Los vigilantes de la fiesta ajena
Tareas mecánicas y evasiones mentales durante una jornada en las tripas de un festival
Desde lejos, a las 6 de la tarde, el recinto del Low parece un parque de atracciones volviendo a la vida. A medida que me acerco, observo la actividad incesante de un ejército de hormigas que se va desperezando para dar comienzo a un nuevo día de fiesta y conciertos. El Low es un festival de música que se celebra a finales de julio en Benidorm. Este año trabajan en él 985 personas. Durante esta noche, yo seré una de ellas.
Empiezo por entrar de lleno en lo que sería el primer paso de una cadena larguísima de oficios que hacen del Low lo que es: una fuente de diversión a la que tienes que entrar tras comprar la entrada, quedar correctamente verificado con tu pulserita, pasártelo bien sin saltarte las zonas de control y sin abrirte la cabeza, comprar tu "moneda del festival" para posteriormente canjearla, y luego, una vez pasada la fiesta, salir disciplinadamente del recinto. Mi primera labor consiste en ponerle la pulsera y atender las incidencias de personas con abono de tres días. Hoy, siendo el último día de festival, el trabajo es más bien suave. Casi todo el mundo con entrada de 3 días ha venido los días anteriores y ya tiene su pulsera. De vez en cuando aparece alguien con la pulsera demasiado apretada. Se le pone una nueva y que siga la fiesta. Paula, la encargada de este puesto, me cuenta que es bióloga marina. El trabajo, que va creciendo a medida que cae la noche, se nos diluye en historias de calderones y ballenas. Recuerdo de pronto, tras unos cuantos años de freelance, lo hermoso de currar acompañada.
De allí paso al puesto de poner pulseras de entrada de un día, labor mecánica y de gran afluencia. No sabría decir en cuántas manos distintas coloco la pulserita en una hora, pero esa noche antes de dormir aún cierro los ojos y veo una sucesión de uñas mordidas, pintadas, manos velludas, finas, con pulseritas rojigualdas, con pulseras de otros festivales, tatuadas, con un anillo de Pokémon, e incluso una pulsera de oro con una frase grabada: "La vida es una mierda".
Ya de noche, con el festival en su apogeo, paso directamente a validación de entradas. Allí observo cierto temor ante la autoridad de una máquina que, emitiendo un pitido, indicará si son aptos de entrar. Nadie se propasa, ni aunque lo haga esperar un rato porque el artilugio no detecta su código de barras. Buen ambiente, caras de ilusión. La validación es un trabajo mecánico, veloz, ojo avizor a todos los ángulos muertos para que nadie se cuele. Salvo en algunos casos de incidencias —alguna entrada falsa comprada en webs de reventa— se transforma en una secuencia robótica. Vuelvo a recordar muchos de los trabajos en cadena que he hecho en mi vida: repartidora de flyers, relaciones públicas, cortadora de marihuana. A la media hora de validar tiques, ya he caído en el antiguo juego: para alejar las telarañas del bucle, imagino que paseo por ciudades que conozco. Mientras por fuera llevo a cabo una actividad frenética, en mi cabeza me traslado a la ciudad en la que me crie, conduzco hasta casa de mi prima, aparco, ella sale a recibirme con sus perros. Es decir, que mientras por fuera trabajo, por dentro hago las cosas que siento que debería estar haciendo en un mundo más fácil en el que el trabajo no fuese necesario. El jefe, que supervisa desde lejos mi trabajo de infiltrada, da la señal de alarma. Una pareja ha pasado detrás de mí sin mostrar la entrada. Salgo de la ensoñación y vuelvo a lo que tengo que hacer: solucionar el entuerto. No era un colarse con mala intención; simplemente, mi cuerpo no dio sensación de barrera. Es posible que porque realmente no estaba allí, sino recorriendo calles lejanas, entregada a otras tareas mentales.
Después de eso, uso otras técnicas que no me despisten, pero que me ayudan a sobrellevar la monotonía. Como al validar el tique aparece en pantalla el nombre del propietario de la entrada, empiezo a excederme en mis funciones y a saludarlos por su nombre: "Bienvenido, José Rafael". "Pásalo bien, Yolanda". "Feliz noche, Dolores".
Después voy pasando de puesto en puesto -mientras tanto suenan, a veces más cerca y a veces más lejos, Vetusta Morla, Fangoria, La Casa Azul, Carolina Durante, Las Ligas Menores, Cariño- conociendo a cada trabajador, observando sus técnicas de trato, de resolución, y, claro está, de distracción de la mente. "Yo le escribo mentalmente whatsapps sexuales a un lío que me he echado", me confiesa entre risas una de las camareras de la barra, cuando le pregunto el juego de evasión que sigue. Un responsable de seguridad al que acompaño durante un rato confiesa: "A ver, esto no es un trabajo pesado en absoluto comparado con muchos festivales en los que he currado. Pero es raro estar ahí quieto con peña de fiesta a tu lado, así que claro que pienso cosas para distraerme. Ahora estamos mi chico y yo con obras en casa, así que me pongo a tirar tabiques en mi cabeza, a pintar la pared de tal color o de tal otro. Algo hay que hacer. Tú prueba a escuchar a Fangoria sin bailar porque tienes que inspirar seguridad y respeto".
A medida que avanza la noche, el trabajo y la fiesta se me confunden y me voy entregando a esta última. De vez en cuando, miro a mi alrededor: Los trabajadores no claudican. Ajenos a los bailoteos de la gente, discurren como hormigas a las que no hay manera de distraer de su tarea. La responsable de prensa va de un lado para otro a paso firme y rápido, sorteando grupos de gente. En el escenario, las dos bailarinas de La Zowi toman sus botellines de agua y se lanzan el contenido a la espalda. El agua cae por sus culos en cascada y es casi pulverizada por un twerk furioso. Una responsable de producción habla por su walkie cerca del escenario. Creo ver un ligero temblor en su cintura. Como si, a pesar de estar inmersa en el trabajo, no pudiese evitar twerquear flojito.
Las tripas del festival
La edición 2019 del Festival Low incorpora a la inmensa mayoría de los trabajadores durante los días nucleares del evento: del miércoles (donde se incorporan los montadores de patrocinadores) al lunes (desmontaje de patrocinadores), con una concentración especial de viernes a domingo (por la incorporación de los camareros). El montaje empieza entre 10 y 15 días antes del evento y finaliza unos 3 o 4 días más tarde.
Durante el año, en la oficina de Producciones Baltimore, encargados de la producción del festival, trabajan unas 15 personas, cifra que va variando a lo largo del año hasta llegar a las 20. Los principales departamentos con los que cuentan son administración, dirección, producción, booking, patrocinios e innovación y comunicación (que incluye prensa, diseño y marketing). Durante el festival, los equipos se dividen en las siguientes labores: Accesos, barras, seguridad, técnica (sonido, iluminación, eléctricos), producción local (limpieza, sostenibilidad, voluntarios, almacén), patrocinios, comunicación, artística y logística (camerinos, runners, hospitality) y dirección. En total, a lo largo del Low, 985 trabajadores velan por la seguridad, la diversión, la buena iluminación y el buen sonido, y el comer y el beber, de 75.000 personas.