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Relatos de un amateur
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El filósofo y el futbolista

Intenté reconciliar al futbolista con el filósofo apuntando que esa felicidad momentánea, pasajera, efímera, dura mucho más cuando sabes que quien la hace posible es uno de los nuestros

Aficionados del Athletic de Bilbao
Aficionados del Athletic de Bilbao, en San Mamés.Juan Manuel Serrano Arce (Getty Images)

Un día me preguntaste para qué sirve la filosofía. Recuerdo la escena. Estábamos paseando por la orilla de la playa. Tú te interesaste por lo que había estudiado de joven y yo te conté que era licenciado en filosofía. Entonces, torciste el gesto y lanzaste la pregunta: “Y eso, ¿para qué sirve?” Yo me sonreí, porque, usando una expresión futbolera, me la habías dejado botando. “Para no hacer preguntas tan tontas como esa”, te contesté, y los dos nos reímos.

Después intenté responderte bien. Dije que se suele hablar de la filosofía como una colección de saberes inútiles, pero que yo no estaba de acuerdo. Te expliqué que sospechaba que en mi vida laboral me había sido de gran ayuda, pero que lo fundamental es que la filosofía sirve para no dar nada por sentado. Filósofo es quien, observando a su alrededor, es capaz de comprender la extrema improbabilidad del estado de cosas que le rodean y, en el mismo movimiento, el precario equilibrio que lo sustenta. Recuerdo que nos quedamos los dos en silencio, con la mirada en el horizonte, que tú murmuraste algo sobre lo maravilloso que es observar el océano en calma y que yo tomé una frase que leí en un cuento de Pedro Zarraluki para estropear el momento diciendo: “Si al mar le quitas el misterio, se queda en agua salada”.

Después fui yo quien te preguntó si durante un partido hay momentos para pensar, si se mira alrededor, con la grada jubilosa o enrabietada, y se reflexiona sobre el momento. Negaste con la cabeza. Explicaste que la acción sobre el campo es frenética y que solo estás concentrado en el juego. “Si te sorprendes pensando en algo que no sea el bote de la pelota es que estás fuera del partido, y en nada te sacarán del campo”, explicaste. Me confesaste, eso sí, que a veces te sucedía que en tu vida de pronto todo te parecía absurdo y raro y ajeno, y sentías una cierta extrañeza al mirar alrededor, como si todo el mundo actuara y tú tuvieras que seguir también un guion escrito previamente. Dijiste que envidiabas a esos compañeros de equipo que parecía que lo hacían todo siempre a la primera, como guiados por un instinto, sin pensar, y además lo hacían bien. Matizaste que no te referías solo al terreno de juego (desmarcarse hacia un espacio, un control orientado, esas cosas), sino también al vestuario, a las relaciones sociales, a la vida. Afirmaste muy serio que a veces te gustaría ser alguien muy diferente a quien eres, uno más, igual al resto, y que yo te expliqué el ejemplo de Stuart Mill del Sócrates insatisfecho.

Nos quedamos de nuevo en silencio un buen rato después del cual te palmeé la espalda y, como quien da el pésame, dije: “pues formación no, pero alma de filósofo sí que tienes”. Tú me inquiriste con ojos rogantes si eso era bueno o malo. “Para el fútbol”, matizaste. ¿Se puede ser un buen futbolista sintiendo la incomodidad de la existencia?, nos preguntamos juntos entonces. ¿Se puede ser un atleta de élite cuando el mundo te duele? Por supuesto que sí, te contesté en aquel momento, pero ahora te confieso que no lo tenía muy claro y que mi respuesta era más fruto de la esperanza (de mi esperanza en ti y en un mundo mejor) que de la convicción. Entonces volvió a salir Sócrates en nuestra conversación, pero esta vez no era el de Stuart Mill, sino el brasileño, el doctor, el padre de la Democracia Corinthiana. Te conté su historia y vi cómo se te iluminaron los ojos al saber de él.

Recuerdo algo más de aquel paseo al que la memoria me hace regresar tantas veces: que al despedirnos dijiste que lo que en realidad no servía para nada era el fútbol y que la gente debería admirar a médicos y bomberos y científicos, no a vosotros. Yo negué con la cabeza y te acusé de demagogo. “Por supuesto que sirve”, te dije, y te conté que los goles de nuestro equipo hacen feliz a mucha gente, a mí al menos. Es una felicidad momentánea, pasajera, efímera, sí, pero qué maravilla es sentir a veces un chute de alegría. E intenté reconciliar al futbolista con el filósofo apuntando que esa felicidad dura mucho más cuando sabes que quien la hace posible es uno de los nuestros, un hombre o mujer con los pies en el suelo y preocupado por los demás, un Sócrates, alguien como tú.

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