Nadal, el rey de lo increíble: lesión, remontada y a semifinales de Wimbledon
El español, mermado por el abdominal, voltea un duelo al límite contra Fritz (3-6, 7-5, 3-6, 7-5 y 7-6(4), tras 4h 21m) y decidirá este jueves si se mide con el mejor Kyrgios
La Catedral de Wimbledon estalla, todo el mundo en pie. No puede ser de otra forma: bienvenidos a lo inverosímil. Sigue Rafael Nadal desafiando a toda convención y toda lógica, a ese chasis que le pide que levante la bandera blanca. Esta vez es el abdominal el que azota. Lo hace pronto, pero él se rebela y se rebela contra su desgracia. Así, lesionado, acorralado y con el agua al cuello, al límite, reduce a Taylor Fritz (3-6, 7-5, 3-6, 7-5 y 7-6(4), tras 4h 21m) y se procura la semifinal de Wimbledon contra el australiano Nick Kyrgios, primerizo en la escala y convencido: 6-4, 6-3 y 7-6(5) a Cristian Garín). El entrevistador procede a transmitir el sentir general: “¿Cómo lo has hecho, Rafa?”. Y él, el campeón de nunca acabar, tampoco encuentra palabras y previene a la vez: “No lo sé. Disfruto jugando este tipo de partidos y de la energía de esta pista… ¿La semifinal? Lo primero, espero estar listo para jugar”. Así acaba este miércoles incomprensible. O no tanto, tal vez. La explicación está en el apellido: Nadal. Así arranca todo.
De físico aparentemente liviano, Fritz pelotea de entrada como si estuviera cansado y la raqueta le pesara una tonelada, lento en las maniobras y predecible. Como si acabara de amanecer para él. En cambio, al madrugador Nadal le ha sonado pronto el despertador y viendo el pasillo despejado muerde, acelera y ataca la red, dilatando la inercia de la ronda previa. Tiene apetito el mallorquín y disfruta de casi media hora de banquete en la que todo funciona de maravilla: del servicio al resto, pasando por el drive y el revés, sin olvidar el cortado. Hasta ahí, una puesta en escena impecable. Nota alta. Nadal en esa versión expansiva y dominadora que invita a pensar en otro salto de nivel, necesario para enfilar a tono la recta de las semifinales.
Un treintañero con una gorra de los Yankees se desgañita desde uno de los fondos para intentar darle un empujón a Fritz, siempre perezoso el estadounidense, inspirado por ese sonidillo orgásmico que actúa de estimulante y le obliga a sacar la primera pierna de la cama. Poco a poco, de forma muy extraña, llega el giro. Él (24 años y 14º del mundo) ya se ha quitado las legañas, comienza a ganar vuelo, el tenis de Nadal se emborrona y todo se iguala. Del 3-1 al 3-3, y a continuación otro zarpazo del norteamericano. El mallorquín cede el saque con una doble falta y se reclina hacia adelante, en un gesto que repetirá en el segundo parcial, cuando el partido ha entrado en un bucle y se reproduce la secuencia.
¿Qué demonios está pasando?, se pregunta el respetable de La Catedral, que en el 3-3 del segundo set (3-0 de partida) confirma una situación de emergencia: Nadal no está bien. Algo pasa. Se le ha torcido el gesto, ha perdido la movilidad y a la hora de sacar apenas levanta un palmo del césped, protegiéndose de no se sabe qué. El pie funciona aparentemente bien, o al menos no se advierte ninguna evidencia, y empieza a cobrar fuerza la teoría del percance abdominal. Seis días atrás, en la segunda estación del torneo, el balear había jugado con un parche protector en la zona frente a Ricardas Berankis y lo atribuía a unas agujetas asociadas, decía, al prolongado periodo sin pisar el verde.
Supervivencia a muñecazos
Emplazaba ese día a hablar de tenis, y no de su cuerpo. Y repetía dos o tres veces: “Si el físico me deja…”. Una coletilla muy a tener en cuenta que inoportunamente viene a la cabeza de los asistentes cuando solicita la atención médica y se refugia durante cinco minutos en el vestuario.
