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Jasper Philipsen se lleva el primer sprint masivo del Tour de Francia

Adam Yates sigue liderando la general con seis segundos de ventaja sobre su compañero Tadej Pogacar

Jasper Philipsen celebra su triunfo al sprint en la tercera etapa del Tour de Francia.
Jasper Philipsen celebra su triunfo al sprint en la tercera etapa del Tour de Francia.STEPHANE MAHE (REUTERS)
Carlos Arribas

A Héctor Abad, seguramente, le gustaría como otros años estar en el Tour, contando con sus palabras únicas, la esperanza, la fe, la resurrección de Egan Bernal, que rozó la muerte hace año y medio y ahora roza, en las montañas del País Vasco, a los mejores ciclistas del mundo, que se pegan. El alma del escritor de Medellín, tan marcada desde niño por la violencia, está, sin embargo, lejos. Mientras el cuerpo se recupera del bombardeo ruso que le alcanzó cuando cenaba en Kramatorsk, Ucrania, su espíritu lucha por superar el momento, y el dolor se agudiza al saber que ha muerto, como temía, Victoria Amelina, la colega escritora con la que conversaba en aquel momento en el que las bombas interrumpieron la vida.

A casi las cinco de la tarde, lentamente abanicado por ikurriñas innumerables del pueblo vasco en fiesta, el Tour, inmerso en sus contradicciones y disputas, mínimas, tan pequeñas como las chinchetas que perturban a los ciclistas, pero tan importantes para sus protagonistas y quienes les acompañan —¿podrá Cavendish con Merckx en Bayona? No. Ganó el sprinter belga Jasper Philipsen. ¿Llegarán a las manos Van Aert y Vingegaard, tan celosos, antes de que el fenómeno belga, tan frustrado, abandone con el esperado nacimiento de su segundo hijo? Chi sa. ¿Seguirá Pogacar riéndose feliz, un niño? Seguro-- cruza la frontera por Irún y entró en Francia, tan ajeno a la guerra de Ucrania, y al dolor, como a la revuelta social de los jóvenes sin futuro que sufren la desintegración, la violencia policial, la muerte y la exclusión social en los guetos de las cités, el mundo real real en París, Marsella o Annemasse, tan aislado de todos los mundos como Zumaia, que atraviesa el pelotón dejándose acariciar los ciclistas melancólicos por el olor marino de su brisa, lo está del mar por sus acantilados Flysch, que son como un pastel de diferentes texturas, crujientes y blandas, describen los geólogos, y están rellenos de fósiles de almejas gigantes.

El Tour es una especie protegida. Son 3.000 personas que construyen cada etapa su propia realidad, sus fronteras, a lo largo de 200 kilómetros de carreteras privatizadas durante 24 horas, custodiada de la realidad por 28.000 policías y 25 de kilómetros de vallas, una frontera móvil de 420 toneladas de peso que transportan 46 tráilers de XPO Logistics, empresa de transportes multinacional dirigida por un cántabro, Luis Gómez, orgulloso de su eficiencia y de la habilidad de sus 65 conductores, que serán conductoras cuando transporten el Tour femenino, y los trabajadores se pegan casi por conseguir un volante, y que arriba y abajo, montañas y valles, páramos y volcanes, recorrerán 150.000 kilómetros en las tres semanas de la carrera. “Y como toda la flota se alimenta de HVO, un biocombustible que viene de aceites desechados, refinados, reduciremos en 100 toneladas las emisiones de CO₂ en los 21 días. Esto es hasta el 90% de las emisiones del fuel normal”, dice Gómez, y su preocupación reproduce una más de las contradicciones del Tour, cómo el mayor escaparate del ciclismo, el medio de transporte más sostenible, necesita para brillar del ruido y los malos humos de decenas de helicópteros, de cientos de coches y camiones que todo julio ensucian los montes. “Bueno, los helicópteros no son nuestra responsabilidad, pero sí hacer más sostenible el Tour, y con nuestros camiones eléctricos, que estrenaremos el último día en París, nos acercamos a ello”.

En el mundo feliz del Tour aislado de todos los males, que llega por autopista a Bayona, la capital del jamón, del chocolate y de Iparralde, el director de orquesta Pogacar, líder virtual, a 6s de su compañero maillot amarillo Adam Yates, ha decretado la paz, una tregua desarmada, dos días de adagio antes de la llegada, el miércoles, a los Pirineos del Soudet y el Marie Blanque. Tras dos días de infierno intenso, el pelotón pedalea con calma por las costas y, ya atardeciendo, disputa el primer gran sprint entre el Nive y el Adour caudaloso. El final, canónico y previsible –Mathieu Van der Poel, enorme, lanza a la perfección a su compañero belga Jasper Philipsen, de 25 años, que supera fácil al alemán Phil Bauhaus y al australiano Caleb Ewan, y quinto Van Aert, siempre cerca, para recordar que los tres últimos grandes sprints del Tour, dos en 2022, incluido el de los Campos Elíseos, los ha ganado él--, deja un regusto de imperfección a quien quiere dar sentido a las narraciones. Si hubiera ganado Cavendish, que llegó sexto, habría superado en número de victorias de etapa, 35 a 34, al caníbal Eddy Merckx y habría permitido hablar del aislamiento perfecto del Tour, cerrado en sus récords y su historia. Si hubiera ganado el diminuto Ewan, se habría hablado más, quizás, y quizás lo habría contado Héctor Abad, del gran trabajo su lanzador, el gigante italiano Jacopo Guarnieri, recordando, estos días de orgullo herido, su valor al exhibir la bandera LGTBI en el podio del Giro del 22 en la hostil Budapest, y cómo su gesto, como las palabras de Guillaume Martin, ciclista, escritor filósofo, sobre la revuelta francesa –”la violencia nunca es buena. Es un poco trillado decirlo, pero no está de más repetirlo. Lo realmente chocante es que se trate de violencia policial”—son señales de que en realidad, por mucho que se intente, todos los mundos son permeables. La burbuja no existe. O, como resume el ciclista normando: “Que seamos ciclistas no significa que no seamos ciudadanos”.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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