El chiste de juzgar a Hitler solo por lo malo
Los jóvenes no valoran la Transición por lo que evitó sino por lo que trajo o pudo traer
En Modelo 77, la película de Alberto Rodríguez sobre la situación infrahumana de los presos españoles durante la Transición, hay un funcionario encarnado por Alfonso Lara al que llaman El Demócrata porque se pasa el día con la palabra democracia en la boca. No es bueno ni malo: es un cínico. Todo un hallazgo. Convertida en el género literario de moda este otoño, la Transición se ha contado muchas veces como la obra de cínicos contra ingenuos, de lo probable contra lo posible. El consenso contra el desencanto. Dos mitos con pies de barro: uno póstumo y otro prematuro.
“Mi generación ya es adulta y hace tiempo que debería haber dejado de culpar a los padres de nada”, escribe Sergio del Molino en Un tal González, su libro sobre el político socialista que, hace ahora 40 años y con 40 de edad, entró en La Moncloa aupado por una apabullante mayoría absoluta. Del Molino, que nació en 1979, añade: “Quizá será hora de dejar de pedir explicaciones y empezar a narrar sin moralejas”, dejando de señalar con el dedo “a quienes levantaron la democracia”. El autor de La España vacía tiene razón al subrayar el elemento generacional, porque cada camada presenta sus propias reclamaciones.
Al rey Juan Carlos y a Jordi Pujol no se les medirá por sus sacrificios o mezquindades sino por sus discursos de NavidadAl rey Juan Carlos y a Jordi Pujol no se les medirá por sus sacrificios o mezquindades sino por sus discursos de Navidad
Apreciar ser hijos de la Transición más que nietos de la Guerra Civil también tiene fecha de caducidad. Para los más jóvenes ―y no solo para los que piensan que la Guerra fue un levantamiento contra Franco― la llegada de la libertad es como la llegada del agua corriente: historia, progreso, lo que tocaba. Nada heroico. Se aprecia solo cuando la cortan. Y quien dice libertad dice Estado de bienestar, la bendita religión de los moderados. No olvidemos que el 15-M se llevó por delante a Zapatero, al que en Italia se llegó a comparar con Zapata.
Lo que para los abuelos era lo máximo ―evitar otro enfrentamiento entre hermanos―, para los nietos es lo mínimo. Por eso de primeras juzgarán sin matices al rey Juan Carlos y a Jordi Pujol: ni por sus sacrificios ni por sus mezquindades, por sus discursos de Navidad. Moraleja viene de moral y es inevitable en todo relato. El poeta W. H. Auden lo dijo de sus colegas de oficio, pero vale para los políticos: “La integridad del escritor se encuentra más amenazada por los llamados de su conciencia social y sus convicciones políticas o religiosas que por las demandas de su codicia. Moralmente confunde menos ser engañado por un vendedor ambulante que por un obispo”. Se dirá que es injusto, pero la memoria inmediata funciona así. La remota, por serlo, requiere tiempo: el antisemitismo de Quevedo nos indigna menos que el de Céline. Mientras, y salvando todas las distancias, seguirá ocurriendo como en esa parodia televisiva en la que un falso Bertín Osborne pregunta a un falso Hitler mientras cocinan: “¿A ti no te molesta que solo te recuerden por haber provocado una guerra mundial?”. La cuestión es si sabemos qué tipo de presos hay hoy en nuestras cárceles.
Babelia
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