La hora de Joaquín Torres-García
Inclasificable y conmovedor, el uruguayo fue moderno contra la modernidad, un creador que jamás se entregó a promesas teleológicas. Una retrospectiva organizada por el MOMA llega ahora a España e ilumina su trayectoria
Debemos a los vigilantes del MOMA una observación muy reveladora acerca no ya de cierta condición del arte moderno, sino, más exactamente, acerca del espíritu de lo moderno, como decíamos antes, en general. Pero debemos a Luis Pérez-Oramas, conservador de arte latinoamericano y comisario de esta exposición excelente (producida por el museo neoyorquino, la Fundación Telefónica y el Museo Picasso de Málaga), haber seguido la pista que los vigilantes le indicaban —son ellos quienes han pasado más tiempo ante las obras— tras hacerle ver que los muchos relojes pintados por Joaquín Torres-García en sus características pinturas-retablo de los años treinta marcan todos la misma hora, a un par de minutos de las once menos veinte, un poco como los de las fotos publicitarias señalaban siempre las diez y diez. Así Pérez-Oramas ha entendido y nos ha ayudado a entender el arte decisivo de Torres desde su experiencia de la temporalidad moderna, tan disociada y conflictiva como para constituirse en obsesión por lo uno, lo único, lo sencillo; es decir, por todo aquello que, siendo su contrario, era tomado en esa vivencia por dolorosamente perdido.
Hijo de un catalán, se formó en el célebre Cercle Artístic de Sant Lluch y acabaría siendo un noucentista de primera
A diferencia del tiempo que llamaríamos “antiguo” y del nuestro contemporáneo (por razones distintas, claro), el tiempo moderno sólo es accesible a una experiencia o vividura desgarrada, tensa, y es a su vez ese dolor lo que sólo y honestamente puede ser vivido ahí, por mucho que los modernos y los antimodernos retroactivos se empeñen en zanjar las cosas de mala manera invocando todavía las contraseñas, ya puramente estéticas, de la revolución o la reacción. En este sentido, Baudelaire habría encarnado una primera subjetividad especialmente sensible a esa temporalidad sin paz ni soluciones, partida entre el vértigo de la fuga y la lejanía de la eternidad. Pero el ejemplo de Torres-García nos muestra a un artista cuyo pasar por los movimientos y estilos del tiempo no fue sino eso, un pasar, sin entregarse a las promesas teleológicas de cada cual ni acatar el argumento que sucesivamente los amortizaba (como a los hombres) al paso progresivo de la historia.
Joaquín Torres-García, hijo de catalán de Mataró, nació en Montevideo en 1874 y a los 15 años vino a Barcelona, donde se formó en el célebre Cercle Artístic de Sant Lluch; acabaría siendo un noucentista de primera y, reconocido así por Xènius en La Ben Plantada, sus pinturas rimaron a la perfección con la poética más o menos neogriega del rústico Mediterráneo (sus hijos se llamaron Augusto, Ifigenia, Olimpia y Horacio). Pero en 1917, coincidiendo con su caída en desgracia y la del propio Xènius a la muerte de Prat de la Riba, entró en contacto con Rafael Barradas, un compatriota que se había fijado en el hormigueo frenético de la ciudad moderna: el otro tiempo. La ciudad. Su vorágine. Su inestabilidad, en todo opuesta a la melodía armoniosa de las escenas mitológicas. En 1920 vio en Nueva York lo que Barradas ya le había hecho ver en Barcelona.
Poco después pintó unas naturalezas muy sintéticas y hermosas, como parientes de Derain o Marquet; luego pasaría por Italia (pintó también con ecos Sironi o Carrà) y por París, donde vio la exposición Les arts anciens de l’Amérique —hoy tengo en las manos el pequeño catálogo: Les Editions G. Van Oest, 1928— y descubrió el nuevo campo de pruebas indigenista que, labrado primeramente por él, acabaría forjando la invención plástica de América. Pero ni la aventura junto a los abstractos parisienses de Cercle et Carré, ni su paso por Madrid, ni el regreso a Uruguay en 1934 y la fundación de Arte Constructivo lo encauzaron por el raíl de la historia progresiva (un progresista y un gnóstico son agua y aceite) y fue moderno contra la modernidad, la manera más con más de serlo puramente.
Lo crucial de su arte, pobre, tosco, carnal, sucio y oscuro, es que revela el deseo imposible de hacer coincidir Arcadia y Utopía
En realidad, las retículas de sus frisos barceloneses aparecen de nuevo bajo los casilleros de los años treinta, incluso los regatos de Teócrito vuelven a última hora en latitudes australes; el tomismo de Torras i Bages retorna bajo proporción áurea o en clave mística y esotérica (seguramente pintaba sus relojes bajo alguna persuasión pitagórica)… Lo crucial, lo verdaderamente decisivo de su arte pobre, tosco, siempre conmovedor, carnal, sucio y oscuro —esto es lo que entra en guerra permanente con su elucubración espiritual y simbólica— es que revela el deseo imposible de hacer coincidir Arcadia y Utopía, Arqueología y Construcción, un tiempo inmemorialmente perdido y un futuro que se resiste a su fabricación anticipada, partido entre los dos.
Más atrás incluso que Baudelaire, como si su hora única —el Uno primordial, lo universal, lo eterno— señalara la más vieja herida de la que brota lo moderno, cuando veo la emocionante rudeza de sus juguetes, Torres me lleva al “juego” del que habla Schiller en las Cartas sobre la educación estética del hombre (1795) como sinónimo de plenitud, como síntoma de un tiempo y un espacio curados de la dispersión en una especie de intemporalidad compartida por la infancia del hombre y la infancia del mundo. También me acuerdo de aquel otro pasaje de Hofmannsthal en Sobre el teatro de marionetas (1810) que habla de la puerta cerrada del paraíso y de quien, sin regreso posible sobre sus pasos, expulsado por el tiempo de su tiempo, dará la vuelta al mundo (a los estilos, a las formas) por ver si ha quedado abierta la puerta de atrás.
Joaquín Torres-García. Un moderno en la Arcadia. Fundación Telefónica. Fuencarral, 3. Madrid. Del 19 de mayo al 11 de septiembre.
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