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La ciudad del ratón sí quiere turistas

Museos y zoológicos dedicados al roedor han logrado crear una marca que atrae visitantes a esta localidad rusa que vive de los hidrocarburos

Una imagen de la ciudad rusa Myshkin.
Una imagen de la ciudad rusa Myshkin. P. BONET
Pilar Bonet

O reinventarse o morir. Este era el dilema que encaraba Myshkin, una pequeña localidad en la orilla izquierda del Volga a principios de los noventa del pasado siglo, cuando los cruceros fluviales pasaban de largo para recalar en otras villas de mayor enjundia. Situada en la provincia de Yaroslavl, Myshkin es un antiguo centro comercial, que carecía de una historia potente y trágica como la vecina Úglich, escenario de la misteriosa muerte del zarévich Dmitri, a fines del siglo XVI. Media docena de iglesias, la mansión familiar de Fiódor Tiútchev, en la que ese poeta jamás residió, varias casonas de comerciantes adinerados y la primera biblioteca pública de Rusia no bastaban para que las navieras hicieran recalar sus turistas en la ciudad que, antes de la revolución bolchevique, enviaba cereales, mantequilla, huevos y madera a San Petersburgo.

El nombre ruso de Myshkin puede traducirse como “la ciudad del ratoncito” y la villa, efectivamente, tiene roedores en su leyenda (la de un príncipe al que un ratón salvó la vida al despertarlo y ponerlo en guardia contra una serpiente) y en su escudo (compartido con un oso). A partir de estos elementos, y por consejo de un periodista de Moscú, surgió lo que el escritor e historiador local, Vladímir Greschujin, llama el “rebranding” (la asociación con una marca comercial).

Con el ratón como “marca”, las autoridades de Myshkin fueron a Moscú a negociar con las navieras, les ofrecieron un programa de excursiones y firmaron contratos para que los cruceros recalaran en la ciudad, cuenta la alcaldesa Olga Mináeva. Hoy, el distrito de Myshkin tiene algo menos de 10.000 habitantes, de los cuales 5.600 viven en la ciudad del mismo nombre. Sus principales empresas, vinculadas al transporte de hidrocarburos rusos a Europa, son una estación de compresión de gas y otra de bombeo de petróleo que dan trabajo respectivamente a 700 y 200 personas, según dice Mináeva. El sector turístico en su conjunto emplea a 800 personas y es la esperanza de futuro de Myshkin.

Greschujin fundó, como él dice, el primer museo del ratón del mundo a partir de una colección de figuras de diversas procedencias que se ha ido ampliando con los años. Además, montó otras exposiciones, —hasta un total de ocho—, que se integran en el Museo Popular de la Región. Hay aquí una sección dedicada a la arquitectura rural, otra al productor de vodka decimonónico, Piotr Smirnov, oriundo de estos parajes, y una amplia colección de vehículos de época. En un vasto territorio junto al río, el escritor ha reunido objetos, grandes y pequeños, rescatados de pueblos agonizantes, de tierras vecinas que en gran parte fueron anegadas en los años cuarenta al construirse el embalse de Ríbinsk. Para suministrar electricidad a Moscú más de 4500 kilómetros cuadrados, centenares de pueblos y la ciudad de Mologa quedaron bajo las aguas y 130.000 personas tuvieron que ser reubicadas. “Es nuestra Pompeya”, dice Greschujin, que ha salvado iglesias y cabañas de troncos, rejas de hierro forjado, telares, estatuas, molinos de trigo y cortadores de col, así como utensilios de oficios en extinción, como los de pilotos y fareros del Volga.

