‘Comanche’: el caballo que podría haber contado cómo murió el general Custer
El célebre mustang, que se exhibe disecado en Kansas, fue el único superviviente del contingente que el comandante del 7º de Caballería condujo a la aniquilación en Little Bighorn
De poder hacerlo, ¿con qué animal de la historia nos gustaría conversar? ¿El último elefante de Aníbal? (llamado Surus, según las fuentes romanas), ¿la serpiente de Cleopatra?, ¿la leona Elsa de Nacida libre?, ¿el leopardo de Rudraprayag?, ¿Bucéfalo?, ¿Copito de Nieve? Sin duda todos ellos tendrían cosas interesantísimas que contarnos, ya les entendiéramos nosotros en plan doctor Dolittle o hablaran ellos estilo Mister Ed o la mula Francis. Y no digamos lo que podrían explicarnos animales ficticios como Moby Dick, King Kong, Rocinante o el tiburón de Spielberg. Pero si tuviéramos que elegir solo uno, un único animal testigo de hechos notables, resultaría apasionante escuchar lo que hubiera podido decirnos Comanche, el caballo del 7º de Caballería que resultó el único superviviente del contingente aniquilado con el general Custer por los sioux y sus aliados en la batalla de Little Bighorn.
Aquel aciago (para los soldados) 25 de junio de 1876, Custer, en puridad teniente coronel, dividió su famoso regimiento en cuatro grupos (un fallo, George) y al mando del más potente, un batallón con cinco compañías (dos centenares de hombres en total) se lanzó, con toda la alegría de que era capaz el hombre cuando se trataba de perseguir indios, contra el campamento junto al río Little Bighorn, que resultó un avispero. De la unidad de Custer que entró en batalla con él no quedó nadie vivo (un trompeta enviado como enlace y varios scouts nativos escaparon antes de que la cosa se pusiera seria) y el resto del regimiento, en una mezcla de incompetencia, cobardía y prudencia, estaba muy lejos para ser capaz de ver qué pasaba. Así que de cómo se desarrolló la parte de la acción que encabezó Custer (la fase más legendaria de la batalla) y la escabechina consiguiente de sus tropas no sabemos a ciencia cierta casi nada y la mayoría de lo que se cuenta, por mucho énfasis y ganas que se le ponga, son conjeturas.
Es cierto que aquello estaba lleno de gente que sobrevivió: los indios vencedores; pero su forma de narrar los hechos no era muy fiable. Por ejemplo, te decían que la batalla había durado lo que se tarda en una comida —que ya es cálculo aleatorio si se tiene en cuenta que los sioux, cheyenes y arapajos no tomaban tras el bisonte café ni postre—, se arrogaban episodios inverosímiles o aseguraban haber reconocido muchos a Custer por el pelo largo, los famosos bucles dorados del temido centauro del Washita, cuando resulta que se lo había cortado muy cortito para la campaña. En esa tesitura contar con el testimonio de un caballo cabal como Comanche (en contraposición a Caballo Loco, y perdonen el chiste fácil) aclararía muchas cosas: cosas tácticas y también morbosas como si los soldados de la última resistencia de Custer, el legendario Last Stand, se suicidaron o si incluso remataron a su jefe, lo que hubiera sido un acto piadoso visto cómo se ensañaron los indios con los cuerpos de sus enemigos. En ese sentido he descubierto, en Bugles, Banners and War Bonnets, de Ernest L. Reedstrom, un minucioso y apasionante estudio del 7º de Caballería de Custer —Bonanza (sic) Books, 1986—, que los cheyenes, tan majos ellos, se hacían collares con los dedos de sus enemigos. Nada que sorprendiera a los Cuchillos Largos, por cierto, que se confeccionaron bolsas para el tabaco con la anatomía íntima de las indias masacradas en Sand Creek.
