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La madurez de la idea de Europa llega desde el Adriático con Robert Kaplan

El periodista narra su viaje por las costas e interiores del este de Italia, una experiencia que se convierte en ensayo geopolítico, crítica literaria y reflexión sociológica sobre el viejo continente

El Gran Canal de Venecia pintado por Canaletto, alrededor del año 1.730.
El Gran Canal de Venecia pintado por Canaletto, alrededor del año 1.730.Heritage Images (Heritage Images / Getty Images)

Cabe la posibilidad de encomendar la misión de determinar qué es Europa a un asesor militar estadounidense, analista e historiador. Robert D. Kaplan, reputado escritor de viajes y de la geopolítica, ofrece una lectura bibliográfica del Adriático, como una manera de zambullirse en un mar que “define Europa central y oriental tanto como la definen el Báltico y el Mar Negro”.

Europa se presta a la figura del filósofo bizantino Jorge Gemisto Pletón, impulsor del Renacimiento italiano, muerto y exhumado en Mistrá, y más tarde enterrado en el Templo Malatestiano de Rímini; pero también Europa es el resultado de las ofensivas del sultán Mehmed II el Conquistador, cuyo avance militar en el siglo XV obligó a los discípulos de Pletón a mover sus reliquias a territorio italiano.

El asedio turco unificó el sentimiento cristiano y aportó coherencia a Europa por oposición al islam, pero, paradójicamente, el Imperio otomano otorgó empaque multicultural a Europa, frente al estado hobbesiano del rey y del papa, gracias a la presencia de los comerciantes católicos de Ragusa, los judíos sefardíes y askenazíes, los griegos ortodoxos, las poblaciones valacas y eslavas, los albaneses católicos, musulmanes y ortodoxos o las diversas escuelas islámicas provenientes de Oriente. Bizancio, y más tarde la Rumelia otomana, custodiaron los restos de Roma y de Atenas; se convirtieron, según Kaplan, “en una versión a escala reducida de un mundo clásico que se desmorona”.

Portada de 'Adriático: claves geopolíticas del pasado y el futuro de Europa' (RBA, trad. Isabel Murillo), de Robert Kaplan.
Portada de 'Adriático: claves geopolíticas del pasado y el futuro de Europa' (RBA, trad. Isabel Murillo), de Robert Kaplan.

La madurez para el escritor estadounidense es cuestionar el propio conocimiento. Noel Malcolm, académico de la All Souls College de Oxford, publicó Agentes del Imperio, caballeros, corsarios, jesuitas y espías en el mundo mediterráneo del siglo XVI, pero también una recensión crítica de Fantasmas balcánicos, un éxito de ventas, obra de Kaplan cuestionada por convertir sucesos infaustos de la región en arquetipos. En Adriático: claves geopolíticas del pasado y el futuro de Europa (RBA, traducción de Isabel Murillo), el escritor se entrega a la academia como una suerte de parapeto intelectual, pero también de ejercicio de superación para llegar a esas estribaciones en donde a Europa le cuesta reconocerse a sí misma.

Kaplan recurre a Ezra Pound, Charles Olson, James Joyce o T. S. Eliot como salvoconductos para recorrer una Europa tan luminosa como oscura, de poetas y estrategas, compositores y bandoleros, donde los idealismos europeístas titubean solo con observar la neblina que surge sobre las lagunas poco profundas de Venecia. Los quebrantos literarios, con sus pliegues psicoanalíticos, pueden guiar los sentimientos del lector en la formación cársica de cipreses y plantas aromáticas, los humedales dináricos o las playas de cantos rodados de las islas croatas, naturaleza difusa de un Adriático que parece inaprensible en el eterno dilema entre Occidente y Oriente.

El objetivo de la definición de Europa parece pretencioso, porque el sudeste europeo parece suspendido en la indefinición histórica, un espacio tentacular a lo largo del globo terráqueo, inclasificable por disonante para los patrones de rigidez occidental. El historiador Fernand Braudel decía que el Mediterráneo no era la frontera sur de Europa, sino el desierto del Sahara, cita Kaplan. La unidad geográfica continental se discute cuando observamos un paisaje de olivos en la cosa africana, igual que si estuviéramos en la misma Grecia.

El viaje por Venecia son los ecos de una república de casi 1.000 años, el sonido de la música de Claudio Monteverdi y Antonio Vivaldi, de los campanarios, del chapoteo del agua, de los tacones en las callejuelas poco transitadas, pero también de un recorrido donde en el Palacio Ducal se combinan el norte lombardo y el sur árabe, todo resultado del comercio regular con el Imperio otomano por los puertos adriáticos. La estética veneciana engaña al ojo, desvía la atención del espíritu pragmático que gobernó la vida de los mercaderes locales, pero también de pintores y escritores que se sirvieron de la belleza de la Serenissima para convertir la metáfora del pasado en un negocio que llega hasta el presente. Dice Kaplan: “Venecia me deprime, porque sé que cuando escribo sobre ella estoy compitiendo con los grandes”, con la Venecia observada de Mary McCarthy, con Marca de agua de Joseph Brodsky o con Venecia de Jan Morris.

