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Sterbik: “Los rivales me temían más que yo a ellos”

El portero, histórico de la liga Asobal y la selección, ha adelantado su retirada por la pandemia a los 40 años

Lorenzo Calonge
Arpad Sterbik celebra el oro europeo de 2018 con España.
Arpad Sterbik celebra el oro europeo de 2018 con España.GEORGI LICOVSKI (EFE)

La primera vez que Arpad Sterbik, con ocho o nueve años, le dijo a su padre que estaba entrenando de portero, la respuesta fue tajante: “Pero si ahí meten a los que no saben jugar. Tú tienes que ser lateral”, le exclamó. Lateral como él. Esa había sido, en realidad, la primera posición en el balonmano de aquel niño nacido a finales de los setenta en Senta, en la zona serbia de la antigua Yugoslavia, hasta que por accidente fue colocado bajo palos y empezó a parar y parar. Su progenitor, no obstante, no se dio por rendido a la primera y se marchó a hablar con los técnicos de su hijo. “Les pidió que hicieran de mí un lateral”, recuerda Sterbik. Por suerte, nada cambió y ahí comenzó a construirse un gigante de este deporte que ahora, a los 40, anuncia la retirada.

“En las últimas una o dos temporadas he tenido pequeñas molestias físicas y veo que ya no es lo mismo”, reconoce. “Al 70% no quería seguir. Cuando estás acostumbrado a un nivel y no puedes dar lo que todos esperan de ti, me pongo nervioso. Por eso he dicho basta”. La decisión la tenía tomada y hablada con su club, el Veszprem, hace meses, y es irrevocable. Ni aunque pueda volver la competición este curso se calzaría de nuevo las zapatillas. Desde ya sus planes de vida son otros. Ayudará como entrenador de porteros en el equipo (su sustituto para la siguiente campaña es el español Rodrigo Corrales) y se lanzará a producir vino. “Tengo un terreno cerca del lago Balatón y voy a poner unas uvas pensando en la familia y los amigos. A ver qué sale. Sobre todo me gusta el tinto, y en verano también los blancos y rosados. Cuando hace mucho calor, le echo agua con gas y lo tomo como un refresco”, comenta relajado desde su casa en Hungría recién llegado al domicilio. “Aquí podemos salir a la calle, la cosa está bastante bien. Por la mañana pongo las noticias de España y Serbia, y no tiene nada que ver”, afirma.

De su palmarés cuelga una retahíla de títulos y distinciones: seis medallas internacionales (dos con Yugoslavia y cuatro con España), seis ligas Asobal, cuatro Champions y el premio en 2005 al mejor jugador del mundo. Allí por donde pasó (Ciudad Real, Atlético, Barcelona, Vardar o Veszprem) resultó decisivo. “He jugado la Liga de Campeones 20 años y, poco a poco, he notado que los jugadores tenían más miedo de mí que yo de ellos”, confiesa. Detrás de ese guardameta con pinta de pachorra se escondía un tipo estudioso y concienzudo cuya sola presencia intimidaba. “Al final, con los veteranos ya no tenía ni que preparar. Sabía más o menos qué podía esperar de ellos, cómo tiraban según el momento del partido. Si no, es imposible llegar a un lanzamiento de siete u ocho metros a 120 kilómetros por hora. Con los jóvenes me costaba más. La portería tiene cuatro esquinas y muchos sitios”, señala.

Analizaba a los rivales y, si hacía falta, aparecía en el pabellón con la chuleta en la mano. Así fue, por ejemplo, para las semifinales del Europeo de 2018 contra Francia, en el que fue reclutado de urgencia por la lesión de Gonzalo Pérez de Vargas. El día anterior estaba comiendo patatas fritas en casa de Macedonia y en unas horas se plantó en Croacia para detener tres de los cinco penaltis galos tras un mes inactivo. En el vestuario, todos le felicitaron por sus intervenciones mientras él estaba fastidiado por los dos que le colaron. En la final ganada ante Suecia resultó aún más decisivo y le concedieron el MVP. “Me lo dieron porque pensaban que me iba a retirar”, apunta riéndose.

“En este balonmano, los porteros son más importantes que los finalizadores. Marcan las diferencias. Puedes jugar muy bien, pero si tienes enfrente un guardameta con el día bueno, te mata psicológicamente”, advierte. “Los hay más atléticos, con más salto, mejor reacción, pero para ser portero hay que nacer y estar bien de la cabeza”.

Él dice que lleva sin correr diez años. “Solo dos metros a la derecha y dos a la izquierda. Bajo palos me puedes dejar 12 horas, pero si hay que levantar pesas y correr no me gusta mucho. Una vez me piqué con Rutenka, echamos una carrera y terminé con una microrrotura en los isquios. Talant [Dujshebaev, su entrenador] se cabreó y me dijo que ya no podía correr”, relata este corpachón de dos metros de alto y 120 kilos de peso que hasta hace dos días detenía lanzamientos con la pierna extendida hasta por encima de la cabeza.

El Veszprem húngaro fue su primer gran club y el último, dirigido ahora por el hispano David Davis. En medio, estuvo diez años en la Asobal: siete temporadas en el Ciudad Real, una en el Atlético y dos en el Barça. Aterrizó con 24 años en Madrid, preguntándose a 2.500 kilómetros de su casa “adónde iba” mientras cogía el AVE a la Mancha a 40 grados, pero no le costó echar raíces. En 2008 se nacionalizó y empezó a jugar con la selección. “Yo ya no quería ir con Serbia por cosas privadas que prefiero no hablar. Me propusieron hacerlo con España y acepté. Mucha gente dijo que lo hice por dinero, pero nada de eso”, subraya. En 78 internacionalidades se colgó un oro y un bronce mundial, y un oro y una plata europeas. Figuraba, incluso, en la prelista para los Juegos.

Ese puesto será para otro. Se marcha un jugador de época y de otra época, un portero que en sus últimos coletazos se sentía diferente en el vestuario. “Ahora es distinto, en pensamiento y en todo. He estado con los más grandes y me gustaba más la forma de funcionar de antes. No sé explicar por qué”, concluye.

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