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Muere Nick Bollettieri, el fabricante de las estrellas del tenis

Fallece a los 91 años el gurú que moldeó en su academia de Bradenton (Florida) a figuras de la talla de Agassi, Hingis, Seles, Sharapova, Becker o Kournikova

Nick Bollettieri
Bollettieri y Agassi, en noviembre de 1990 en la academia de Bradenton (Florida).John Russell (Getty)
Alejandro Ciriza

Nicholas James Bollettieri, considerado el gran orfebre de las estrellas del tenis estadounidense y formador de numerosas figuras, falleció este lunes a los 91 años en su residencia de Florida, según anunció su familia a través de un comunicado. Reconocido y elogiado, el preparador pasará a la historia por haber dado vuelo en su academia de Bradenton [Florida] a figuras tan laureadas como Andre Agassi, Monica Seles, Martina Hingis, Boris Becker, Jim Courier, Maria Sharapova o las hermanas Williams, además de otro racimo de profesionales que en un momento u otro dejaron huella en las pistas; caso de Marcelo Ríos, Mary Pierce o Anna Kournikova, entre otros. Icónico, singular –moreno cobrizo, grandes anillos de oro, casi siempre detrás de unas gafas de sol– y partidario de un estricto método que catapultó hacia la cima hasta al menos diez números uno, Bollettieri trascendió no solo como prestigioso preparador, sino también como modelo de negocio.

Nacido en 1931 en Pelham (Nueva York) e hijo de inmigrantes italianos, comenzó a jugar al tenis en la universidad y después de su paso por el ejército –teniente del 187º Regimiento de Infantería– y de trabajar como profesor en un resort de Puerto Rico, invirtió el millón de dólares que le prestó un amigo para edificar su academia. Su imperio. Un semillero de perfil pseudomilitar que levantó en 1978 sobre un campo de 40 hectáreas, destinado inicialmente al cultivo de tomates. Donde otros imaginaban hortalizas, él percibía una inagotable plantación de dólares. “Simplemente lo hice. La mayoría de la gente piensa demasiado, pero a mí no me avergüenza decir que estoy nervioso. Es como la primera vez que salté [desde un avión]: ¡Llevaba pañales!”, comentó hace unos años en una entrevista concedida a la ATP, el organismo que dirige el circuito masculino.

Bollettieri se jactaba de no tener excesivos conocimientos técnicos, sino simple intuición. Decía basarse en la observación y en la disciplina de su método, bajo un régimen de competencia extrema. Creaba campeones, y a la vez robots. En palabras del célebre Agassi, su centro terminó convirtiéndose en “una especie de Señor de las Moscas, pero con drives”. “Un campo de prisioneros glorificado”, describe en su biografía, Open. Inflexible, el viejo Nick exprimía el producto hasta que no quedaba una sola gota de jugo, o bien se deshacía de él o ella cuando ya no le servía. “La gente decía: sostén la raqueta así, mueve las manos y forma una uve con el pulgar y el otro dedo, échala hacia atrás y muévela así… Y pensé, eso también puedo hacerlo yo”, aducía él, que a la voluntad de ser el mejor técnico y ojeador del mundo le añadió (o le antepuso) un segundo propósito: “Ser rico”.

Empezó a facturar gracias a Kathleen Horvath, una prometedora adolescente que con solo 14 años y cinco días ya disputó el US Open, el torneo más importante del país. Desde entonces, 1979, no ha habido nadie tan joven en participar. Pero duró un suspiro. Lo que tardó Bollettieri en darse cuenta de que no iba a ser la mejor. En consecuencia, fuera. Así de sencillo, así de crudo. Gloria (y dólares) o nada. Su ley. “Se trata de golpear cientos de bolas durante cuatro o cinco horas al día, de pagar el precio por ser un ganador. El éxito no llega por casualidad, sino que está relacionado con la sangre, el sudor, las lágrimas, la frustración y la determinación para conseguirlo”, sostenía. “El entrenamiento que tuve en el ejército me hizo así. Es fundamental respetar a un líder y seguir sin discusión el camino que te marca. El secreto de mi centro ha sido juntar a gente especial; los unos se empujaban a los otros para intentar ser mejores, se convirtieron en campeones por eso. Ese es el concepto”, esgrimía.

Por Bradenton han desfilado en los 30 últimos años infinidad de talentos, pero solo un selecto grupo logró sortear el filtro. Los hubo más o menos dóciles, pero su predilección y gran apuesta fue siempre Agassi. El padre del norteamericano, un tirano, descubrió viendo la televisión que la academia de Bolletieri –hoy día Academia IMG, siglas correspondientes a la mayor empresa de representación deportiva del país– podía ser el lugar ideal para que el joven Andre pudiera cumplir su sueño; el del progenitor, claro, que no el del chico. Y todo encajó. Al preparador le entusiasmó el mensaje paternal; al padre el planteamiento cuartelario del formador; y a Agassi, pobre él, no le quedó otra que empezar a pelear con el Dragón imaginario que retrata en Open. El infierno. En 1992 ganó su primer grande, en Wimbledon, y se desató el fenómeno: rebeldía, tabaco, peluca, pañuelo, tejanos. La extravagancia para suavizar un día a día insoportable.

