Un gran personaje como Caldas solo pudo salir de una gran persona como Villar
La literatura del escritor gallego fallecido este miércoles supera cualquier etiqueta de género
Los que ordenamos la biblioteca marcados por algún vicio particular, como la novela negra, solemos tener un problema a la hora de clasificar algunos libros, algunos autores. Poesía es poesía y prosa es prosa, ahí no hay discusión. Pero la novela negra escala en ocasiones otro pedestal y algún autor policiaco acaba colándose en los estantes de la narrativa como si hubiera cobrado vida y lo hubiera hecho por su cuenta, sin intervención humana, sin ninguna decisión mediante. Me ocurre con Benjamin Black (imposible de desgajar de su verdadero nombre, John Banville, más aún cuando se van borrando las fronteras entre uno y otro) y me acaba de ocurrir con Domingo Villar. Hoy he buscado sus libros y no estaban en los estantes de negra, como creía, sino en el altar mayor de la narrativa, junto a Ida Vitale.
No es tiempo de comparar. Pero es tiempo de reconocer que si Domingo Villar se había escapado por su cuenta a ese lugar, sus razones tenía. Lo que había conseguido en La playa de los ahogados, especialmente, fue lo que tantos buscan y pocos encuentran: trascender, permanecer, generar un mundo en el que —al igual que él en mi estantería— los demás también cobramos vida porque en ellos hay mucho más que trama, atmósfera, descripciones y giros que pueden encontrarse en tantos libros. En los suyos hay alma.
Leo Caldas, su gran personaje, podía ser más o menos efectivo, triste, irónico, inteligente, pero era (es) sobre todo un espíritu franco con el que quedarte a vivir. Porque, ¿quién querría quedarse a vivir con Philip Marlowe, con Poirot o con Kurt Wallander, con esos detectives torturados, heridos, incapaces de felicidad ninguna, o con otros resabiados como Miss Marple? ¿Quién querría cerca un ser omnipotente ante el crimen, impotente ante la vida? Caldas, sin embargo, en la línea del Montalbano de Camilleri y algunos mediterráneos más, era alguien a quien querer, a quien cuidar, a quien acercarse en la vida o en la muerte para darse una alegría antes de sucumbir a la oscuridad de los crímenes.
Lejos de ese mar Mediterráneo que ha aunado los caracteres de Montalbano, de su maestro Carvalho o del Kostas Jaritos de Markaris, en esa ría de Vigo arisca ante el duro Atlántico y cálida también en los momentos más inesperados, Leo Caldas ha proyectado un ecosistema propio en el que las aldeas, las casas viejas, las calles enrevesadas, los ferris que cruzan una y otra vez la ría azotada por la lluvia y los pavimentos resbaladizos cobran tanta vida como las gentes mayores que lo habitan, los misterios gigantes en el interior de cada morada, de cada familia y de cada uno de sus miembros.
Y si pienso y escribo sobre Leo Caldas es por no pensar en Domingo Villar, cuya muerte es demasiado dura para quienes le queremos. Crear un gran personaje como Caldas solo es posible a partir de una gran persona como Domingo. No cualquiera puede hacerlo. Cálido, culto, tan generoso que se alegraba de corazón de que te dieran un premio aunque eso significara que lo perdiera él. Recuerdo tantos detalles buenos que este es acaso una tontería, pero le retrata: en julio de 2020, en la Semana Negra de Gijón, antes de entrar los dos a escena se me rompió la mascarilla y salió corriendo a comprar otra con tal velocidad que llegó con ella nueva en mano casi antes de que me diera cuenta. Así era Domingo. La postal que me escribió entonces para despedirse lleva dos años pegada en mi armario, a la vista cada vez que escribo. Que es todos los días. Generosidad, lealtad, calidad. Humana y profesional, si es que ambas cosas pueden convivir por separado.
Domingo, que sufrió tanto la muerte de su padre que tuvo que aparcar su última novela durante años, ha saltado hoy a otro lugar. Que escale su recuerdo y que escale su literatura, como sus libros saltaron, con razón, de estantería. Porque Villar era de esos escasos autores capaces de elevar el género en el que trabajaba a literatura en mayúsculas.
Babelia
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