Sarajevo y Kiev, dos ciudades unidas por la guerra y el cine
El festival de la capital bosnia, creado durante el conflicto de los Balcanes, apoya a los cineastas ucranios y ejemplifica cómo un acto cultural puede resucitar el alma de una urbe
Sarajevo fue la última capital europea en sufrir un asedio en el siglo XX. Kiev ha sido la primera capital europea en ser atacada en una guerra en el siglo XXI. “Los primeros días de la invasión rusa, cuando bombardearon Kiev, aquí muchísimos recordamos nuestras vivencias en los noventa, lloramos pensando en un posible Sarajevo 2″, asegura Edin Forto, el primer ministro del cantón de Sarajevo, el más importante de los 10 que componen la Federación de Bosnia-Herzegovina. A su lado, en charla con EL PAÍS, el director del festival de Sarajevo, Jovan Marjanović, asiente: “Este certamen nació en 1995, cuando la ciudad aún sufría el asedio, y desde que empezó la ofensiva rusa, entendimos que teníamos que ayudar a sus cineastas, proyectando sus trabajos, creando un programa de residencias para sus creadores... En definitiva, abriendo nuestras secciones a Ucrania. No podemos vivir solo de gestos, hay que realizar acciones”. Esa línea emocional que une las dos urbes, que los bosnios subrayan en cuanto se les pregunta, recorre la programación de su certamen de cine, que celebra estos días la 28ª edición, convertido en el evento cinematográfico más importante del sudeste de Europa, y cuyos organizadores definen como el “motor de la reconstrucción del alma” de esta ciudad, y “posible ejemplo” de futuros festivales en Kiev.
A esa dolorosa conexión se refería el documentalista ucranio Serguei Loznitsa, el cineasta más importante de su país, cuando en la gala de inauguración el pasado viernes recibió el Corazón honorífico, homenaje que se completaba con una retrospectiva de su obra: “Los ucranios nos sentimos hermanos vuestros, y más en estos momentos. Gracias por no olvidarnos”. Dos días después, en una clase magistral matinal, apuntaba: “Apuesto por usar todas las herramientas posibles para emocionar al público. No soy un documentalista purista, la dramaturgia es para mí fundamental en los documentales. El cine sirve para influir en la gente”. Un par de horas más tarde, se proyectaba su filme Donbass (2018) en el cine Punto de Encuentro, una sala moderna de 191 asientos con dos entradas, una directa a través de un gris callejón lateral y otra atravesando el bullicioso café de la fachada principal. Ese domingo hubo media entrada, con espectadores como el matrimonio Tarik Gordić y Milica Džebo, ambos en mitad de los cincuenta años. “Nosotros no nos conocíamos, pero los dos vivimos aquí los casi cuatro años de asedio. En cuanto vi en televisión el ataque ruso, me eché a llorar”, asegura Džebo. Otros tres estudiantes universitarios, Matea Domuzin, Dragana Džombeta y Bojan Varda, nacieron después de aquella guerra. “Ya habíamos visto Donbass. Sin embargo, nos parecía importante venir aquí a apoyar a un autor como Loznitsa”, comenta Varda en un inglés cristalino.
Si algo le gusta subrayar a Marjanović (Sarajevo, 42 años) —que debuta como director del certamen, aunque lleva 19 años formando parte del equipo organizador— es que el festival, que cuenta con tres millones de euros de presupuesto, está pensado para el público, que va más allá de los vecinos de una ciudad con 280.000 habitantes, casi 400.000 si se suma su área urbana. “Tenemos muchos asistentes serbios, croatas y eslovenos, obviamente, pero también rumanos y turcos que vienen solo para ver películas”, cuenta. “Esta edición es la primera a pleno rendimiento tras la pandemia, y esperamos cerrar con 100.000 asistentes a las proyecciones”. El certamen ha pagado la estancia de EL PAÍS.
Y además está la industria. Estos días 1.200 acreditados se reúnen en CineLink, su apartado industrial. “Somos no solo el festival cultural más importante de Bosnia, sino que hemos creado el punto de reunión de la industria cinematográfica de esta zona de Europa, y este año además hemos atraído a visitantes de Europa Occidental”, subraya Marjanović. Entre las múltiples mesas redondas que se celebraron el primer fin de semana, hubo una centrada en los conflictos bélicos: ¿Puede el cine contribuir a fomentar la paz?
Curiosamente CineLink desarrolla sus encuentros en el hotel Europe, el de mayor solera y ampulosidad de la ciudad, a dos manzanas de la esquina más manida del siglo XX, aquella en la que, frente al puente latino sobre el río Miljacka, el archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero del imperio austrohúngaro, fue asesinado a tiros en junio de 1914 por un independentista yugoslavo, dando inicio a la Primera Guerra Mundial y al terremoto que acabó con las superpotencias monárquicas que durante siglos habían dominado Europa. En ese alojamiento desarrolló la película Hotel Europa (2016), que radiografiaba la situación emocional de su país, el cineasta Danis Tanović, el único bosnio ganador del Oscar gracias a En tierra de nadie. “Yo no creo que la actual situación de Kiev y el asedio que sufrimos en Sarajevo durante 1.425 días sean comparables”, cuenta Tanović a EL PAÍS. “Sí me parece que ambas ciudades son capitales de países que luchan contra invasiones. Sí creo que un festival de cine como este sirve para reconstruir el alma de una ciudad, para inspirar el ansia de tiempos mejores y para calmar una parte fundamental, el hambre cultural, del ser humano. Y espero que el año que viene Ucrania haya derrotado a Rusia y yo pueda asistir al certamen de cine de Mariúpol”.
