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Patria voraz

Aramburu ha escrito una novela memorable sobre los 40 años de deriva fascista de Euskadi

José-Carlos Mainer
Traslado del féretro de Domingo Iturbe, Txomin, en 1987.
Traslado del féretro de Domingo Iturbe, Txomin, en 1987.Antonio Alonso (Efe)

En 1996, Fuegos con limón, la primera novela de Aramburu, nos deslumbró a bastantes lectores. Era un relato extenso, sin prejuicios ni pudores, aparentemente salvaje, pero que hablaba de la fe de unos muchachos en la virtud salvadora de la literatura. Y, en su fondo, dejaba ver los perfiles de esa piedra cruel y berroqueña que la hipocresía nos hace llamar “el conflicto vasco”, “el conflicto” para sus íntimos. Veinte años después, Aramburu es algo más que un escritor de culto, y aquel pedrusco infame, ya algo cuarteado por fortuna, ha ocupado el primer plano de unos conmovedores relatos, Los peces de la amargura (2006), y de una breve e intensa novela, Años lentos (2012), cuyas estrategias narrativas —la mezcla de distancia e implicación, de autoflagelación y lucidez— nos hicieron pensar en las novelas africanas de J. M. Coetzee.

Ahora la vieja piedra se llama simplemente Patria y el libro es una novela extensa y memorable que abarca 40 años de fascistización de una sociedad cerrada y recelosa y otros tantos de degradación moral de las instituciones del Estado. Allí está todo: el mundo de la lucha armada y el encarcelamiento de sus héroes, la hipócrita y cruel ocultación de sus víctimas, la constitución de una mentalidad de “pueblo elegido” y perseguido, el bochornoso papel de la Iglesia católica y sus imanes parroquiales, la diaria y sistemática práctica de división de una comunidad en buenos y malos. Aramburu ha retratado las dos caras de una sociedad arcaica y patriarcal que ha preservado los valores de unidad familiar (es significativo que castellanohablantes y euskaldunes usen la misma nomenclatura vasca de la jerarquía familiar: amona, aita, ama, osaba…) y donde la cuadrilla es el instrumento de socialización de adolescentes y jóvenes. Y queda claro que la misma mentalidad que sustenta una gran cohesión social ha sido el caldo de cultivo natural de la justificación de la violencia y del ejercicio del acoso fascista al sospechoso (pintadas manifestaciones, culto a los retratos de los héroes).

No es casual que Patria sea la historia de dos familias que han sido inmemorialmente amigas y a las que ha enfrentado el “conflicto”. Y cuya historia paralela es la errática, aunque decidida, búsqueda de un perdón que unos han de pedir a los otros y que al final llega. No sabemos sus apellidos familiares, sino solo los nombres de pila, lo que es significativo. Gobiernan a las familias dos etxekoandreak (amas de casa), Miren y Bittori, que dominan a dos maridos —el Txato, la víctima mortal de un atentado terrorista, y Joxian, torpe, cobarde y sentimental— y a los cinco hijos que encarnan toda la gama de biografías de una sociedad que ha ido pasando de la vida pueblerina a la propia de una clase media semiurbana. Hay un médico, lúcido y algo reservón, Xabier; un escritor en euskera que acepta su homosexualidad, Gorka; un terrorista que purga su culpa, Joxe Mari. Y dos mujeres que, en el fondo, heredan —cada cual a su modo— la resistencia, el empeño y el fracaso de sus madres: Nerea, la aparentemente errática y egoísta pero que crece moralmente con el paso de las páginas, y Arantxa, la marcada por su mala suerte y a la que un ictus convierte en una inválida. Y en uno de los personajes más logrados y emotivos de la novela, quizá el mayor y mejor de todos.

El orden del relato se ha sedimentado en un centenar de capítulos breves que adoptan la unidad de un cuento. No los unifica la cronología estricta, sino una sucesión de naturaleza emocional. También se ha diluido adrede (y con gran efectividad) la responsabilidad narrativa: no sabemos quién cuenta porque las frases —casi ráfagas— escritas en primera persona se mezclan con las formas del estilo indirecto libre y con la presencia mayoritaria de un narrador que todo lo gobierna y organiza. Y que quizá se autorrepresenta como el novelista que, al final (en el capítulo ‘Si a la brasa le da el viento’), habla de sus novelas vascas en un acto organizado, tras el abandono de las armas por parte de ETA, al que significativamente asisten muchos personajes reales y otros de nuestra ficción. El resultado estético es un estilo urgente y minucioso que parece nacer de la misma historia contada y que busca abarcarlo todo: a través de esos diálogos expresivos en los que se usa el castellano hablado en el país (con los verbos en condicional, que sustituye al pretérito imperfecto de subjuntivo) o mediante la búsqueda de la mayor precisión en los mecanismos psicológicos de los personajes que lleva a que, a menudo, los conceptos se expresen en formas alternativas o complementarias separadas por barras: “presentía/deseaba”, “estaba todo hablado/roto”, “se indignó/inquietó”.

Patria es, sobre todo, una gran y meditada novela. Pero la tradición del género lleva incluida la virtud de explicar a sus contemporáneos algo del mundo que les ha tocado vivir, o que forma parte de su herencia: amalgamar evocación y análisis. Lo hicieron los Episodios nacionales, de Galdós, justo cuando hacía falta recordar y suturar discordias civiles, y lo hizo Guerra y paz, de Tolstói, cuando corría riesgo de olvido el origen de la Rusia moderna. Lo mismo están logrando ahora las novelas de Fernando Aramburu.

Patria. Fernando Aramburu. Tusquets. Barcelona, 2016. 648 páginas. 22,90 euros


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