David Huerta: “México es una comunidad tan desgarrada que ya casi no es comunidad”
El poeta mexicano, que recibe hoy el gran premio de la FIL, habla en su casa de su trayectoria, sus influencias y la relación entre hermetismo y claridad
Tardes de salón con Nicolás Guillén, David Siqueiros, Alí Chumacero y hasta paseos por el parque comiendo helados de la mano de José Emilio Pacheco. “De niño, mi primer contacto con la poesía fue con las personas mismas de los poetas, pintores y artistas”, cuenta sentado en el sillón de su casa David Huerta (Ciudad de México, 1949), último ganador del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances. El jurado destacó en septiembre su “dominio y asimilación de las más diversas tradiciones”. A Huerta, la tradición literalmente venía a verle a casa.
A unos pocos kilómetros al norte de este sillón, en la colina del Periodista. Un “gueto gremial”, lo recuerda Huerta. Un barrio nacido de una cooperativa de reporteros, fotógrafos, pintores y escritores donde “prácticamente todas las familias se conocían”. Allí aterrizó su padre, Efraín Huerta, uno de los poetas de cabecera de México. Coetáneo de Octavio Paz —ambos nacieron en 1914—, fueron compañeros de bachillerato y de militancia comunista hasta la caída del caballo del autor de Laberinto de la soledad.
Huerta todavía conserva el acta matrimonial de sus padres donde aparece como testigo el nombre del único Nobel mexicano: “Octavio Paz Lozano, 27 años, empleado público”. “La poesía siempre nos mantuvo unidos aunque la política nos separara”, recuerda que le decía a su padre. La tensión entre Juan Ramón Jiménez y Pablo Neruda, entre la poesía “pura y vestida de inocencia” y la sucia “como un traje, penetrada por el sudor y el humo”, fue uno de los faros que compartieron los dos poetas amigos mexicanos.
Versos incurables
La editorial Era, uno de los sellos independientes más antiguos y prestigiosos de México, presenta una serie de reediciones con motivo del premio a David Huerta, un autor presente en su catálogo desde el principio con títulos como Cuaderno de noviembre (1976), Versión (1978), Incurable (1987), El azul en la flama (2002) y El ovillo y la brisa (2018).
En 2011, Fondo de Cultura Económica publicó en dos tomos —más de 1.000 páginas— su obra poética reunida.
Una muestra de su labor ensayística puede leerse en títulos como La violencia en México (La Huerta Grande) y El vaso del tiempo (Vaso Roto).
Profesor universitario de Lengua y Literatura Española, Huerta se reconoce parte de esa tradición, que ha ido enriqueciendo con los fenómenos de su tiempo. A finales de los setenta dirigió fugazmente una revista, La Mesa Llena, semillero de las ideas de moda en la época: Foucault, Deleuze, Barthes, Kristeva. “Esos movimientos que tanto influyeron a mi generación. Aunque más importante han sido para mí los novelistas y los narradores: Onetti, Borges, Revueltas”.
De ese cóctel nació su obra mayor: Incurable (1987). Un poema de 389 páginas dividido en nueve capítulos que ha sido interpretado por la crítica latinoamericana como una narración lírica, el extenuante parloteo de un loco joyceano, un museo de nuestra era o un diccionario del posmodernismo.
Si su padre escribió a la épica socialista y las luminosas esperanzas en Los hombres del alba (1944), él lo hizo a las sombras de su cuarto y a la noche mexicana. “Es una noche de borrachera, de violencia, de disparos, de desenfreno y frenesí político”, explica el autor. Versos largos y libres que saturan las páginas, multiplicación de voces, digresiones y una improbable trama adelgazada, fragmentada y confesional.
“Todo lo que me pasaba en la vida durante aquella época se convertía en escritura. Hay una tentación de insertarlo en una tradición que puede venir de Joyce, pero yo quiero verlo como un libro de poesía, que habla de cómo se escribe y se va formando un libro sobre cómo hacer poesía”. Una espiral metaliteraria que arranca desde el título. En el capítulo sexto del Quijote, durante la selección de libros que debían arder, la sobrina del hidalgo dice que la poesía es “una enfermedad incurable y pegadiza”.
En este instante de la conversación, Huerta se levanta del sillón para buscar un libro.Árbol adentro, de Octavio Paz. Un poemario del mismo año que su Incurable. En la segunda página hay escrita a mano una dedicatoria: “A David Huerta, que nunca se curará de la poesía: la gran enfermedad y la gran salud”.
—¿No es genial? Paz entendió que la palabra incurable se refería a la poesía.
