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Universos paralelos
Columna
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Cookie Mueller: sonriendo hasta el desastre final

La actriz debía de creer en el viejo dicho: “Si del cielo te caen limones, haz limonada”

Cookie Mueller, en febrero de 1989 en Nueva York.
Cookie Mueller, en febrero de 1989 en Nueva York.Bob Berg (Getty Images)
Diego A. Manrique

Mi debilidad: me fascinan las crónicas vividas de los años hippies, cuando el mundo se volvió del revés. Resulta alucinante pensar en redes clandestinas de apoyo que funcionaban incluso a escala internacional. Como las que protegían al apóstol del LSD, Timothy Leary, tras organizar su fuga de una cárcel californiana. Confesiones de un adicto a la esperanza (Página Indómita) está escrito durante la huida, lo que implica —cuidado— que abunden las elipsis y los detalles camuflados.

La mayor delicia reside en encontrar aventuras hippies incrustadas en libros inesperados. Como Last Chance Texaco, de la cantautora Rickie Lee Jones. Una autobiografía cruda, que revela lo que hay detrás de esa imagen de bohemia exquisita. Desde 1969, cuando tenía 14 años, hasta que alcanzó la mayoría de edad, se escapaba regularmente por toda la Costa Este de Norteamérica, desde Mazatlán hasta la Columbia Británica.

Tuvo suerte. Cuando era detenida, se encontró con algunos policías comprensivos; sus amargados padres acudían al rescate. Entre tanto, se fue desilusionando de las monedas de uso común en la época: “Era evidente que mi cuerpo era lo único que servía para que me alimentaran o que ofrecieran la famosa hospitalidad hippy. Simulaban que aquello era el amor libre pero, una vez que te usaban, volvían a los viejos roles de las películas de los años cincuenta”.

Last Chance Texaco no ha sido traducida. Sí acaba de aparecer Caminar por aguas cristalinas en una piscina pintada de negro (Los Tres Editores), un risueño best of a partir de artículos y columnas de Cookie Mueller. Famosa como actriz de John Waters y del cine underground neoyorquino, Cookie también vivió el San Francisco florido de 1967. Donde conoció a la Familia (pero no a su líder, Charlie Manson), se dejó liar por el satanista Anton LaVey y el más torpe de sus discípulos, fue violada por un militante negro.

Pudo ser verdad o incorporar fantasías: Cookie no aceptaba que la veracidad fastidiara un buen relato. Hay otras historias que exhiben la textura de lo vivido, como la invitación al Festival de Cine de Berlín, donde acude con el cineasta Amos Poe cargando drogas… y descubre que en el Zollbehörde (Servicio de Aduanas) están frotándose las manos ante tan llamativos visitantes.

Una persona con menos aplomo hubiera pedido conmiseración, redactando un Mis peores aventuras. Pero la protagonista de Caminar por aguas cristalinas en una piscina pintada de negro apechuga con todo: se apunta a viajar al Caribe en un velero tripulado por amigos sin experiencia náutica, sobrevive al encoñamiento de un asesino en serie, soporta unas vacaciones con una amiga en Sicilia, donde el acoso masculino es abrumador (“quizás no están acostumbrados a las rubias de Estados Unidos”). Cookie se rebela contra su fama: “¿Por qué todo el mundo cree que soy una salvaje? Lo que ocurre es que tropiezo con lo salvaje, que se cruza en mi camino”.

Cookie se lanza al mundo con los ojos muy abiertos y experimenta la amabilidad de los extraños. En la Italia peninsular se enamora del que será su gran compañero, Vittorio Scarpati. Hasta que tropiezan con el monstruo del sida. Cookie y su marido mueren a finales de 1989. Siguiendo sus instrucciones, sus cenizas están repartidas entre cuatro continentes.

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