“Todos son diferentes. Mi don es saber cómo es cada persona, saber cómo tratarla y cómo hablarle. Y a Andre”, contaba hace unos años Bollettieri, “nunca le podías regañar porque no reaccionaba bien. A Courier sí, y con Becker y las hermanas Williams las cosas eran muy sencillas. Se han dicho muchas cosas de su padre [Richard, obsesionado con que sus hijas alcanzasen el estrellato], sobre la presión que les puso cuando eran niñas… Pero eso es una mierda, no es así. Yo sé cuál es la verdad. Yo viajé con ellos. Jamás las trató mal. Lo único que hizo fue decirlas que jugaran sin límites y sin miedos. ¿Agassi? Simplemente era el mejor. Yo estaba loco también; si no lo hubiera estado, lo hubiera mandado rápidamente a casa. Mi abuela hizo lo mismo conmigo. Él era un rebelde, sí, pero comprometido, no como Ríos [el incontrolable chileno zurdo que ascendió al trono mundial en 1998]; este no tenía feeling con nadie, no respetaba a la gente que lo ayudó, ni a los rivales, ni tampoco al juego. Podía haber sido el mejor, pero desperdició la oportunidad. Fue el jugador con más talento que tuve”.

Bollettieri da instrucciones a la joven Anna Kournikova en Bradenton, en 1992.
Bollettieri da instrucciones a la joven Anna Kournikova en Bradenton, en 1992.Simon Bruty (Getty)

A partir de los noventa, Bradenton se convirtió en el gran escaparate internacional, una Meca del tenis formativo por la que todo fuera de serie que se preciara debía pasar. Allí, Bollettieri no solo producía campeones, sino también “niños preparados para afrontar los peligros de la vida”. El resultado de algunos de los experimentos fue excelente, pero otros no funcionaron. Por ejemplo, el vínculo con la familia de Seles fue tormentoso. “De lejos, la más exigente con la que he trabajado. Se lo di todo, pero siempre pedían más”, lamentó. Tras aquella conexión fallida –nada más salir, la tenista empezó a …– aterrizó en las instalaciones una niña de pelo platino que “lo tenía todo”, pero también una tara. “El revés de Anna [Kournikova] era superior, al igual que su volea, pero no tenía derecha. Su madre no me dejó cambiársela, y si una madre no quiere…”, argumentó. Aun así, la rusa –decepción individual, notable doblista– redimensionó en términos comerciales la marca Bollettieri.

Casi de inmediato, el laboratorio académico dio con la evolución perfecta, la fórmula ideal: estética, poder mediático y resultados. Maria Sharapova. Una obra de autor. Bajo la recomendación de la legendaria Martina Navratilova, ella y sus padres se la jugaron a una carta. “Con 700 dólares enrollados en el bolsillo”, llegaron al centro y la adolescente, 9 años entonces, recibió una beca. “Era antisocial, solo pensaba en el trabajo”, la describe el técnico. “Estaba allí por algo, tenía una misión: ganar a todas las demás”, razona la tenista, tan estrechamente ligada a Bollettieri que terminó instalándose junto a la academia cuando ya había triunfado como profesional. En un encuentro con EL PAÍS en 2016, el gurú trazó una comparación entre Masha y Garbiñe Muguruza, representada por IMG y que ocasionalmente ha trabajado en Brandenton. “Me recuerda a Maria, no avisa: un, dos, tres… y la otra, sin enterarse, ¡pam!, está ya en el suelo”, radiografiaba.

Nick Bollettieri posa con una raqueta.
Nick Bollettieri posa con una raqueta.Jean-Yves Ruszniewski (Getty)

Sobre él, a su vez otro producto típicamente estadounidense, se ha hecho mucha literatura e incluso cine. El documental Love means zero (2017, Jason Kohn) fue premiado en el Festival de Montreal. “Fui el primero en hacerlo, en entrenar a niños, en cambiar el concepto. Fui en dirección contraria a todos los demás”, señala orgulloso. “Era como un padre y nos disputábamos su amor”, dice en la cinta Courier. “No es solo un coach [entrenador] de tenis, sino de vida”, recalca Becker, al que dirigió desde el banquillo entre 1993 y 1995, tras partir peras con Agassi. Este último retrata y pone los pelos de punta: “La presión constante, la competitividad salvaje, la falta total de supervisión por parte de los adultos nos va convirtiendo lentamente en animales. Allí [en Bradenton] domina una especie de ley de la selva”.

En 2014, el Salón de la Fama del Tenis inscribió el nombre de Bollettieri, casado ocho veces y que empezó impartiendo clases a 4 dólares la hora; la tarifa ascendió a casi 1.000. A pesar de que en 1987 vendió la academia a International Management Group (IMG), continuó presidiéndola, y siguiendo esa línea devoradora la empresa hizo extensible el modelo a otros deportes (baloncesto, golf, tenis, béisbol…) para adueñarse del mercado. En los últimos años se dejaba ver de vez en cuando por algún torneo, aunque desde hace tres su salud se deterioró sensiblemente. Aun así, hasta bien tarde mantuvo la rutina de amanecer a las 5.30 y arrancar el día con el ejercicio físico. “Al contrario de lo que habéis oído, estoy vivito y coleando”, transmitió a través de sus redes sociales el 20 de noviembre, para desmentir los rumores de su muerte. Se despide ahora, y resuena: “En la vida, si no haces nada malo no llegas a la cima de la montaña”. De principio a fin, el viejo y rudo Nick.

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Sobre la firma

Alejandro Ciriza
Cubre la información de tenis desde 2015. Melbourne, París, Londres y Nueva York, su ruta anual. Escala en los Juegos Olímpicos de Tokio. Se incorporó a EL PAÍS en 2007 y previamente trabajó en Localia (deportes), Telecinco (informativos) y As (fútbol). Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Navarra. Autor de ‘¡Vamos, Rafa!’.

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