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