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El Movistar, con Einer Rubio, gana la etapa alpina del Giro de Italia, recortada a su tercera parte

Los favoritos ascienden a ritmo defensivo las montañas suizas y permiten una fuga en la que Thibaut Pinot pierde los nervios y el escalador colombiano hace valer su inteligencia

Carlos Arribas
Giro de Italia
Einer Rubio levanta el puño al ganar en Crans Montana ante un hundido Pinot.Marco Alpozzi/LaPresse (LAPRESSE)

Solo la locura de Thibaut Pinot, su derrota inevitable en la cima de Crans Montana, da sentido a un día triste más del Giro más triste en el que la única alegría la viven, gracias a la victoria de Einer Rubio, el Movistar y Colombia.

Tímidos como el sol que apenas luce y no calienta las montañas suizas, muros de nieve en la cima del Croix de Coeur, los favoritos del Giro recorren tranquilos al tran tran –ritmo defensivo, le dicen en la jerga, marcado por pesados rodadores, o heridos, del Ineos del líder Geraint Thomas—, por el valle del padre Ródano, que allí arriba nace, los 74 kilómetros a que ha quedado reducida la gran etapa alpina por decisión de los corredores (90% del pelotón votó por el recorte), que temían una lluvia que no cayó, un frío que no sufrieron.

Los deportistas se sienten empoderados. Por fin. Ya no son esclavos. Artistas sin derechos, solo el de divertir, de emocionar, de dar sentido a los caprichos de los organizadores, se creen liberados cuando no son más que víctimas de las contradicciones de su oficio, profesionales de un deporte antiguo en un mundo posmoderno. Los ciclistas quieren sentirse como los demás deportistas, poder hablar de tecnología, del peligro y la rapidez de los neumáticos tubeless, tan bruscas sus frenadas, de vatios, de control nutritivo, de cálculo, y del valor de sus campeones, su gusto por la aventura. Los aficionados, que silban y abuchean desde las cunetas frías a los ciclistas que recorren en autobús dos tercios de la etapa, y el Gran San Bernardo, arriba y abajo, hablan de romanticismo y épica, de la sublimación del sufrimiento, de que no deben morir los tiempos en los que se corría por hambre, rabia o amor, de que solo sin romper sus raíces puede el ciclismo sobrevivir. Y se ponen de pie, y escuchan, cuando habla Eddy Merckx, el Caníbal que ganó su primer Giro, ya en 1968, desafiando un día de nieve en los Dolomitas, maillot de lana empapado y remangado, la voz de la memoria. “Si la lluvia y el viento son un problema, será mejor que os quedéis en casa jugando a las cartas”, les reconviene Merckx a los ciclistas del Giro. “El ciclismo no está hecho para vosotros”.

“Nosotros, el Ineos, queríamos estar con la mayoría. Muchísimos corredores han enfermado [cuando al Giro le quedan aún ocho etapas, y las más duras, han abandonado ya 41 de los 176 ciclistas que lo iniciaron el 6 de mayo]. Otra jornada de más de cinco horas bajo la lluvia, con el frío, no habría sido lo ideal”, dice el líder, Thomas. “Ya sé que al final el día no ha sido tan de mal tiempo, pero nos basamos la víspera en las previsiones meteorológicas. Siempre es difícil acertar”. Solo una aceleración simbólica de Damiano Caruso, lanzado por su compañero colombiano Santiago Buitrago, a dos kilómetros de la meta, les hace a Thomas y a Roglic levantar el culo de sillín y acelerar su corazón.

Es el aniversario de la muerte de Luis Ocaña, 29 años hace ya, dios de la cabezonería y el sinsentido, el gran antiMerckx del ciclismo, y antes de la salida falsa, a las 10 de la mañana, los responsables del Eolo, el equipo que han creado a medias Alberto Contador e Ivan Basso, dos campeones de hace nada, anuncian con gran pena la muerte de su corredor de 25 años Arturo Grávalos, que hace dos años sufrió una primera operación para extirpar un tumor cerebral que se reprodujo y acabó con sus fuerzas, pero nunca con sus ganas de vivir, con su espíritu. Su lucha, la del ciclista conquense contra todos, la de Grávalos por la vida, la plasma en la etapa Pinot, el ciclista que no quiso ser estrella, que se siente extraño en un mundo conformista y al que desquician en el valle y en la última subida, 12 kilómetros, sus dos compañeros de fuga, Rubio y el ecuatoriano Jefferson Cepeda. Pinot, que es el más fuerte, el más rápido, y marca el ritmo, no entiende que no le den relevos los dos ciclistas andinos. Les ataca una y otra vez, alcanza unos metros de ventaja, y al poco los ve de nuevo a su rueda, como quien fuma. Y así se desgasta el francés, que quiere dejar el recuerdo de sus gestas. ¿No querían romanticismo? La rabia le ciega a Pinot. Es la lucha de la testarudez y el corazón desbocado contra la lucidez, la sinrazón pura contra la razón táctica. “Yo no ganaré, quizás,”, le dice en un momento a Cepeda, señalándolo con la mano, “pero seguro que tú tampoco”. Ganó el tercero, Rubio, el más inteligente. Les deja discutir. Logra que le olviden. Les sorprende en los últimos metros. Es el Giro de la diversidad, también: 12 corredores diferentes de 11 equipos distintos (solo el Soudal de Evenepoel y el EF de Healy y Cort han repetido) han ganado etapa.

Rubio, de 25 años, es ciclista por hambre, para salir de la pobreza de la vida campesina en Colombia. Fue peón de albañil en Paipa, en Boyacá, y emigró a Italia a los 19 años. Se hizo ciclista en la escuela de la Fundación de Esteban Chaves, en Bogotá, y en Italia creció y creció hasta convertirse en uno de los mejores escaladores en las carreras sub-23 del país. En 2018 ganó una etapa en subida, un buen puerto alpino de la frontera con Eslovenia, por delante de Pogacar; en 2019, terminó segundo del Giro sub-23. En 2020, a los 21 años, llegó al WorldTour, su meta. “Me fui solo a Italia”, dice el corredor. “Un mánager italiano, Gino Ferri, me pidió los datos de una prueba de esfuerzo y como eran buenos, me llevó en 2017 a un equipo del sur de Italia, en Benevento, cerca de Nápoles. Al principio lo pasé muy mal, pero logré adaptarme. Viví en casa de Donato Polvere, el director del equipo, y su mujer. Son mis segundos padres. Y mi novia es italiana”.

Hace unos años, su padre, Libardo, contaba así la peripecia de su hijo, ganador de etapa en Crans Montana, en las montañas suizas tan cuidadas, y sus viñedos: “Ya no somos campesinos, ahora trabajamos en el reciclaje en Bogotá. Cultivábamos papa en San Pedro de Iguaque, a 3.000 metros de altitud por Villa de Leyva, Arcabuco y Cómbita, también las tierras de Nairo, pero hace ocho años empezó a bajar el precio de la papa, tuvimos una mala cosecha y no aguantamos más. Vendimos la vaca y bajamos a Bogotá. El campo se está muriendo y el Gobierno no hace nada, deja tranquilamente que se acabe la cultura campesina. Nuestra vida. Ah, pero no vendimos la tierra. Allí tenemos una cabaña y cuando Einer deje el ciclismo y vuelva, todos regresaremos allí”.

Como Rubio, unos 60 ciclistas colombianos han emigrado muy jóvenes a Italia y España, sobre todo, en busca de futuro en el pelotón.

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Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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