¿Cómo era el auténtico Drácula? Cuatro ‘historiadores químicos’ buscan la respuesta en las proteínas
Dos empresarios israelíes de la biotecnología y dos químicos italianos analizan tres cartas del siglo XV firmadas por el príncipe de Valaquia Vlad el Empalador, en el que se inspiró Bram Stoker para crear su conde vampiro
En su novela de 1897 sobre el vampiro más famoso de la historia, Bram Stoker menciona más de 200 veces la sangre o el color rojo, en ocasiones al hablar de los ojos de Drácula. “Lo último que vi fue al conde enviándome un beso con la mano, con un rojo destello de triunfo en los ojos y una sonrisa que habría enorgullecido al mismísimo Judas en el infierno”. Uno de los protagonistas, Jonathan Harker, declamaba así, por ejemplo, antes de quedarse a solas en el castillo de los Cárpatos con las “hermanas”, tres vampiresas que preveían “besos para todas” porque Harker ―que huyó por fidelidad a su prometida Mina― era “joven y fuerte”.
¿Tenía Vlad Drácula, el cruel príncipe europeo del siglo XV que inspiró el libro, hemolacria (sangre en las lágrimas)? ¿O era solo un recurso literario de Stoker para aludir al deseo sexual y al Eros y al Tánatos en la conservadora Inglaterra victoriana (y que acabó obligando al Drácula más icónico del cine, Christopher Lee, a actuar con unas lentillas rojas que odiaba)? Dos empresarios israelíes del campo de la biotecnología y dos químicos italianos buscan estos días la respuesta, y otras muchas, en las proteínas que Vlad Drácula dejó hace medio milenio al firmar tres cartas.
La palabra Dragulya se puede ver en la firma de uno de los documentos, custodiados por el Archivo Nacional de Rumania, y en el sello rojo de cera de otro. Era uno de los seudónimos (por su padre, Vlad Dracul) de Vlad III, también conocido como El Empalador (Tepes en rumano) por su querencia por matar así a sajones de Transilvania y otomanos. Nacido en Transilvania en 1431, gobernó con mano de hierro y alianzas cambiantes Valaquia, un extinto principado en la actual Rumania.
En una de las cartas, fechada en 1475, muy poco antes de morir en el campo de batalla, se presentaba como “príncipe de las regiones transalpinas” al informar a los burgueses de la ciudad transilvana de Sibiu de que se instalaría allí. Ya circulaban por entonces relatos sobre su brutalidad al mando de la vecina Valaquia, entre ellos uno sobre cómo los otomanos descubrieron aterrados un “bosque de empalamientos”. En Rumania es considerado un héroe nacional que defendió su tierra en una época dura en la que pocos gobernaban con contemplaciones.
Hace tres años, los israelíes Gleb y Svetlana Zilberstein, ambos de 53 años, y los italianos Pier Giorgio Righetti, de 81, y Vincenzo Cunsolo, de 60, obtuvieron permiso para analizar los documentos con un sistema que recaba ―sin dañarlas― las proteínas presentes por el contacto con alguna parte del cuerpo, el sudor, la saliva o las lágrimas. En condiciones adecuadas, pueden permanecer allí hasta millones de años. “No requiere arrancar una parte del objeto y las proteínas son más estables que el ADN, que se deteriora más con el tiempo”, explica Gleb Zilberstein en una cafetería de Tel Aviv, en Israel, adonde Svetlana y él emigraron hace 26 años desde su Kazajistán natal. Él es máster en Física y ella, en Economía, pero no son académicos tradicionales ni tienen plaza docente universitaria. Son más bien, como admite Gleb, “los típicos emprendedores israelíes de alta tecnología”. Righetti es, en cambio, profesor emérito de Química en la Universidad Politécnica de Milán, mientras que Cunsolo enseña Química Orgánica en la de Catania.
