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tribuna libre
Columna
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Elogio de lo póstumo

Desdeñando las concesiones necesarias para hacer carrera, creadoras como Vivian Maier y Emily Dickinson dieron rienda suelta a su creatividad

'Autorretrato'.
'Autorretrato'. Vivian Maier (Maloof Collection. Cortesía Howard Greenberg Gallery, New York)

¿Sería igual la obra fotográfica de Vivian Maier si la hubiera expuesto en vida? Es la pregunta que no dejaba de hacerme unas semanas atrás, cuando por casualidad —estaba de vacaciones en Sicilia— entré en una exposición suya en Catania (Vivian Maier. Una fotografa ritrovata, en la Fundación Puglisi Cosentino). Nacida en Nueva York en 1926, muerta en Chicago en 2009, Maier no solo no expuso nunca, ni vendió una sola foto, sino que ocultó su vocación. Oficialmente, era niñera. Una niñera que tenía el hobby, o la rareza, de llevar siempre una Rolleiflex al cuello. Las imágenes que obtuvo con ella parecen, más que captadas, robadas. Los protagonistas de sus fotos –un padre limpiándole la suela del zapato a su hijo en la calle, unas niñitas negras lamiendo polos de color blanco, una anciana peleándose con un policía, un hombre que se ha dormido en su coche, un mendigo acurrucado en la acera…– nunca saben que lo son. Maier fotografiaba a menudo desde una ventana (un punto de vista, afirma Carmen Martín Gaite en Desde la ventana, habitual en la literatura escrita por mujeres), o lo hacía en los lugares públicos con disimulo, apretando el obturador sin alzar la cámara.

Las fotografías más inquietantes, mis favoritas, son las de la propia Maier reflejándose en escaparates, ventanas, retrovisores, paredes de cristal de cabinas telefónicas… de espaldas a la gente y al paisaje. Llegó incluso, rizando el rizo, a retratarse en un espejo que llevaban a hombros los empleados de una casa de mudanzas. Su obra nos revela un secreto: su presencia de observadora, la que ve sin ser vista. Más que de fotógrafa, Maier parece haber tenido vocación de espía. Pasaba inadvertida, y fotografiaba lo que pasa inadvertido. La fama no habría sido coherente con su estética.

Y coherente, Vivian Maier lo fue hasta el final. Su ingente obra (unos 100.000 negativos) habría sido para siempre ignorada de no ser por un azar rocambolesco. En 2007, un guardamuebles de Chicago vendió a una casa de subastas las pertenencias dejadas en su almacén por alguien que luego dejó de pagar las cuotas. La casa de subastas puso a la venta los objetos, entre ellos unos carretes de fotografías. Éstos fueron adquiridos por ­John Maloof, un historiador que preparaba un libro sobre Chicago. Maloof reveló algunos, no le interesaron y los puso a la venta en Internet. Un crítico de fotografía, Allan Sekula, se fijó en ellos y alertó a Maloof sobre su valor artístico. Fue así cómo Maier terminó convirtiéndose en la celebridad —póstuma— que es ahora.

Más que de fotógrafa, Maier parece haber tenido vocación de espía. La fama no habría sido coherente con su estética

La historia de Vivian Maier recuerda irresistiblemente la de otra grandísima artista del mismo país: Emily Dickinson (1830-1886), cuyos poemas fulgurantes, originalísimos, geniales quedaron a su muerte en el fondo de un armario, de donde los rescató su hermana. Dickinson sí había hecho algún intento –sin mucha convicción– de sacar su obra a la luz. Envió un par de poemas a una revista, que los publicó… con pequeñas correcciones: ponerles título, que no llevaban, cambiar algún guion por una coma… Modificaciones ínfimas, pero suficientes, sin duda, para demostrar a la poeta que sus textos no eran realmente entendidos, y que solo iban a ser aceptados a condición de meterlos en el molde de lo convencional y previsible. En lo sucesivo, Dickinson se encerró en la casa familiar y se dedicó a escribir, renunciando sin reservas al reconocimiento externo. No parece haberlo echado de menos, tan intensa era, como en el caso de Vivian Maier, su relación con su propia obra. Y consigo misma: se forjó, sin duda muy deliberadamente, una biografía y una imagen. Vivía encerrada en su dormitorio, en la casa familiar de Amherst (Massachusetts); cuando había visitas, entreabría la puerta para escuchar lo que alguien tocaba al piano; vestía siempre de blanco; salía casi a escondidas para pasear sola por el bosque. ¿Una vida triste, de “solterona” como quiere el tópico, de reclusa? Ella no lo veía así. Una vez invitó a su sobrina Marta, Matty, a visitarla en su cuarto, y después de que entrara, hizo el ademán de cerrar la puerta con una imaginaria llave y exclamó: “Matty, here is freedom!” (¡aquí está la libertad!).

No son las únicas. Otras escritoras y escritores han comprendido, a lo largo de la historia, que prescindir de la publicación (que Dickinson definió como “subasta de la mente del hombre”) les hacía mucho más libres. Desdeñando las concesiones necesarias para hacer carrera (plegarse a las modas, halagar a quien tiene el poder, elaborar productos de fácil comprensión…), dieron rienda suelta a su creatividad. Algunos ni siquiera se lo plantearon en estos términos: simplemente escribieron textos que por definición no estaban destinados a la imprenta, al menos no en vida de sus autores: diarios, como los de Henri-Frédéric Amiel, Miguel de Unamuno, Sylvia Plath, Virginia Woolf, Anaïs Nin; cartas íntimas, como las de Madame de Sévigné a su hija… Obras que como las fotografías de Vivian Maier, exhalan una libertad, una creatividad, un sentido crítico que difícilmente se pueden ejercer en vida y en sociedad. Viva, pues, lo póstumo.

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