Viena grita contra la censura y ‘rehabilita’ a Egon Schiele
El Museo Leopold inaugura la exposición cuyos anuncios fueron prohibidos en Reino Unido y Alemania
No debió de resultar fácil ser Egon Schiele en el arranque del siglo XX. Y sigue sin serlo bien entrado el XXI. El pintor y dibujante austriaco (Tulln, 1890-Viena, 1918) que tras una primera fase bajo la égida de Gustav Klimt y los preceptos del movimiento de Secesión vienés pasó a subvertir las reglas del retrato, fue un creador genial, también un apestado de su época. La extraordinaria exposición inaugurada el viernes por los responsables del Museo Leopold de Viena –la mayor colección de Schiele en el mundo- pretendía ser un homenaje en el tiempo, una reivindicación, casi la rehabilitación de un creador que tuvo que atender por igual a su obsesión creativa y a la incomprensión social, política… y judicial. Pero la Historia es cíclica, y la censura a la que fue sometido en su tiempo se ha repetido cien años después.
Las autoridades políticas de Reino Unido y Alemania siguen sin ver bien las osadías del expresionista vienés. El Estado austriaco y la Oficina de Turismo de Viena quisieron anunciar esta exposición del centenario en paredes de grandes edificios y en los autobuses y el metro de Londres, Berlín y otras ciudades. Pero se encontraron con que los carteles eran tachados de “demasiado atrevidos”, educado eufemismo que en boca de un político suele querer decir “asquerosos”. En concreto, la alcaldía de Londres habló de “pornografía”.
Por razones de pragmatismo comercial, las autoridades austriacas tragaron y acabaron haciendo de la necesidad virtud, aceptando que sobre las partes genitales de las pinturas de Egon Schiele plasmadas en las pancartas anunciadoras figuraran unas bandas con el lema: “Cien años ya, pero aún demasiado atrevido”. Una bonita frase, aunque quizá no tanto como aquella que rezaba –y reza- en el frontón de la vieja sede de la Secesión en la Friedrichstrasse de Viena: “A cada tiempo, su arte. A cada arte, su libertad”.
“Es un tema complicado, y está claro que la fuerza y el poder que ha adquirido el movimiento #MeToo lo hace aún más complicado”, explica en una de las salas del museo Diethard Leopold, hijo del coleccionista Rudolf Leopold, fallecido en 2010, fundador del museo y el primer hombre que se atrevió, desde los años 50, a pujar por obras de Schiele entre las risotadas y los abucheos de los otros coleccionistas vieneses. En 1994 cedió su tesoro a la Fundación Schiele y en 2001 se inauguró el museo. Para Diethard Leopold, el tema está claro: “Schiele no abusó nunca de nadie, solo retrató a personas que sufrían abusos. También retrató el despertar erótico de los adolescentes, algo que existe en la vida real aunque algunos no lo quieran ver, y aquí creemos que un museo es el lugar en el que este tipo de cosas deben ser mostradas abiertamente. La censura contra Egon Schiele es ridícula e injusta”.
Las criaturas de un bestiario atormentado
El viernes, en las salas del Leopold en pleno Barrio de los Museos vienés, padres con hijos y corros de adolescentes contemplaban, entre otros grupos de visitantes, los pubis, los testículos, los penes, las vaginas, los culos y los pechos del atormentado bestiario parido por Egon Schiele. Óleos, acuarelas, dibujos, gouaches, pero también fotografías, cartas, poemas y bocetos preparatorios: la exposición, integrada por 125 obras procedentes de los fondos del propio museo y de la colección privada de la familia Leopold, se divide en apartados temáticos tales como El ego, La madre y el niño (donde destaca la desolación de La madre ciega, de 1914), Espiritualidad, Mujeres, Paisajes, Ciudades y Retratos.
Un siglo antes de todo esto, en el corazón de la vieja Europa, mientras retumbaban los obuses y los muertos de la Primera Guerra Mundial y poco antes de que la gripe española se lo llevara prematuramente, Schiele retrató a mujeres desnudas (Mujer reclinada, de 1917), a hombres desnudos, a adolescentes desnudas, a niños desnudos, a lesbianas y a heterosexuales practicando sexo, se pintó a sí mismo desnudo con sus genitales colgando (como en el sobrecogedor Hombre desnudo sentado de 1910), pintó desnuda a su pequeña hermana Gertie. Nunca se lo perdonaron.
Pasó tres semanas en la cárcel acusado de haber llevado a su casa del pueblecito de Neulengbach a la hija de un militar retirado, para retratarla desnuda. Nunca se demostró nada relativo a un secuestro y mucho menos a ningún abuso sexual, pero dio igual: las nobles gentes de Neulengbach ya habían dictado sentencia. Odiaban la bohemia forma de vida de aquel vienés rebotado de la gran ciudad y recluido voluntariamente en el campo. Odiaban lo que pintaba. Odiaban lo que era.
“Fue maltratado en su tiempo, pero hoy sus seguidores siguen admirando no solo su compleja maestría en el estudio del cuerpo humano, y concretamente del desnudo, sino también su capacidad de contar el alma que hay dentro de sus personajes, dando pie a una aproximación psicológica que tiene todavía más interés en una sociedad como la que vivimos hoy en día, donde las personas a menudo nos comportamos como máquinas”, argumenta Diethard Leopold. La suma de ambas es lo que Carla Carmona llamó “la gramática alucinada de Egon Schiele” en su apasionante ensayo En la cuerda floja de lo eterno (Ediciones Acantilado).
Una explicación que enlaza con aquella frase que dejó escrita el propio artista: “Pinto la luz que viene de los cuerpos”. Es, parafraseando a Wittgenstein, “el animal salvaje que todo gran arte lleva dentro”, esa huida hacia adelante escapando del realismo y persiguiendo los resortes del psicologismo, tratando de entender los desbocados cruces de cables de la mente humana. Normal. Schiele vivió en Viena. La misma ciudad en cuyos cafés leyeron, escribieron, compusieron y pensaron gente como Freud, Kraus, Trakl, Schönberg o el propio Wittgenstein…
Babelia
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