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El dopaje en Kenia, la gran paradoja del paraíso de la carrera de fondo

Decenas de atletas del valle de Rift dan positivo en una industria obligada a mantener unos ritmos imposibles en los maratones de todo el mundo

Carlos Arribas
Philemon Kacheran, en el maratón del aeropuerto de Twente, en 2021.
Philemon Kacheran, en el maratón del aeropuerto de Twente, en 2021.Dean Mouhtaropoulos (Getty Images)

La federación keniana de atletismo dice que no tiene sentido ya organizar la gala anual para premiar a sus mejores atletas. Total, explican, dentro de unos meses aquellos a los que premiamos acabarán siendo descalificados por dopaje. Así se respira en las alturas de Kenia, el pulmón del maratón mundial. No hay prácticamente semana en la que la Unidad de Integridad del Atletismo (AIU), la agencia independiente de lucha antidopaje en el atletismo, no informe de que uno o varios maratonianos kenianos han dado positivo.

Marius Kipserem, Diana Kipyokei, Betty Wilson Lempus, Ibrahim Mukunga, Kenneth Kiprop Renju, Mark Kangongo o Philemon Kacheran son algunos de los nombres publicados en los últimos meses. Kipserem, ganador del maratón de Rotterdam en 2016 y 2019, dio positivo por EPO, un producto que pocos se arriesgan a utilizar ya. Igual que Diana Kipyokei, ganadora del maratón de Boston en 2021, por el corticoide triamcinolona. Por su victoria percibió 150.000 dólares. Kacheran, suspendido tres años por testosterona, es uno de los mejores amigos de Eliud Kipchoge, con quien se entrena en Kaptagat. Es la cuarta, de entre las más de 50, liebre que ayudó a Kipchoge a correr en menos de dos horas en el maratón de Ineos en 2019.

Hay una Kenia mítica, su valle del Rift, y decenas de webs y folletos comerciales no muy diferentes de los que les llegan a los novios de lugares paradisiacos para sus lunas de miel, que ofrecen a los que sueñan con ser grandes maratonianos la verdadera experiencia mística a 2.000 metros de altitud, donde la sangre se enriquece por la ausencia de oxígeno, amaneceres en la sabana, entrenamientos en caminos de arcilla roja entre verdes campos y mugidos de vaca, vida de asceta del atletismo. Un té al caer la tarde y a las ocho en la cama.

En Iten, en Eldoret o en Kaptagat, esos campos que los turistas europeos o estadounidenses o japoneses visitan para pasar un par de semanas, vivir la vida ascética del corredor de fondo y acumular experiencias, miles de atletas kenianos se entrenan duramente para vivir del atletismo. Los crean, organizan y dirigen mánagers y agentes, en su mayoría europeos —Gianni Demadonna, Federico Rosa, Jos Hermens...—, que los preparan para que compitan todo el año por todo el mundo. “Son verdaderos hoteles con zonas de entrenamiento”, explica el mánager español Juan Pedro Pineda. “Tienen todos los servicios. Son un lujo en un país tan pobre”.

Correr es su trabajo. Mano de obra superespecializada para la industria mundial del running, la carrera en asfalto: miles de pruebas de todo tipo de distancia, con centenares de miles de corredores populares gastando zapatillas de a 200 euros el par.

Son buenos para ello. Los mejores. En calidad (el plusmarquista mundial, Eliud Kipchoge, 2h 1m 9s, es keniano) y en cantidad: de los 5.517 atletas que han bajado alguna vez de 2h 16m 30s en maratón, 1.523 son kenianos, y 583 etíopes, los vecinos del valle del Rift que dieron vida al primer mito del maratón, Abebe Bikila. Españoles solo hay en esa lista 83. Entre los 200 primeros, los que han bajado de 2h 6m, no hay ningún nacional, y sí 97 kenianos y 72 etíopes. La plusmarquista mundial, Brigid Kosgei (2h 14m 4s), es keniana, y de las 1.200 mujeres que han bajado de 2h 30m en la historia, 203 son kenianas y 260 etíopes. ¿Españolas? 12, y ninguna ha bajado de 2h 26m. El récord nacional, 2h 26m 51s, ocupa el puesto 570 en la lista mundial.

