Beethoven se paró en Granada
El veterano festival de la ciudad andaluza se reinventa en buena medida para adecuarse a la situación actual y empezar a remontar el vuelo
Ha pasado unos años muy difíciles el Festival Internacional de Música y Danza de Granada. Por incompetencia o por desidia, sus últimos responsables dejaron caer ostensiblemente el nivel y el atractivo de la primera gran cita musical veraniega de nuestro país, cuyas raíces se hunden en el siglo XIX. La inopinada y extemporánea renuncia al cargo de su último director, Pablo Heras-Casado, que abandonó a quemarropa el timón antes de haber podido dejar siquiera una mínima huella en el festival de su ciudad natal, acentuó aún más la sensación de desgobierno. Confiar la dirección artística de una convocatoria de este tipo a un músico en ejercicio es una fórmula muy querida de políticos desinformados y culturalmente advenedizos, pero que muy raramente funciona (sí lo hace actualmente en Salzburgo, por ejemplo, con Markus Hinterhäuser), ya que se requiere para ello personalidades muy excepcionales y desprendidas.
El nombramiento de Antonio Moral a finales del año pasado parecía asegurar dedicación y experiencia, dos valores hace tiempo olvidados en la ciudad de la Alhambra. Pero entonces se cruzó la pandemia y, al igual que ha sucedido con tantos otros veteranos festivales (Aldeburgh, Aix-en-Provence, Proms, Múnich, Lucerna en gran medida), se vio abocado a la cancelación. Cuando aún nadie podía prever cómo sería la situación en estos días de julio, Moral y su equipo deshicieron, hicieron y rehicieron para, en fechas más tardías y con las inesquivables restricciones de aforo, salvar al menos en parte el festival. Beethoven es una presencia casi cotidiana en los programas y, en un río lleno de peces desconcertados por las cancelaciones generalizadas en todo el mundo, Moral ha conseguido, echando mano de agenda, olfato y antiguos contactos, atraer hasta Granada a un buen puñado de grandes intérpretes, en su mayor parte pianistas, que viajan solos, se encuentran el instrumento puesto y son capaces de llenar ellos solos un programa. En el 250º aniversario de su nacimiento, este iba a ser el gran año de Beethoven, preludiado por una grandiosa exposición (también demediada por la emergencia sanitaria) en Bonn, su ciudad natal, y con virtualmente cualesquiera festivales, salas de concierto y teatros de ópera de todo el mundo celebrando la efeméride. Casi todo ha quedado en agua de borrajas, pero desde hace días Beethoven se ha instalado en Granada, aunque no, por cierto, en el hotel Alhambra Palace, el más asociado históricamente al festival, cerrado a cal y canto, como muchísimos otros establecimientos de una ciudad que, sin apenas turistas, muestra un perfil insólito.
Igor Levit, a poco de franqueada la treintena, publicó hace ahora un año una integral discográfica de las 32 sonatas para piano de Beethoven, una gesta que quisiera para su currículo cualquier pianista, pero que está reservada únicamente a los más grandes. Y, al igual que los gigantes de su instrumento, Levit iba a tocar también este año la colección completa en vivo, sin trampa ni cartón, en varias ciudades (Hamburgo, Estocolmo, Lucerna), un proyecto de nuevo devorado por la covid-19 y que sólo se hará de momento realidad el próximo mes, a lo largo de ocho conciertos, en Salzburgo. A Granada ha traído las tres últimas sonatas, concebidas por Beethoven como una trilogía y ofrecidas al mismo editor (Adolph Martin Schlesinger, en Berlín). Pocos años después, como en tantas otras cosas, Schubert siguió sus pasos y, dos meses antes de morir, compuso también tres sonatas para piano, aunque las diferencias entre ambos trípticos son abismales: frente a la ortodoxia formal, la amplitud y el piano casi siempre poderoso del austriaco, la imprevisible originalidad, la concisión y un intimismo rayano en la reclusión del alemán.
En el Patio de los Arrayanes, en una noche calurosísima, con la mitad del aforo habitual, Levit se enfrentó a la trilogía beethoveniana sin que ni el imponente marco ni la temperatura (él, que es ruso de nacimiento, no debe de estar muy acostumbrado a estos rigores estivales) hicieran mella en su manera de tocar, inconfundible desde los primeros compases. Grabó estas sonatas con tan solo 25 años y, salvo levísimas oscilaciones, las duraciones de los ocho movimientos han sido ahora idénticas a las de su grabación en estudio en 2013. Tampoco ha variado en lo sustancial el concepto, ya entonces sorprendentemente maduro para su edad. Tres adjetivos podrían resumir mejor que cualesquiera otros el Beethoven de Levit. El primero es “orgánico”: cada movimiento, cada sonata e incluso la colección en su totalidad, creada de manera constante en el curso de más de tres décadas, nos llega como un cuerpo compacto, vivo, rebosante de interrelaciones formales y sustantivas. Levit tocó anoche estas tres sonatas como dibujadas por un solo trazo, como si los compases iniciales de la Sonata op. 109 hubieran de desembocar indefectiblemente en la sexta y última variación de la Sonata op. 111. El público contempló absorto su dibujo, hasta tal punto que nadie osó siquiera aplaudir en la pausa entre las dos primeras sonatas: habían bastado poco más de veinte minutos para dejar a todos atrapados en su red.