En sus siguientes libros —más de una docena en total— ha ido evolucionando hacia un “aligeramiento de las formas”, donde ha tenido cabida también el humor escatológico. En los dos mil el gran pintor oaxaqueño Francisco Toledo le propuso participar en un proyecto. Estaba preparando una serie de dibujos temáticos con los que iba a pagar en especie una deuda millonaria con la Hacienda mexicana y quería 10 poemas para ilustrar sus dibujos sobre los excrementos. Un ejemplo: “Inquietud en la tensión ecuatorial / que sostiene el vientre en un esfuerzo sublime / entre el oeste de la defecación y el este de la orina”.
“El reto”, cuenta, “era escribir lo más sucio con las palabras más limpias”. Una técnica que resuena en los juegos de Quevedo, el gran rival de su adorado Góngora: “Todos los días pienso en él”. Para Huerta, la figura del poeta barroco está envuelta en más de un equívoco. “El retrato que le hizo Velázquez, por ejemplo, da una idea falsa: el semblante muy severo, con las comisuras de los labios hacia abajo, ceñudo. Don Luis era un hombre jovial, bromista, de sangre ligera y trato fácil”. Otro prejuicio que derriba es el culteranismo: “Ese es Quevedo, que escribió poemas hasta en hebreo. Eso sí es difícil, es imposible. En cambio la poesía de Góngora es exigente, rica, suntuosa, pero no impenetrable”.
La etiqueta de poeta difícil también ha acompañado a Huerta, a la vez que una fuerte sintonía popular, sobre todo en los últimos años. En 2014, poco después de la violenta desaparición de estudiantes que conmocionó al país, escribió un poema con el título del pueblo de la sierra donde está la escuela de los muchachos: Ayotzinapa. El texto corrió como la gasolina por las redes, cruzó fronteras y se tradujo a más de 20 idiomas hasta convertirse en uno de los símbolos de las protestas.
Cuenta que “fue una especie de lamento rabioso” y que si volviera a escribirlo tan solo le cambiaría el título. “Se llamaría México, porque Ayotzinapa ya es una sinécdoque de México, una comunidad tan desgarrada que ya casi no es comunidad”. Aquel texto, además, lo siente conectado con un poema de su padre de los años sesenta. Titulado Tajín, el nombre de un asentamiento prehispánico en Veracruz, es una elegía mexicana: “Cuando el país-serpiente sea la ruina y el polvo / la pequeña pirámide podrá cerrar los ojos / para siempre, asfixiada / muerta en todas las muertes”.
Ayotzinapa
Mordemos la sombra
Y en la sombra
Aparecen los muertos
Como luces y frutos
Como vasos de sangre
Como piedras de abismo
Como ramas y frondas
De dulces vísceras
Los muertos tienen manos
Empapadas de angustia
Y gestos inclinados
En el sudario del viento
Los muertos llevan consigo
Un dolor insaciable
Esto es el país de las fosas
Señoras y señores
Este es el país de los aullidos
Este es el país de los niños en llamas
Este es el país de las mujeres martirizadas
Este es el país que ayer apenas existía
Y ahora no se sabe dónde quedó
Estamos perdidos entre bocanadas
De azufre maldito
Y fogatas arrasadoras
Estamos con los ojos abiertos
Y los ojos los tenemos llenos
De cristales punzantes
Estamos tratando de dar
Nuestras manos de vivos
A los muertos y a los desaparecidos
Pero se alejan y nos abandonan
Con un gesto de infinita lejanía
El pan se quema
Los rostros se queman arrancados
De la vida y no hay manos
Ni hay rostros
Ni hay país
Solamente hay una vibración
Tupida de lágrimas
Un largo grito
Donde nos hemos confundido
Los vivos y los muertos
Quien esto lea debe saber
Que fue lanzado al mar de humo
De las ciudades
Como una señal del espíritu roto
Quien esto lea debe saber también
Que a pesar de todo
Los muertos no se han ido
Ni los han hecho desaparecer
Que la magia de los muertos
Está en el amanecer y en la cuchara
En el pie y en los maizales
En los dibujos y en el río
Demos a esta magia
La plata templada
De la brisa
Entreguemos a los muertos
A nuestros muertos jóvenes
El pan del cielo
La espiga de las aguas
El esplendor de toda tristeza
La blancura de nuestra condena
El olvido del mundo
Y la memoria quebrantada
De todos los vivos
Ahora mejor callarse
Hermanos
Y abrir las manos y la mente
Para poder recoger del suelo maldito
Los corazones despedazados
De todos los que son
Y de todos
Los que han sido
David Huerta. 2 de noviembre de 2014. Oaxaca.
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