A la vuelta, la situación no varía. Nadal es un tenista sin saque y a Fritz, aparentemente, se le han abierto las puertas del cielo. Sin embargo, el incidente repercute tanto o más en el juego del estadounidense, que pierde la ebullición y se desconcierta: sirviendo a 165 kilómetros por hora –cuando suele promediar unos 180 con los primeros–, el español tira de muñecazos y salva un juego y otro, y al final le clava un estacazo para llevarse el set. Lo increíble, otra vez. La central inglesa, consciente de la herida anímica del héroe y de todas las penurias físicas que ha tenido que soportar durante el último año, pie, costilla y musculatura, estalla y le arropa. La historia no debe terminar así. Quizá ahora, quizá hoy, pero no de esta manera. No es justo.
25 shots of pure tennis theatre 🎭@RafaelNadal 🤝 @Taylor_Fritz97#Wimbledon | #CentreCourt100 pic.twitter.com/KwZg3hpOye
— Wimbledon (@Wimbledon) July 6, 2022
“Estoy cansado de hablar sobre mi cuerpo, cansado de mí mismo y de todos los problemas que tengo”, exponía dos días antes, después de apear al neerlandés Botic van de Zandschulp el lunes.
Entretanto, desde el box de Nadal interviene su padre Sebastià, que en el cruce de miradas le hace un ademán muy claro con las manos, como si no lo conociera: ¡Sal de aquí, hijo, vete ya! Flanquean al patriarca y respaldan la petición su hermana Maribel y su agente, Carlos Costa. Él observa y sopesa, pero escoge lo contrario. Ya es mayorcito; son 36 primaveras, y un retoño está en camino. Un umbral del dolor que escapa a cualquier lógica. Hace falta mucho más que una serie de punzadas, una rotura o lo que sea que tenga ahí para sacarle de una pista de tenis, y más si está en juego lo que está en juego estos días. Así que insiste y resiste, la leyenda se rebela. Se retuerce, crecen las dobles faltas (7), gotean los aces (19) del rival. Pero aun así sigue ahí.
Continúa sin poder sacar con normalidad y sobrevive generando potencia de la nada, expuesto en teoría a una tormenta ante las primeras devoluciones de Fritz, que no aprovecha los caramelos. El estadounidense deja pasar el tren y respira profundo. Es otro tullido. Ha saltado a la pista con un vendaje compresivo en el muslo izquierdo del que termina deshaciéndose. Ahí debajo también hay tapes, más cintas. Sucedió en marzo sobre el cemento de Indian Wells, se repite este miércoles en el prado de Londres. En la final de California, los dos también guerrearon mellados. Entonces, el norteamericano padecía de un tobillo y dudó si competir o no. Le salió bien la apuesta. Un Masters 1000 a la mochila y una muesca para contar y guardar toda la vida. Rendir a Nadal, esté como esté, supone una quimera.
Las dos caras de la veteranía
“Vamos a esperar un poco…”, le dice el español a la fisio, mientras desde el palco siguen instándole a la renuncia ante la posibilidad de un daño a medio plazo. Ahí se queda. Ahí sigue. Erre que erre.
Clava la mirada en el suelo, le da vueltas al coco y está en trance durante diez interminables segundos; apoya la mollera en el muro por la frustración. Pero no va a cambiar de opinión. Y no solo no vuelve la cara, sino que endurece el partido y fuerza al estadounidense con el cortado y las dejadas, a partir de esta veteranía de dos caras, tan dulce y tan amarga a la vez, en la que ha perdido un punto de chispa atlética y en la que su carrocería le pide clemencia día tras día, pero en la que ha incorporado otras fabulosas herramientas. Oficio y más oficio. Además de ser muy bueno, Nadal es más listo que el hambre.
Su catálogo tiene infinidad de soluciones, el mejor equipo de supervivencia. Se sostiene y aguanta a los vaivenes. No hay zarandeo que lo arrugue, no hay sopapo que le quite el color: de break a break en la cuarta manga, se mantiene en pie, aprieta los dientes, pelea, se agarra con ventosas al partido y lo dilata hasta el quinto set para júbilo de la vieja central de Londres, entregada ante la demostración. Otro ya estaría en la camilla, haciéndose pruebas y pidiendo el vuelo de vuelta. Él no. Frente a lo adverso, la inmensidad. Es Nadal, y solo hay uno. De una embestida a otra, primero el mallorquín y luego el de enfrente, se emplazan a resolverlo todo en el desempate, al cara o cruz. Y de ahí a la apoteosis: La Catedral se inclina ante el rey de lo increíble.
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