Una desesperación indefinida
Un libro recupera las letras nihilistas, distópicas y poéticas de Ian Curtis, el cantante de Joy Division fallecido a los 23 años
Resulta tentador establecer paralelismos entre el Manchester en recesión de mediados de los setenta y la actual crisis, pero aquella fue una realidad bastante más desierta y alienante, sin acceso a la red global ni ventanas virtuales. Especialmente para un joven inadaptado como el cantante de Joy Division, cuyo suicidio en 1980, a los 23 años, clausura la década anterior señalando un reinicio para el rock. Ian Curtis había nutrido su búsqueda de una identidad, ajena a tan siniestro entorno, en las librerías de ocasión. Encerrado en una habitación del recién estrenado domicilio conyugal en Macclesfield, cuadernos y hojas desparramados por el suelo, se concentra en plasmar terribles desamparos en sus canciones, que compila el libro En cuerpo y alma,en edición bilingüe, acompañadas de manuscritos y documentos.
Personalidad amable pese a la borrasca interna, Curtis había padecido depresión en la adolescencia y sufría de epilepsia, condición que desaconsejaba dejarse ir en el fragor de una actuación rock. En Joy Division, escribe el prologuista Jon Savage, la música se situaba “entre la blanca luz y la angustia tenebrosa”, las letras oscilaban “entre la total desesperanza y la posibilidad (si no necesidad absoluta) de una conexión humana”. Su viuda, Deborah Curtis, le recuerda leyendo a Dostoievski, Nietzsche, Sartre, Hesse y Artaud, hojeando álbumes fotográficos de la guerra desatada por el nazismo y poemarios de Jim Morrison, escuchando obsesivamente a Lou Reed e Iggy Pop. Aquel selecto fondo de heterodoxos, y las experiencias vividas desde su atónito aislamiento, informan la distópica ficción de unas letras a las que se aferran marciales, o sublimes, estructuras musicales.
Atrocity Exhibition provenía de Ballard, Dead Souls remitía al escritor ruso Gógol, Interzone parafraseaba a Burroughs… Intranquila, Deborah observaba que su nihilismo, entre gélido y tierno, era alentado por aquellas lecturas, y que la recaída depresiva producía visiones cada vez más abismales. El reflejo del yermo posindustrial se traducía en atracción por la simbología totalitaria o religiosa, en paranoia apocalíptica ante un entonces plausible holocausto nuclear. Pero en este universo de cielos metálicos y atmósfera contaminada, la emoción brota indefectiblemente del narrador, atrapado en una zona sombría donde la vida es dejada atrás por los sueños, confundido en laberintos de ciencia-ficción y decorados de ruina urbana. Elípticas, mórbidas, esotéricas, vocalizadas por un severo barítono, estas canciones flotan todavía alrededor del espectral, malogrado poeta.
“El gran logro lírico”, según Savage, “fue captar la realidad subyacente en una sociedad convulsa para hacerla tan universal como personal. Percibía el coste humano de la reestructuración económica y social que se producía a finales de los años setenta y que todavía arroja su maligna sombra sobre nosotros”. Aquella realidad sumió al ser frágil en un amasijo de compasión y desánimo que le arrastraría al suicidio tras una aventura extramatrimonial, que presagia la imborrable Love Will Tear us Apart. Deborah habla de “una desesperación indefinida”. Se antoja, sin embargo, sólida, indestructible, en estos versos inexplicablemente maduros. Jeroglíficos de la desazón que produce quedarse siempre a dos pasos de conectar, intuyendo que el mundo jamás te desvelará su verdad.
En cuerpo y alma. Cancionero de Joy Division. Ian Curtis. Malpaso. Barcelona, 2015. 336 páginas. 22,50 euros.
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