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La buena letra del empollón

El punzante St. Aubyn no arriesga nada en 'Sin palabras': la sátira endogámica no le sirve para visibilizar la cara cojitranca de la sociedad en esta ficción sobre los premios literarios

Marta Sanz
Interior de una librería en Madrid.
Interior de una librería en Madrid.Santi Burgos

A St. Aubyn su fama lo precede. Su buena fama. La serie de novelas, protagonizada por Patrick Melrose, es del gusto de paladares exquisitos. Con razón. Por eso, mis expectativas al afrontar la lectura de Sin palabras, una sátira sobre el mundo de los premios literarios anglosajones, son grandes. Me dispongo a disfrutar de los puntos fuertes del texto, un diagnóstico de los tics del mundo que rodea y a la vez forma parte de la literatura. El escritor es consciente de que el contexto literario, sus bambalinas, presentaciones, premios, repercusión en suplementos o colocaciones en escaparates son factores inseparables del estilo: una prosa también se cincela nutriéndose del entorno y, por ello, resultan hilarantes los fragmentos en los que St. Aubyn parodia, los géneros y usos de una literatura donde lo popular, entendido como comercial, y lo literario, entendido como exquisitez para degustadores académicos o avezados lectores, se aproximan siguiendo la lógica de la rentabilidad: engendros bestsellerescos, que mezclan tramas de espionaje con un romanticismo calentorro; o el naturalismo dialogado, el realismo semisucio, de questasmirando, novela nominada para el premio Elysian… El espejo deformante se aplica sobre posibles fragmentos de estas obras mientras el narrador se burla del gusto por los monólogos interiores traumatizados de niños sudafricanos; el bildungsroman autobiográfico; los testimonios de anoréxicas; la idea del lector como elector o el lugar común de que si Proust hoy fuera escritor nunca habría llegado a la final de un premio.

Los retratos de Sin palabras se escriben con caligrafía más gruesa: desde la escritora folladora Burns hasta Didier, el crítico que utiliza una terminología antisistema afrancesada, pasando por Penny, miembro del jurado, escritora ínfima y pésima lectora, o Vanessa, con la que sospecho que St. Aubyn solapa su punto de vista disfrazado de omnisciencia: sólo ella entiende que un recetario de cocina no es una novela posmoderna y expone criterios “razonables” en torno a las buenas conductas estilísticas como por ejemplo el axioma, descriptivo de la qualité literaria, de que no hay nada más efímero que un tema candente. Que se lo digan a Capote. Este tipo de lugares comunes me lleva a preguntarme de qué me río y con quién. Porque el autor me coloca en la posición de reírme con él de otros. A su lado, en el palco de honor. La comunidad literaria, escritores y lectores, se ríe de sí misma con complacencia suma. Se permite un respiro desmitificador para seguir adelante. Todos somos estupendos y ésta es una novela para conocedores que reafirman sus prejuicios, que oyen lo que esperan oír y que se sienten incólumes frente a la deformación satírica. Esta comodidad que embarga tanto al lector del mundillo como al lector profano se debe a que St. Aubyn escribe una sátira utilizando la prosa elegante, el humor inteligente y el ingenio como comportamientos literarios de alto standing. No se aparta de los viejos usos de esa comicidad, tan graciosa como abiertamente elitista, de Evelyn Waugh. St. Aubyn hace observaciones ingeniosas que nos remiten a una elocución wildesiana ya algo gastada: “Hacía una cosa mucho más emocionante que acostarse con ella: daba a entender a la gente que se acostaba con ella”.

Dándole la vuelta al argumento con que comenzaba este comentario, me cuesta pensar en criticar el contexto literario sin cuestionar sus lenguajes. Porque St. Aubyn parodia a Welsh, pero no se aparta ni un milímetro de otras tradiciones de prestigio. Se produce en Sin palabras una desconexión artificial entre fondo y forma que busca el aplauso. Aquí un autor punzante como St. Aubyn no arriesga nada: la sátira endogámica, centrípeta, tampoco sirve para visibilizar la cara cojitranca de la sociedad en su conjunto. El campo literario se tiñe de amable indignidad y la sátira en vez de apuntar hacia ese didactismo, incluso moralista, relacionado con la corrección de los vicios, en Sin palabras cada oveja acaba con su pareja y casi todo vuelve a ocupar su lugar. Como la piel de patito de goma después de espachurrarlo. Somos inmunes al escándalo, quizá porque nuestro escándalo y nuestras miserias no nos parecen tan escandalosos. Leo lo que espero y quiero leer, pero no me creo nada porque todo me suena a cartón piedra y a la buena letra del empollón que escribe subiendo la nariz. Acabo el libro y me restriego los ojos: estoy viendo a St. Aubyn que se ríe y entra en el salón de baile cogido de la mano de Michiko Kakutani, crítica de The New York Times. •

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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