El sistema consiste en unos plásticos ionizados en la superficie que se depositan sobre el objeto. Absorben proteínas, otras biomoléculas y metales capaces de arrojar luz sobre las enfermedades, la medicación, la alimentación y hasta el entorno en el que vivió Drácula. “Trabajamos en dos direcciones. Por un lado, marcadores biológicos generados en el organismo de un ser humano. Por el otro, proteínas de microbios”, señala Gleb.
“Historia química”, les gusta llamarlo. “No somos detectives, aunque se pueda utilizar en análisis forenses”, dice Svetlana. El proceso permite determinar si una proteína proviene de un humano, de una rata o de un mosquito que se posó sobre el documento. También datarla. Es decir, distinguir si las proteínas humanas en la parte de la carta donde estampó su firma Vlad Drácula pertenecen a esa época o son posteriores. Siempre hay, eso sí, un punto de atribución, de asumir que ese marcador biológico corresponde en efecto a Drácula porque todo parece indicarlo. “Nos ayuda que el papel se elaborase entonces con fibras de algodón, se conserva muy bien”, apunta Svetlana. En cualquier caso, pocas manos han tocado esos documentos desde el siglo XV, a tenor del resultado preliminar de las pruebas.
Las enfermedades dictan el comportamiento
Los Zilberstein se muerden la lengua para no revelar sus conclusiones sobre Vlad III. Rehúsan hacerlo hasta que las confirmen en Italia, aunque adelantan que dos de las 10 proteínas humanas atribuidas a Vlad Drácula indican patologías. Entre las que han buscado están la arteriosclerosis ―el endurecimiento de las arterias, que puede obstruir las venas de la retina― o una conjuntivitis tan aguda que produjese sangre en las lágrimas. “Cuando tenemos información sobre enfermedades específicas, podemos aportar material a los historiadores para que especulen. Las enfermedades dictan el comportamiento”, subraya Gleb. No entran en la causa de la muerte porque ya se conoce (combatiendo a las fuerzas otomanas) y el cadáver nunca ha sido hallado.
Suelen centrarse en personajes históricos o literarios famosos. Y se documentan antes del análisis biológico para saber qué pistas buscar y poder conectar historia y química. En esta ocasión se decidieron por Drácula porque “es un personaje ideal para entender los juegos políticos de la época”, dice Gleb. “Queríamos entender quién era. ¿Un auténtico dictador o una víctima de la situación político-militar?”, agrega. También es interesante, añade, desde un punto de vista médico, por las múltiples leyendas sobre sus enfermedades, y para explorar las condiciones climáticas y el universo bacteriano previo a la llegada de Cristóbal Colón a América.
La primera misión conjunta de los cuatro científicos fue el manuscrito original de una novela clave del siglo XX: El maestro y Margarita, a la que Mijaíl Bulgákov dedicó sus últimos años de vida. El análisis reveló indicadores biológicos de que el escritor, que había ejercido como médico, tomaba mucha morfina y analgésicos por un trastorno renal denominado síndrome nefrótico. En otra investigación encontraron restos de oro, plata, mercurio y plomo en un manuscrito sobre la luna de Johannes Kepler, lo que los lleva a pensar que el destacado astrónomo y matemático alemán compaginó el método científico con la alquimia, aún popular en la Europa del siglo XVII.
“Generamos datos para destruir paradigmas. Los ponemos sobre la mesa y abrimos un debate”, resume Gleb. Por ejemplo, los historiadores ya coincidían en que George Orwell, el autor de Rebelión en la granja y 1984, murió de tuberculosis en 1950. Tras analizar una carta que envió a Moscú, ellos añadieron en 2018 una conclusión: que contrajo la enfermedad en el hospital en el que se recuperaba de un disparo durante la guerra civil española, a la que Orwell había acudido a combatir del lado republicano. También el ruso Antón Chejov tenía tuberculosis, pero creen que falleció de un ictus, por una proteína que hallaron en uno de sus análisis.
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