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OBITUARIO
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Leo Caldas en el último muelle

Domingo Villar anda ya en otros asuntos, pero sus personajes seguirán por aquí entre nosotros durante mucho tiempo, con su peculiar manera de hacernos sonreír

El escritor Domingo Villar en 2019.
El escritor Domingo Villar en 2019.ÓSCAR CORRAL (EL PAÍS)

Hay escritores, pocos, con los que sus lectores establecen una relación predilecta. Son los escritores a los que adoptamos, a los que esperamos con devoción cuando sacan una nueva novela aunque tarden diez años en escribirla. A los que somos adictos. Por eso cuando nos abandonan, el lector, puede sentir algo muy parecido a la perdida personal. Domingo Villar era de estos.

Tenía esa característica en común con otras raras avis del oficio como Vázquez Montalbán, por ejemplo. Compartían más cosas, además de su tendencia gallega a contestar una pregunta con otra pregunta, como han hecho los filósofos socráticos toda la vida. Ambos eran unos gastrónomos de mucho cuidado. Sus personajes participaban también de esta hermandad. A Pepe Carvalho y a Leo Caldas nos los imaginamos perfectamente en el bar Eligio de Vigo dando buena cuenta de una ración de pulpo mientras comentan a la manera gallega los pormenores de un caso o su escepticismo ante la vida, sin aspavientos y con las palabras justas, porque tampoco hay que derrochar adjetivos.

A Domingo lo conocí en Portugal. No pertenecía a su círculo de íntimos, pero compartimos agente literaria y coincidimos en encuentros como es habitual en el oficio. Jamás le oí quejarse ni alardear de nada. No le gustaban los focos. Era un tipo tranquilo, intuitivo. Sabía escuchar. Al igual que el inspector de sus novelas, Leo Caldas, nunca se precipitaba. Resultaba en eso un escritor muy atípico. Lo era. También era un tipo excepcional.

Dentro de la novela negra, Leo Caldas es de mis inspectores favoritos, precisamente porque no es un héroe al uso. Por no llevar, no lleva ni pistola. Va siempre acompañado por su fiel ayudante, Estévez, un Sancho Panza aragonés de pura cepa. A Domingo Villar le gustaba la gente corriente. Adoraba a los personajes secundarios y los trataba igual que a príncipes sin reino, como a Napoleón, el mendigo experto latinista de su última novela, o el propio padre del inspector, un hombre mayor que vive dedicado a cuidar sus viñas y a no hacerle demasiado caso a los médicos y que guarda en el cajón de la mesita de noche un “cuaderno de los idiotas”, como deberíamos hacer todos en esta vida para aguantar los telediarios.

No hay analgésico más potente que la ironía. Quizá por eso cuando murió de verdad el padre del escritor, Domingo Villar se quedó durante diez años en el dique seco hasta que consiguió resucitarlo, que para eso entre otras cosas sirven las novelas. Sus personajes son tan reales que hasta se les oye respirar. Domingo Villar tenía un oído finísimo para la calle, por eso bordaba los diálogos, que es el ruedo donde un novelista se la juega. Sus tramas no tiene nada que ver con los efectismos del thriller tan en boga en los tiempos que corren ni con los estereotipos del género. Lo suyo era otra clase de suspense, el que te atrapa por la inteligencia, buscando otra vuelta de tuerca.

Los que este verano hagan la travesía de Cangas a Vigo en El pirata de Ons, creerán ver al escritor entre el pasaje, porque con él nunca se sabe donde acaba la realidad y empieza la ficción. Seguramente, alguien lo verá también en la mítica taberna viguesa de Eligio, y en un partido del Celta o paseando por los muelles a última hora y por supuesto en las librerías de tantos países, esos puertos lejanos donde recalan los navegantes de otros mundos.

Estaba en su mejor momento. Con una novela entre manos y muchas ganas de escribir. Nunca habríamos pensado que El último barco fuera a ser realmente su última travesía, pero la vida a veces es así de perra. Los que le han leído sabrán a qué me refiero, y los que no, no saben lo que se pierden.

Domingo Villar anda ya en otros asuntos, pero Leo Caldas y Estévez seguirán por aquí entre nosotros durante mucho tiempo, con su peculiar manera de hacernos sonreír, hablando a medias, con capacidad de concentración, como hacen los poetas.

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