Los maratonianos kenianos no buscan la gloria deportiva, no persiguen el sueño olímpico. No todos son Kipchoge, mesías del maratón y doble campeón olímpico. Tampoco aspiran a serlo. Entrenan, viajan a cualquier ciudad del mundo, compiten, regresan, entrenan... Ahorran, alimentan a su familia.

El fisiólogo sueco Bengt Saltin fue el primero que quiso encontrar el secreto de su calidad. Habló de la vida en altitud, de cómo la carrera a pie era la única forma de moverse, de cómo la evolución les había hecho más eficientes, de cómo prácticamente sus piernas carecían de gemelos, músculos que les daban peso y no velocidad... La genetista Blanca Bermejo avanza otras posibilidades. “Hay probablemente un vínculo con la microbiota intestinal, la llamada flora intestinal, en concreto la bacteria veillonella atypica y el rendimiento deportivo”, explica la especialista. “En las heces de los corredores de maratón hay un aumento de esta bacteria que metaboliza el lactato”. El lactato es el residuo de la quema de glucógeno para producir energía, y su subida acaba paralizando el músculo. Genéticamente, tienen capacidad para correr incansables a 20 kilómetros por hora, a ritmos de tres minutos el kilómetro, para maratones (42,195 kilómetros) en 2h 7m.

“Pero las marcas han mejorado tanto en los últimos dos años, ya sea por las zapatillas atómicas ya sea por lo que sea, que con esos tiempos ya no se va a ninguna parte”, señala Miguel Mostaza, mánager español que contrata atletas para las grandes maratones. “Con 2h 5m, pueden aspirar a algo. 2h 6m ya no es nada en el máximo nivel. 2h 8m ya es tercer nivel. Para ganar algo de dinero necesitan estar muy por debajo. Y las marcas comerciales presionan muchísimo para que mejoren siempre los récords. Una victoria en un maratón normal son unos 40.000 euros... Construirse una casa en Kenia son 6.000 euros... Es una dinámica endiablada: para ganar lo mismo hay que correr más. Y el cuerpo tiene un límite”.

Es una economía, un mundo, en la que los controles antidopaje no son sino reflejos del mundo deportivo, un sistema ajeno, que no entienden, y que les rompe. “Los mánagers no tienen nada que ver aunque de vez en cuando las autoridades kenianas les señalan con el dedo”, añade Pineda. “Todo es iniciativa individual, una minoría. Si hablaran y denunciaran a los médicos que les dopan, quizás empezarían a cambiar las cosas. Viven de correr maratones. Es un trabajo, no un deporte. No buscan medallas”.

Marc Roig, fisioterapeuta en Kaptagat, en el campo de entrenamiento de Kipchoge, forma parte también de la organización del maratón de Valencia, en el que la etíope Letesenbet Gidey intentará el 4 de diciembre batir el récord del mundo. Habla fuerte y claro. Habla de dolor y tolerancia cero. “El dopaje es una catástrofe deportiva, porque ya no sabemos quiénes son los verdaderos campeones, y un desastre para las carreras en ruta porque ahuyenta a los patrocinadores. En el Maratón y Medio Maratón de Valencia hay tolerancia cero, porque hemos sufrido el engaño de algunos atletas”, dice Roig. “Así que, desde 2018, ya no invitamos ni pagamos fijo a corredores que hayan sido sancionados en firme por dopaje, aunque hayan cumplido su sanción. Pueden ir a otras carreras, pero no a las nuestras., por la misma razón que un político condenado por corrupción, por mucho que haya cumplido su condena, no debería tener la oportunidad de ganar nuevamente las elecciones. Además, como sabemos que uno de los problemas de dopaje es la falta de medios, en 2018 contribuimos de forma voluntaria con la AIU con 50.000 dólares para ayudar en los controles sorpresa”.

Kenia, la gran paradoja. La mina del maratón, y el peligro.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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