Cualquier parecido con la realidad está calculado
Todas las películas y los documentales sobre estrellas del pop pueden hacerlo y lo hacen: mienten
Malos tiempos para los biopics musicales. O buenos, según desde qué lado de la taquilla se mire. El megaéxito de Bohemian Rhapsody (2018) aseguraba una avalancha de biografías musicales donde cabe todo, desde el rufián convertido en benefactor de la humanidad al libidinoso retratado como ermitaño. Todo disparate es posible, incluyendo esa película sobre Aretha Franklin (Respect, 2021) donde se han limado todas las aristas de la protagonista, incluso las pocas que se colaban en su biografía oficial (y el libro ya estaba tan blanqueado que su autor, el especialista David Ritz, desafió a la Reina del Soul publicando luego una descarnada semblanza no autorizada). Al menos, Respect contaba con una convincente Jennifer Hudson como protagonista; Nina (2016), supuestamente basada en las peripecias de Nina Simone, carecía de cualquier coartada.
No se trata, como he leído por ahí, de un esfuerzo concertado de los boomers por beatificar a todos los gigantes de los sesenta y setenta. Ni mucho menos. El verbo adecuado es, lo siento si suena feo, monetizar. Pocas veces hemos visto una campaña de lobby tan abrumadora, con el asombroso espectáculo de los músicos aliados con sus explotadores. Discográficas y editoriales han profundizado/extendido su control sobre su catálogo histórico, que en muchos casos ya pertenecería al dominio público. Incluso los deudos han convertido el nombre y la imagen de sus queridos difuntos en marca registrada, para impedir cualquier acercamiento impío a su persona. Por lo visto, ya ni siquiera sirve la excusa de las intenciones académicas: me cuentan que citar en un libro unos versos de tal o cual canción famosa puede requerir, al menos en el mercado estadounidense, el desembolso de cifras de cinco o seis dígitos.
Lo extraordinario de estas jugadas es que manipulan la historia a su conveniencia, sin el menor pudor. Se anuncia estos días el estreno de una serie documental titulada My life as a Rolling Stone. Se trata de —atención— cuatro capítulos dedicados a Mick Jagger, Keith Richards, Ronnie Wood y Charlie Watts. Habrán advertido la trampa, claro. Entra Charlie, que falleció hace cosa de un año, pero que estaba vivo en el momento de puesta en marcha del proyecto. No entra en la definición televisiva de los Rolling Stones el fundador del grupo, Brian Jones: se le despidió de malas maneras y, para más inri, murió un mes después. Nadie le defiende: cuando se rodó Stoned, su biopic de 2006, se prohibió el uso de canciones de los Stones, incluyendo las que contenían evidentes aportaciones de Brian.
Igualmente, queda vaporizado el sustituto de Jones, Mick Taylor, que ejerció de (elocuente) guitarrista entre 1969 y 1974. Más escandalosa es la ausencia de Bill Wyman, bajista de los Stones desde finales de 1962 a principios de 1993. La conclusión: en la serie no se trata de repartir méritos entre los creadores de la música del grupo; lo que se premia, al parecer, es el aguante y su presencia (o no) en el consejo de administración de Rolling Stones SL.
Lástima que en el universo del cine no se haga distinción entre autobiografía y biografía. Estos días se estrena en cines el documental que un George Michael hambriento de reconocimiento concluyó pocos meses antes de morir. Titulado entonces George Michael Freedom, ahora es George Michael Freedom Uncut, como si se hubiera añadido importante material que anteriormente no se pudo incorporar. Efectivamente, se ha aumentado el metraje del original. Pero sigue siendo lo que estaba previsto: una hagiografía.
Babelia
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