En esa ciudad que en verano estalla de vida en las terrazas y los bares, en la que es palpable el aumento del turismo procedente del golfo Pérsico (países que además han invertido en la reconstrucción de Bosnia) y en la que apenas quedan huellas de agujeros de bala en las fachadas de los edificios del centro histórico —en cambio, la carretera hacia al aeropuerto sirve para constatar que aún queda mucho por restaurar, “especialmente en los suburbios”, como confirma el primer ministro Forto—, al atardecer miles de sus vecinos se dirigen a algunas de las cuatro salas al aire libre que monta el festival. La más grande, con capacidad para 3.000 personas, la bautizada como Coca-Cola (uno de los patrocinadores que más invierten en el evento), se esconde cerca del Teatro Nacional, la sede principal del certamen.
En un inmenso patio de manzana, en que cada lado contrasta por la diversidad de su arquitectura (un bloque de aburrido estilo soviético, varios anodinos edificios de apartamentos y un descascarillado inmueble de la época austrohúngara), se ocultan dos sorpresas. La primera son esas 3.000 sillas de plástico, la mitad de las cuales suben por una grada. La segunda, que la pantalla se apoya en dos casitas casi destartaladas cuyos dueños mantienen pequeños huertos. Ese tipo de inmuebles aparecen en cualquier recoveco de Sarajevo. “Sus propietarios se niegan a vender, probablemente porque son las casas en las que nacieron, y son como islas entre bloques austrohúngaros o de arquitectura otomana”, apuntan desde el festival. En ese recinto, un exultante Ruben Östlund presentó la película de inauguración el viernes, El triángulo de la tristeza, la última Palma de Oro de Cannes, y recibió otro de los Corazones honoríficos. Un cuarto de hora más tarde, repitió la presentación en la sala Stari Grad, también a cielo descubierto aunque mucho más pequeña, al otro lado del río de uno de los iconos de la ciudad, el Ayuntamiento y Biblioteca Nacional, que fue arrasada en agosto de 1992, y que ahora luce de nuevo, imponente, con el lustre de su estilo morisco español.
“Es importante que entiendas que si algo apasiona a los sarajenses es el cine”, cuenta el primer ministro del cantón y líder de la formación social-liberal Nuestro Partido. Durante la guerra, Forto (Sarajevo, 50 años) trabajaba como periodista, y recuerda perfectamente el inicio del festival en octubre de 1995: “Las latas de las 37 películas llegaron a través del Túnel de la Esperanza [800 metros a cinco metros bajo tierra que comunicaban el aeropuerto con el barrio de Dobrinja, y que sirvieron para introducir víveres en la ciudad y evacuar heridos durante el asedio]. Las entradas se pagaban con dinero o cigarrillos, y hubo 15.000 espectadores. Wim Wenders envió ¡Tan lejos, tan cerca! Pero sobre todo, recuerdo la cola de público esperando a ver Tres colores: azul, de Krzysztof Kieslowski, que se proyectaba en francés sin subtítulos en un sótano. Antes de la proyección empezó un bombardeo, y nadie se movió en la calle. Nadie. Había ansia de cultura, de normalidad. ¡Y todo por una película que no íbamos a entender!”.
Casi tres décadas después, el certamen proyecta en sus cuatro secciones a concurso 51 filmes, 20 de ellos estrenos mundiales. Además, hay otros apartados, como el mencionado homenaje a Loznitsa o Kinoscope, un panorama mundial en el que se incluyen tres películas españolas: Pacifiction, de Albert Serra; Unicorn Wars, de Alberto Vázquez, y la flamante Oso de Oro Alcarràs, de Carla Simón, que el sábado a las tres de la tarde casi llenó la sala del cine Punto de Encuentro (”Y eso que a la misma hora se proyectaba una película bosnia en la sección oficial”, apunta Marjanović).
Por las calles pasean y saludan a los bosnios este agosto reputados cineastas como Loznitsa, los estadounidenses Paul Schrader y Jesse Eisenberg —el actor presenta su primera película como director—, el sueco Östlund, el inglés Michael Winterbottom, el israelí Ari Folman y el actor danés Mads Mikkelsen, que recoge ahora el Corazón de Sarajevo de honor de 2020, una edición frustrada por la covid. Y por supuesto, otra figura local, Jasmila Žbanić, candidata al Oscar el año pasado con Quo Vadis, Aida? El pasado jueves, en una proyección en la sala Coca-Cola, como prólogo al certamen, Žbanić presentó un adelanto de su nuevo filme, un documental sobre el industrial, impulsor de los Juegos Olímpicos de Sarajevo y alcalde de la ciudad, Emerik Blum (1911-1984). Lo hizo para pedir la cooperación del público en su búsqueda de material fotográfico y anécdotas de Blum. Como muestra del buen conocimiento de la pasión de sus vecinos, Žbanić les dijo: “Vosotros amáis el cine, ayudadme”.
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