Vecina de la ligereza veneciana se encuentra Trieste. La ciudad habsburgo-italiana es la intimidad de la Mitteleuropa, “una anciana y distinguida aristócrata” sentada frente al mar sobre la encrucijada latina, centroeuropea y eslava. Es inevitable que a partir de aquí se manifieste un Adriático de tertulias en el Café San Marco, donde desfilan Claudio Magris o Paolo Rumiz, como antes Patrick Leigh Fermor, voces que saben viajar por todo el sudeste europeo y cruzan el Danubio, para seguir los cauces serpenteantes del Drina o el Morava. En el Adriático parece que Europa migra hacia el sur, es la imagen en su escritorio de sir Richard Francis Burton, explorador británico y cónsul en Trieste, quien tradujo al inglés Las mil y una noches en la década de 1880. “Sin lugar a dudas un documento subversivo para una época posmoderna de creencias puritanas”, opina Kaplan al respecto.

La costa eslovena de Piran es el lugar de origen del violinista Giuseppe Tartini, también de los pescadores eslavos, altos y recios, “cuyas consonantes eslavas eclipsan las vocales operísticas del italiano”, allá donde los camareros sirven en las terrazas slivovitz y limoncello, pero también donde comienzan los márgenes balcánicos, donde Chateaubriand declaraba que empezaba la barbarie, donde la cultura occidental exotiza al vecindario y a sus ancestros. La comunidad italiana desde la península de Istria se convierte en etnia, en los territorios de Rijeka, antigua Fiume, desde donde parte la autobiografía de Marisa Madieri, Verde agua, uno de los cantos más bellos y trágicos a la vida adriática.

Retrato de Robert D. Kaplan.
Retrato de Robert D. Kaplan.Sally Montana/Redux (Sally Montana/Redux)

En la región de Dalmacia, la piedra blanca de la isla de Brač conformó el palacio de Diocleciano en Split, pero también, 15 siglos después, la Casa Blanca o el Reichstag de Berlín. El Adriático emerge entre fronteras volátiles, terminales de gas e infraestructuras financiadas por la UE y China. No muy lejos de allí, en la isla de Vis, la antigua polis griega conocida como Issa, el filósofo Srećko Horvat, la modelo Pamela Anderson y el escritor Robert Perišić, entre otros, construyen una escuela social autónoma, un proyecto cooperativo para el pensamiento.

Una autonomía como la que tuvo la histórica ciudad estado de Ragusa (Dubrovnik), tan ambivalente en su condición cristiana, como veneciana en su supervivencia frente a los bombardeos del Ejército Popular Yugoslavo, siglos cercada y también tributaria del Imperio otomano, pero también poseedora de una colonia marítima en Goa, en la costa de Konkan, en la India. El conquistador no puede ser ajeno al influjo del conquistado, y en esta zona confusa Europa es global, porque la costa adriática y sus conexiones se extienden a Acre, Singapur o Hong Kong, desde los tiempos en que Marco Polo navegaba desde la isla de Korčula, casa de veraneo varios siglos después de los filósofos no alineados yugoslavos del grupo Praxis. La bahía de Kotor, frente al abrupto terreno montenegrino, es otra vía de entrada al Mediterráneo, pero también al corazón de los Balcanes. Son también los territorios de la Iglesia ortodoxa que, como dice Kaplan, “ayuda a conformar la transición de la Europa occidental al Oriente Próximo”.

Predrag Matvejević, profesor y ensayista de Mostar, ciudad herzegovina a 50 kilómetros de la costa, donde el salitre se diluye en las aguas turquesas del Neretva, opinaba en su Breviario mediterráneo que Europa se había concebido en el Mediterráneo, pero también que el Mediterráneo no es meramente geografía. El Adriático tampoco lo es, es la Europa sin contornos, el impulso cosmopolita, como la familia albano-veneciana Bruni, del siglo XVI, “cómodamente habituada a sus contradicciones”; uno de cuyos miembros fue capitán de un buque papal en la batalla de Lepanto en 1571, intérprete de venecianos y otomanos, miembro de una red de espionaje española en Estambul y finalmente primer ministro de Moldavia. El Adriático es donde Europa asume sus paradojas geográficas e históricas, también religiosas, y más allá. Recuerda el escritor estadounidense que Marci Shore, profesora de historia en Yale, encontró el ideal de Europa en una orquesta filarmónica que tocaba el Himno de la alegría, en el puerto de Odesa.

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