En fin, el que Comanche fuera incapaz de hablar no hace su vida menos interesante. Y de hecho se han publicado numerosas biografías sobre el suertudo equino. Mis favoritas son la de Anthony Amaral, Comanche: The Horse that Survived the Custer Massacre (Westernlore Press, 1961) y la de David Appel, Comanche: the Story of America’s Most Heroic Horse (World Publishing, 1951). Recientemente he leído un artículo estupendo en War & society sobre el sujeto, The Story of Comanche: Horsepower, Heroism and the Conquest of the American West, en el que la historiadora Karen Jones, de la Universidad de Kent, repasa la historia del célebre animal para analizar el papel que jugaron los caballos en la historia militar del Far West y en la construcción del imaginario del jinete heroico en las guerras indias. Entre lo mucho interesantísimo que cuenta Jones está lo de que el general Crook quería mucho a su mula, Apache, y que la prefería a los caballos.
La biografía oficial de Comanche (c.1862-1891), un mustang bayo de 15 manos de altura (1,5 metros en la cruz) y una estrella blanca en la frente, comienza cuando fue capturado en Texas en 1868, con seis años, junto a una manada de caballos salvajes. Llevado a Saint Louis, donde fue castrado (el Oeste era un sitio duro) y puesto a la venta, lo adquirió el ejército de EE UU por 90 dólares (79 euros). Aunque pudiera parecer lo contrario, ser caballo militar, “four legged soldier”, que diría el sargento Festus Mulcahy, no era un mal destino, pues te aseguraba buena alimentación y cuidados, incluido servicio veterinario, por no hablar de que veías mucho mundo y vivías grandes aventuras. Marcado con las letras “US” en el hombro izquierdo y la letra “C “de caballería en el muslo del mismo lado, fue requisado en Fort Leavenworth para su regimiento por Tom Custer, el hermanísimo del general y caído con él y un montón más de familiares (el 7º de Custer era una apoteosis del nepotismo) en Little Bighorne. En Fort Hays (Kansas) empezó su entrenamiento como recluta equino, que incluía habituarse a los disparos, las cornetas y los tambores, además de a las maniobras militares y a que todo el día te cantaran el Garry Owen. Jones subraya que a los caballos se los solía tratar bien en el ejército, pues eran demasiado valiosos para maltratarlos, más que los hombres, de hecho. En general los jinetes les tenían cariño, lo que es natural si se piensa lo que es caminar por Wyoming y Montana. Abusar de ellos se castigaba con fuertes penas.
Comanche se convirtió en el caballo favorito del capitán Myles Keogh, oficial muy apreciado y respetado en el 7º, y que, lo que hay que ver, había luchado en Italia con un contingente irlandés en defensa del papa Pío IX en la Guardia Vaticana. Keogh tenía otra montura para las marchas (Custer también disponía de dos, Vic y Dandy) y reservaba a Comanche para las acciones de guerra. Nuestro caballo, todoterreno, corajudo y “resiliente”, según sus biógrafos, vivió días emocionantes en el regimiento. En una acción contra los comanches en 1868 en el río Cimarrón le clavaron una flecha en los cuartos traseros, lo que ha de doler, y lo digo como arquero. El asta se rompió y los herreros le extrajeron días después la punta. La tradición quiere que al hacerlo el caballo gritara como un comanche, precisamente, y de ahí vino su nombre. En 1870 volvió a ser herido, en Saline River, Kansas, esta vez en la pata derecha, lo que le provocó una cojera temporal.
