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TRIBUNA LIBRE
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Alumnos, alumnas y ‘alumnes’

La historia enseña que los cambios en las lenguas no se imponen desde las academias ni desde un movimiento social

Un gaucho cuida del ganado en Argentina EN 2006.
Un gaucho cuida del ganado en Argentina EN 2006.MICHEL GOTÍN

En Estados Unidos ya no se usa la palabra “negro” para identificar a los que hoy se definen como black o african americans. Fue una batalla que no comenzó con disputas sobre sustantivos, sino con una larga marcha desde Alabama. Primero esclavos, luego habitantes de segunda categoría, lucharon por la igualdad jurídica, no simplemente por un lugar en el diccionario. Quizás intuyeron que el lugar en el diccionario resulta de las luchas sociales, culturales y económicas: comienza por un asiento en el transporte, una habitación en los mismos hoteles y una mesa en los mismos bares. Durante décadas, la orquesta de Duke Ellington supo que debía respetar las humillantes imposiciones del apartheid cuando llegaba la hora de irse a dormir en una ciudad que visitaban de gira y tocaban para los blancos. Hoy, al norte del Central Park neoyorquino, una espléndida avenida circular lleva el nombre de Duke Ellington.

En mi país, la Argentina, la palabra gaucho atravesó un centenario proceso de cambios semánticos. A mediados del siglo XIX todavía significaba vago y bárbaro; un gran intelectual, que fue presidente, los aborrecía como la encarnación del atraso. Mucho después, gaucho comenzó a designar lo que hoy designa: alguien dispuesto a ayudar, por buena voluntad y sin interés. No intervino la Academia ni ninguna otra tribuna ideológica para establecer el nuevo significado. Habían llegado los inmigrantes pobres de Europa y, frente a esa gente que traía otras costumbres y defendía sus derechos con ideas tan extemporáneas como las del anarquismo, el gaucho se convirtió en un mito nacional. Los inmigrantes eran despreciados como tanos que no hablaban español y gallegos brutos.

Sorprende la confianza con que hoy se quiere implantar el uso conjunto de masculino y femenino, como si esa transformación lingüística garantizara una igualdad de género. Cuando esa igualdad se exprese enteramente, ya estará afincada en los diccionarios. Pero lo que más sorprende es la curiosa solución de utilizar la letra e final para indicar conjuntamente al masculino y el femenino. Estudiantes de la élite social y cultural, que asisten a los dos prestigiosos colegios universitarios de Buenos Aires, hoy dicen: les alumnes, les amigues, como si la e final otorgara la representación del masculino y el femenino, a contrapelo del español. La historia de las lenguas enseña (a quien la conozca un poco) que los cambios en el habla y en la escritura no se imponen desde las academias ni desde la dirección de un movimiento social, no importa cuán justas sean sus reivindicaciones.

La historia enseña que los cambios en las lenguas no se imponen desde las academias ni desde un movimiento social

Como sea, las élites son optimistas sobre aquello que pueden hacer incluso en materia tan resistente como el uso de la lengua. Daré un ejemplo. En la primera mitad del siglo XX la escuela primaria argentina impuso el uso delen lugar del vos. Las maestras, que usaban un impecable voseo durante la mayor parte del día, entraban al aula y empezaban a dirigirse a sus alumnos de tú. Esa escuela primaria tuvo una potencia excepcional en las tareas de alfabetización. Pero no pudo lograr que los chicos, que tan bien aprendían a leer y escribir, se trataran de tú. El voseo rioplatense (que, como enseña la historia de la lengua, es un rasgo arcaico del castellano) no se sometió a las instrucciones de una institución escolar que, en casi todos los demás aspectos, fue de una eficacia que hoy añoramos. Finalmente, las autoridades educativas abandonaron sus caprichos reglamentaristas sobre el uso del tú, y maestros y niños viven en paz con el voseo.

Con la duplicación del sustantivo en masculino y femenino se va en contra de una convención lingüística que tiene siglos. Seguramente por un machismo de origen, que los historiadores deberán probar, en español el masculino cubre la representación de ambos géneros. Lo mismo sucede con el pronombre de tercera persona en inglés: they. Pero no sucede esto con el mismo pronombre en francés, que usa ils y elles. Los idiomas no son uniformes en estas opciones, ya que el inglés que usa el mismo pronombre para la tercera persona del plural usa distintos pronombres (he y she) para la tercera persona del singular.

Los cambios en una lengua son más difíciles de implantar que los cambios políticos. La razón es evidente, si atendemos a que la lengua no es un instrumento exterior que se adopta a voluntad (como se adopta una ideología, incluso una perspectiva moral), sino que nos constituye. Para cambiarla hay dos caminos: imponer que padres y madres hablen a sus hijos desde el nacimiento con los sustantivos en femenino y masculino, lo cual es una utopía atractiva pero autoritaria. O esperar que la victoria en las luchas por la igualdad de género resulte, como en los ejemplos de black o gaucho, en cambios de larga duración.

La militancia puede favorecer esos cambios, pero no puede imponerlos. Si pudiera imponerlos, quienes defendemos la igualdad más completa entre hombres y mujeres ya estaríamos hablando con “doble” sustantivo desde el momento en que apoyamos un movimiento que es universal e indetenible, pero no omnipotente como un dios o una diosa.

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