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Universos paralelos
Columna
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‘Arde Madrid’, mentiras en blanco y negro

En su afán por facturar una serie 'moderna', los autores han caído en errores propios de paletos

Fiesta improvisada flamenca en Las Ventas, en 'Arde Madrid'. En vídeo, tráiler de 'Arde Madrid'.
Diego A. Manrique

En tiempos no muy lejanos, creíamos que la hemeroteca universal de Internet sería gloria bendita para los periodistas. Por la facilidad para confirmar datos, por acercarnos al núcleo de cualquier cuestión, por colarnos en el diálogo abierto sobre asuntos polémicos.

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¡Vaya ingenuidad! Al menos por lo que respecta al periodismo musical, el nivel ha degenerado bajo el imperio de la Red. En vez de asimilar información, se ha impuesto el copipega, detectable por el uso de términos pretéritos o argumentos sobados. Perdido el sentido de la proporción, se proclaman genialidades sin ton ni son. Sobre todo, se trastoca la dimensión temporal. Se suele ignorar que los Bee Gees fueron anteriores a los Beatles, que la primera referencia al LSD está en un disco de 1960, que Dylan ya grababa con banda eléctrica tres años antes de Highway 61 revisited. Y menciono solo curiosidades tipo Trivial Pursuit.

Los anacronismos dejaron de ser pecado: se han convertido en gracietas hip. Ocurre con Arde Madrid, serie con admirable reparto que disfruto inmensamente… hasta que me siento abofeteado con unas referencias musicales fuera de época. Se supone que la acción transcurre en 1961, una ilusión que (al menos, para los musiqueros) se rompe al oírse a Antonio González El Pescaílla con Alguien cantó (1969) o Smash haciendo El garrotín (1971).

Atención: no soy cazador obsesivo de gazapos. Considero pecado leve que, en Good Morning, Vietnam, Robin Williams presente What a Wonderful World, dos años antes de que Louis Armstrong editara el tema. O que, en Regreso al futuro, Michael J. Fox haga virguerías con una guitarra Gibson ES-345 que no existía en 1955. Arde Madrid también es una comedía pero parece aspirar a cierto neorrealismo, al ser rodada en (precioso) blanco y negro.

Y no. El disparate llega a ser insultante al celebrar Ava Gardner, en su leonera de la calle Dr. Arce, una fiesta en memoria de Papá Hemingway. Antes de que lleguen los flamencos (no falta la cabra, viva el tópico racial), la animación corre a cargo de una orquestina que desata el desenfreno tocando bugalú, desde Bang bang (1966) a I Like It Like That (1967). Arrebatados por el (futuro) nuevo ritmo, dos oficiales uniformados se morrean. En medio de una reunión multitudinaria. En 1961.

Uno diría que el realizador no se ha privado de nada. Invita a aristócratas e influencers para hacer bulto, oportuna carnaza para los cronistas del ramo. Desfilan gitanos cool que lucen recién salidos de una sesión fotográfica para el próximo Vogue. Es opción de los guionistas el reducir a Juan Domingo Perón a una caricatura pero suenan todas las alarmas cuando Ana Mari, días antes una disciplinada instructora de la Sección Femenina, suelta un speech feminista al recibir la propuesta de matrimonio del pícaro Manolo.

Todo sirve para dar masajes sentimentales, para confirmar la bondad ideológica del espectador guay. Hasta el añadido de una grabación de Rosalía es tratado con la reverencia digna de un mensaje divino. Advierto que se trata de la Rosalía moderna, no la madrileña Rosalía yeyé que, en buena lógica, es la que debería escucharse en una ficción situada en 1961. Prepárense para una segunda temporada en la que irrumpirá El Fary anunciando La mandanga. No nos va a ganar Netflix en chulerías.

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