Para explicar el componente “humano” de su interpretación hay que remitirse a Ferruccio Busoni, berlinés de adopción como Levit, y uno de los héroes reconocidos del pianista ruso-alemán. En un texto de 1920 incluido en su Von der Einheit der Musik (De la unidad de la música), podemos leer: “Con Beethoven, el elemento humano se situó por primera vez como el argumento primordial de la composición en lugar del manejo de la forma”. Por ello nos resulta natural hablar del “divino Mozart”, mientras que rechinaría de algún modo –advierte Busoni– una referencia al “divino Beethoven”. “¡Hay que decir ‘el humano Beethoven!”, proclama, exclamación incluida, el autor de Doktor Faust. Levit no es tampoco un artista subido en su atalaya, sino un músico con una fortísima conciencia social y muy pendiente de cuanto sucede a su alrededor.
El tercer adjetivo también nos lleva a Busoni. En su visionario Entwurf einer neuen Ästhetik der Tonkunst (Esbozo de una nueva estética de la música), el italiano se refiere a la música como una criatura “que flota en el aire. No toca la tierra con sus pies. No está sometida a la ley de la gravedad. Es casi incorpórea. Su materia es transparente. Es aire sonoro. Es casi la naturaleza misma. Es libre”. Levit consigue el milagro de, siendo extremadamente fiel a la partitura (Prestissimo, Leggierisimo, Leggiermente o Cantable con el sentimiento más íntimo y todas y cada una de las indicaciones dinámicas se traducen exactamente como anota Beethoven), lograr que la música fluya, flote suspendida, con una gran apariencia de libertad. Lo hizo de manera especialmente milagrosa en las dos series de variaciones que cierran las Sonatas opp. 109 y 111, así como en los recitativos que preceden a las dos fugas, rectus e inversus, de la op. 110, donde la huella de Bach (el héroe indiscutible de todos los implicados: Beethoven, Busoni, Levit) se deja sentir con más fuerza.
Segurísimo toda la noche –a pesar del calor y de sonidos lejanos que siempre hacen su presencia en los conciertos al aire libre en la Alhambra–, con tan solo alguna nota marrada en el segundo movimiento de la Sonata op. 110 y algún fugaz emborronamiento en el segundo de la op. 111, Levit reservó la vena más dramática, violenta incluso a ratos, para el Allegro con brio ed appassionato de la última sonata, concebida con una dialéctica entre contrarios mucho más acusada que la lectura mucho más unívocamente plácida que ofreció el año pasado Maria João Pires en el vecino Palacio de Carlos V. Y lo que nadie podrá discutirle a Levit es su sonido beethoveniano, tan difícil de conseguir para muchos pianistas y que él parece haber adquirido ya para siempre gracias a la profunda inmersión en su música de estos últimos años. Y esto no hace referencia al tan manido componente heroico, casi siempre ausente en estas tres obras, sino a su manera de armonizar los acordes, a su comprensión de las notas de adorno o los trinos como recursos expresivos de primera magnitud, al equilibrio entre las dos manos, al trazo largo, larguísimo, que nunca se quiebra por más que el tempo sea muy lento y la música, como describía Busoni, flote sin tocar el suelo. Levit reviste su interpretación de los tres sustantivos que él mismo ha utilizado para describir estas últimas sonatas de Beethoven: “Contenido, emoción, trascendencia”.
En Cuenta Eckermann, el último texto que integra su extraordinario libro La muerte del espontáneo, el escritor Manuel Arroyo-Stephens establece lazos entre Goethe, Beethoven y Goya, pero también, y esto es lo novedoso, con William Hazlitt, el gran ensayista y crítico británico, coetáneo exacto asimismo de todos ellos. Una frase de Hazlitt, incluida en su comentario de un poema de William Wordsworth, nos sirve para retratar de nuevo tanto el espíritu que alienta en estas tres últimas sonatas de Beethoven como en la actitud con que las tocó Levit en el Patio de los Arrayanes: “Es como si no hubiera nada más que él y el universo. Vive en la ajetreada soledad de su propio corazón”. Y así concluye, por su parte, Arroyo su mapa de afinidades: “No es poco consuelo tener los textos de Hazlitt y los cuartetos de Beethoven cuando, como el perro de Goya, uno se siente con la tierra o con el agua al cuello”.
El público aplaudió mucho, pero Levit tuvo el buen gusto de no ceder a la tentación fácil de las propinas. ¿Qué puede haber después de las variaciones finales de la Sonata op. 111? Si acaso, Winterreise de Schubert, que tocará el propio Levit aquí mañana junto con el tenor Ian Bostridge, presente en el concierto. O las conocidas como Variaciones Diabelli, que sonarán en versión de Daniel Barenboim en el Palacio de Carlos V la noche del viernes. Y es que, por acabar con otra cita literaria que seguro que conoce Igor Levit, persona cultivada y con numerosos intereses más allá de la música, Thomas Mann recuerda en su Doktor Faustus cómo Wendell Kretzschmar, el profesor de música de Adrian Leverkühn, el protagonista, era capaz de hablar una hora seguida sobre “por qué Beethoven no había añadido un tercer movimiento a la Sonata para piano op. 111”, algo que desconcertó, y mucho, ya a sus propios editores: “Quizás el Allegro [final] ha sido olvidado accidentalmente por el copista”, llegaron a escribirle. Y justamente en la explicación de Kretzschmar radica la imposibilidad de las propinas: “Y cuando decía ‘la sonata’, entiéndase bien que no se refería en concreto a esta Sonata en Do menor, sino a la sonata en sí, considerada como forma artística tradicional. La sonata terminaba aquí, había sido conducida a su término, había llenado su destino y alcanzado su meta, se elevaba y se disolvía: se despedía, en fin”.
Babelia
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