Un pequeño escándalo
La campaña de primavera y verano de 1876 contra los sioux resultó dura para los caballos (de hecho se ha aducido que una de las causas de la derrota de Custer fue que las monturas del 7º llegaron extenuadas a Little Bighorn). En todo caso, cómo se desenvolvió Comanche en la batalla no lo sabemos porque él no hablaba, como queda dicho, y tampoco quedaron en condición de hacerlo Keogh y su compañía, la I. Cuando dos días más tarde llegaron tropas de refresco al lugar de la matanza encontraron a Comanche cerca de Last Stand Hill relinchando lastimeramente. Se acercó cojeando a los soldados con la silla de montar colgando. Le encontraron tres heridas graves. Una, de una bala que le había atravesado de lado a lado, correspondía a la que tenía en la rodilla el cadáver de Keogh, así que la recibió cuando su jinete lo montaba. Al parecer, los soldados que recogieron a los muertos del 7º encontraron otros caballos aún vivos, pero en tan mal estado que los sacrificaron in situ. Porqué no despacharon también a Comanche es un misterio (y fue una suerte para él). Quizá porque la gente le tenía aprecio a Keogh y conservar a su caballo era como un detalle.
Comanche, muy débil para moverse, fue transportado en una lona hasta el vapor de apoyo Far West y tratado por un veterinario con cataplasmas de coñac Hennessy, al que se volvió aficionado, como al whisky y a la cerveza, a la que lo solían invitar. Tardó un año en recuperarse. Y cuando lo hizo ya era el famoso “único superviviente” de la matanza de Custer y los suyos, aunque surgieron rumores de que Vic, el caballo del general, fue visto en un campamento indio años más tarde, lo que podría ser considerado deserción o al menos confraternización. Sea como fuere, la celebridad de Comanche fue in crescendo como reverenciado (y condecorado) veterano de guerra y se le trató de manera acorde: en los acuartelamientos del 7º podía moverse a sus anchas y no estaba sujeto a la disciplina del regimiento excepto en las ceremonias, en las que jugaba un papel muy destacado. Cada 25 de junio, en la vieja tradición de la montura sin jinete de la que formaría luego parte Black Jack, el caballo del funeral de John F. Kennedy, se lo ensillaba de luto y se le colocaban simbólicamente unas botas vacías mirando hacia atrás en los estribos para desfilar en honor de los caídos.
Hubo un pequeño escándalo cuando se supo que había gran demanda por parte de las mujeres de la guarnición para montarlo de extranjis de paseo. El comandante Sturgis, cuyo hijo había muerto con Custer, se indignó y proclamó una orden prohibiendo tajantemente esas confianzas con Comanche, cuerpo sacrosanto e icono viviente de una tragedia sangrienta y heroica. Otra cosa hubiera sido que lo montara la viudísima, Libbie Custer: escalofríos me da de pensar en el simbolismo...
La muerte en acción en Wounded Knee en diciembre de 1890 del que era su cuidador, el herrero Gustav Korn, parece que deprimió a Comanche, que entró en declive y murió en Fort Riley de un cólico el 6 de noviembre de 1891, a los 29 años. Pero ahí no acaba su sorprendente historia. Los oficiales del 7º decidieron que el caballo merecía ser preservado y encargaron que lo disecara a un taxidermista notable, el profesor Lewys Diche. La factura era cara —450 dólares (393 euros)— y se decidió que Diche tendría la prerrogativa de exhibir a Comanche durante dos años mientras se reunía la suma. Pero pasado ese tiempo no hubo reembolso y se quedó el caballo el Museo de Historia Natural de la Universidad de Kansas. Y ahí sigue.
De la popularidad post mortem de Comanche da fe el que hubo que repararlo varias veces porque todo el mundo le daba una palmadita al verlo y le arrancaban pelos de la cola como amuletos de buena suerte (se le tuvo que cambiar la cola por este motivo varias veces). En conformidad con los nuevos tiempos de corrección política y la revisión de la batalla de Little Bighorne como algo que también afecta bastante a los nativos americanos, se cambió en 1971 lo de “único superviviente” que figuraba en la cartela del caballo disecado por “símbolo del conflicto”. Es difícil decir qué pensará de ello Comanche, pero si te dejas caer un día por Kansas y acercas el oído a sus viejos belfos quizá escuches un relincho orgulloso, y el inicio de una buena historia.
Babelia
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