A ritmo de crucero

Son las nueve de la mañana y los vendedores de cachivaches y recuerdos despliegan sus paradas en el embarcadero. Los ratones de trapo, de ganchillo o de porcelana, la miel y el pescado ahumado esperan el primer crucero, el “Konstantín Símonov”, que atraca envuelto en una música atronadora. Bajan los turistas, siguiendo a las guías que enarbolan el número de los grupos, y se dispersan por la ciudad, camino de la tienda de lino, los talleres de cerámica o de forja y las sedes de los ratones. Al cabo de tres horas, vuelven al buque, cargados de paquetes, y se van como han venido contaminando acústicamente el paisaje. Al atardecer, Myshkin recupera el silencio. Las mujeres pasean a sus bebés la ribera reconstruida gracias a la ayuda de Valentina Tereshkova, la primera mujer cosmonauta, y los turistas que han decidido pernoctar en Myshkin pueden acudir a alguno de los restaurantes que aparte de cultivar temas de “ratones” y “gatos”, apuestan por el turismo gastronómico para quien aprecie el pan crujiente, el queso tierno y el yogurt de cabra y todos esos productos difíciles de encontrar en Rusia en esta época de sanciones internacionales.

“Myshkin necesita un futuro, porque el campo ruso languidece por falta de trabajo”, dice Grechujin. Myshkin ha perdido población, pero también hay quien llega a ella en busca de nuevos horizontes, como los emprendedores de Moscú que han fundado “Agrivolga”, una empresa productora de carne, embutidos y sabrosos lácteos.

Durante la colectivización comunista Myshkin sufrió mucho y dos revueltas campesinas fueron cruelmente reprimidas en los años veinte. La localidad, que Catalina II convirtió en “ciudad” en 1777, fue degradada a “pueblo” en 1927 y solo recuperó su condición urbana en 1991. Su función como centro de servicios para la agricultura, desapareció al ser abolidas las explotaciones agrícolas colectivas (koljoses y sovjoses), que habían reemplazado a los grandes latifundios de familias aristocráticas como los Sheremétevo, cuenta Greschujin.

Las autoridades provinciales subvencionaron la construcción de un monumental “palacio del ratón”, que ofrece espectáculos para niños y que además tiene un polémico zoológico donde, encerrados en vitrinas, se exhiben ratas, ratones y hasta murciélagos. La leyenda y las actividades en torno a los ratones se fueron también ampliando con la fiesta anual del ratón, adonde acude gente disfrazada de roedor, y se crearon condecoraciones de ciudadanos honorarios de Myshkin.

Uno de los problemas de la ciudad es que carece de puente sobre el Volga (el más cercano está a 40 kilómetros) por lo que, el que no va en crucero y no quiere torturarse en las carreteras locales, tiene que utilizar la barcaza que circula cada hora entre las dos riberas.

“En 1996 venían 6000 turistas y en 2016 ya fueron 195.000, que llegaron en cruceros y por carretera, al 50%”, dice Mináeva. En la temporada fluvial (de mayo a septiembre) de 2016 recalaron aquí 375 cruceros, afirma la alcaldesa, que sueña con visitar la fiesta de la Tomatina en España. “Si contamos los turistas por habitante, tenemos más que en París”, exclama.

La “explotación” de los roedores crea tensiones en Myshkin. Los cruceros están coordinados con una empresa de turismo creada por el ayuntamiento que “dirige a los visitantes hacia el palacio del ratón, pero no al museo del ratón”, dice Grechujin, que acusa al consistorio de monopolizar el embarcadero y gestionar el turismo de acuerdo con sus propios intereses.

En el proceso de “renovación” de la marca Myshkin, algunos museos desaparecen (el de sombreros), otros están en reconstrucción (el de “válenki” o botas de fieltro) y otros se ven amenazados, como el “museo ortodoxo” de Serguéi Kúrov. Este especialista en la talla de madera afirma que los popes quiere echarlo de sus locales, donde ha recogido documentos pertenecientes a la vida eclesiástica de la región. Kúrov parece ser el único en Myshkin que aborrece a los ratones y reprocha a Grechujin y el ayuntamiento de habérselo inventado todo, las historias de ratones y las supuestas conexiones con el escritor Fiodor Dostoievski (el príncipe Myshkin es el protagonista de El Idiota). Pues claro que se lo inventaron. Esa es precisamente la clave del éxito de la marca “Myshkin”.

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Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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