Fieseler, el aviador que trajo a la ‘Cigüeña’
Una biografía recoge la vida del piloto e industrial alemán fabricante del icónico aeroplano Storch de la Segunda Guerra Mundial
Todo el mundo -bueno, casi todo el mundo- tiene su avión favorito de la Segunda Guerra Mundial. A mí me cuesta decidirme: el Messerschmitt Bf 109, el Spitfire, el Mustang (“¡Cadillac del cielo!”), el reactor Me-262, el Zero… Pero tengo una relación muy especial con el Fieseler Fi 156 Storch (Cigüeña), el famoso avioncito alemán de enlace y reconocimiento que es uno de los aparatos más icónicos y valorados de la contienda, y que transportó tanto a Rommel en el desierto como, con patines, a Von Paulus en la nieve (menos sabido es que Montgomery volaba en uno capturado). Mi tío abuelo llevó otro haciendo de piloto personal de Muñoz Grandes en la División Azul y mi padre escuchó de primera mano de Otto Skorzeny el rescate de Mussolini en el Gran Sasso, una de las acciones más famosas en las que intervino el aparato; nos contaba frecuentemente la historia con una inquietante intensidad que parecía provenir del mismísimo jefe de comandos de las SS. Así que el Storch siempre ha sido como de la familia.
Comprenderán con que interés he leído estos días la biografía del responsable de la creación de la Cigüeña, Gerhard Fieseler, the man behind the Storch, de Nigel Holden (Helion & Company, 2017), que como es lógico dedica un amplio espacio a la principal criatura del personaje, un pequeño avión biplaza de ala alta, ligero, polivalente, asombrosamente maniobrable con la aptitud de volar a velocidad increíblemente baja, 50 kilómetros por hora, aterrizar en un sello, casi verticalmente, y despegar en terrenos accidentados y minúsculos, y que cumplió algunas de las tareas que luego se encomendaron a los helicópteros. De hecho, escribe Holden, la Cigüeña postergó, con su éxito, al autogiro de De la Cierva. Sobresalía en lo que, me he enterado, se denomina técnicamente la capacidad STOL (del inglés de Short Take-Off and Landing, “despegue y aterrizaje cortos”): 85 metros para despegar y solo 27 para aterrizar.
Su padre, Fieseler (Glesch, 1896-Kassel, 1987), fue un condecorado as de caza en la Primera Guerra Mundial, con 19 victorias confirmadas y dos probables. Luchó en el frente de los Balcanes donde le conocían como “el Tigre de Macedonia” y no le alcanzaron ni una sola vez. Obsesionado con los aviones desde niño, autodidacta, montó su propia empresa de aeronáutica tras la guerra con el dinero que ganó en exhibiciones aéreas, arriesgada forma de vida en la que consiguió destacar como el mejor piloto acrobático de Europa (era el rey del loop invertido y hay una maniobra que lleva su nombre, y que de verla ya vomitas). Ya de mayor descubrió que su abuelo (que procreó ilegítimamente a su progenitor) era el general August von Goeben, por el que recibió el nombre el famoso crucero de la Primera Guerra Mundial Goeben; así que la Cigüeña está relacionada con un barco de guerra célebre: le encantará saberlo a Idelfonso Arenas, autor de El buque del diablo.
Tras las casi trescientas páginas del estupendo y pormenorizado libro de Holden, es como si conociera a Fieseler de toda la vida. No era un tipo simpático: una opinión que no solo refrendarán los aviadores de los Nieuport, Bréguet y SPAD que despachó sin remordimiento alguno, sino los trabajadores esclavos de sus fábricas, donde se produjeron miles de aviones de guerra para Hitler, entre ellos, bajo licencia, enormes cantidades de cazas Me-109 y Focke Wulf 190.
Miembro del partido nazi desde el 1 de mayo de 1933, Herr Fieseler, que como la mayoría de los industriales alemanes resultó luego que solo pasaba por allí y jamás echó a faltar ningún judío, recibió dinero, prebendas y honores por su pacto fáustico con el III Reich incluidos visitas a Carinhall y un alto rango (Oberführer) en el paramilitar Cuerpo Nazi de Aviadores (Nationalsozialistisches Fliegerkorps, NSFK). A cambio perdió a su hijo varón, Manfred, en la Luftwaffe y al acabar la guerra le desnazificaron (al menos hasta donde pudieron). Los nazis le encargaron el Stuka, pero no le salió bien así que acabó haciéndolo Junkers; se resarció luego creando y produciendo otro gran símbolo de la violencia de la Segunda Guerra Mundial, la V-1, originalmente Fieseler Fi 130. También diseñó uno de los primeros aviones con ala delta, el F3 Wespe, y un revolucionario hidroavión, el Fi 167, para el frustrado portaviones Graf Zeppelin.
Pero su mejor criatura, su gran triunfo, fue, sin duda, la Cigüeña, de la que se fabricaron unas tres mil unidades -aparte de algunas variantes checas y francesas (la Criquet)-, el único avión que se mantuvo desde el principio al fin de la guerra (de hecho debutó con diez unidades en nuestra Guerra Civil, recibiendo su bautismo de fuego con la Legión Cóndor, que ya es compañía para una Cigüeña); estuvo en todos los frentes y los Aliados no lograron igualar, ni con el Lysander ni con el Grasshopper. No la consiguieron copiar ni los japoneses (con el Ki 76 y el Te-Go). Curiosamente pese a su aparente fragilidad y su lentitud el avioncito no sufrió pérdidas elevadas y Holden calcula que su tasa de supervivencia, sin duda por su maniobrabilidad, era diez veces superior a la de un Me-109. Se lo puede ver en muchas películas de guerra, desde Ha llegado el águila a La gran juerga.
Fieseler lo bautizó Cigüeña por su tren de aterrizaje, que parece unas patas largas, y su forma de volar. Holden sugiere que Fieseler quiso homenajear al pionero de la aviación Otto Lilienthal, que había estudiado cigüeñas en el Báltico. Antes de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en un preciado obsequio diplomático para dignatarios amigos y Hitler le regaló una, muy premonitoria, a Mussolini. En la contienda estuvo muy activa desde la invasión de Polonia y su gran momento bélico fue el 10 de mayo de 1940 cuando en la audaz operación Niwi 100 Cigüeñas desembarcaron tras la líneas belgas a 400 miembros del regimiento Grossdeutschland, cargando cada una a dos soldados, en dos viajes.
Una de las historias más singulares de la guerra aérea
El versátil avioncito vivió cantidad de aventuras, fue alabado por Rommel, lo pilotó el conde Almásy (“no sé si amo u odio a la Cigüeña”, escribió, ”porque por un lado casi puedes detenerte en el aire y aterrizar como si llevaras un paracaídas en vez de un avión, pero por otro te aburres de muerte sobre el desierto con lo lenta que es y la carlinga resulta un horno con tanto cristal”), hizo de ambulancia aérea, protagonizó operaciones especiales y de salvamento in extremis. Y aparte del episodio del rescate de Mussolini se lo recuerda mucho por haber llevado a Speer al Búnker de la Cancillería en el Berlín sitiado, aterrizando en la Unter der Linden, y al general Von Greim y a Hanna Reitsch, también a despedirse de Hitler en sus momentos finales. Afortunadamente no lo convencieron para escapar con ellos. El 11 de abril de 1945 una Cigüeña protagonizó una de las historias más singulares de la guerra aérea: los dos tripulantes de una Piper de observación de EE UU la hicieron descender y la capturaron tras dispararle, en inusual dog-fight, con sus revólveres Colt.
Más siniestro es el papel que, revela Holden, jugó en la lucha antipartisanos y en relación con el Holocausto. Los peores tipos de la Solución Final, ay, volaban en Cigüeña. Odilo Globocnick utilizó una en su visita a Treblinka en 1943. Imaginar a nuestro avioncito sobrevolando los hornos te quita las ganas de volver a ensamblarlo y pintarlo en las maquetas de Airfix.
Otro genocida, Theodor Eicke, se mató en una Cigüeña mientras se desplazaba para inspeccionar los campos y el Gruppenführer Jakob Sporrenberg, jefe de la Policía y las SS en Bielorrusia, Minsk y Lublin, voló con ella sobre las fosas en las que se estaba asesinando a 45.000 judíos para supervisar con comodidad la operación atrozmente bautizada Festival de la Cosecha. Para rematar la infausta asociación, una guardiana particularmente sádica del campo de Kraslice (subcampo para mujeres de Flossenbürg) era conocida como Fieseler Storch por sus largas piernas, con las que propinaba mortíferas patadas...
En fin, como atestiguan la biografía de Fieseler y la historia de la Cigüeña, no se vuela impunemente con una esvástica en la cola.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.