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EXTRAVÍOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cicatriz

El arte ha demostrado ser consciente de la fuerza de lo minúsculo que bulle en lo real

'J and T', 2014, de Jerónimo Elespe.
'J and T', 2014, de Jerónimo Elespe.Paco Gómez | Cortesía Ivorypress

Hay una dimensión de lo minúsculo que rebulle en lo real, de naturaleza tanto física como metafísica, cuyo sutil entramado no se hace visible ni siquiera con los artilugios ópticos más sofisticados, porque su patencia es inestable, ya que está en un estado de permanente construcción alterada; como si dijéramos, danzando en el umbral entre el ser y el no ser. La microfísica los denomina “cuanto” y los define como la cantidad discreta de energía de un átomo o molécula, que es proporcional a la frecuencia de la radiación emitida o absorbida por ellos. La dificultad para su observación positiva estriba en que los mecanismos aptos para ello influyen y modifican su naturaleza, que metafóricamente tiene algo de espectral, fantasmagórico. No es extraño que iluminar técnicamente esa zona oscura de la materia sea considerado una hazaña, aunque se haya tenido muy diversa consciencia de su influyente existencia.

El arte ha demostrado ser consciente de la existencia y de la textura de este micromundo, que a Leonardo o a Friedrich les hacía vislumbrar el cosmos a través de una mota insignificante, pero otros muchos pintores la recrearon incluso físicamente, como se aprecia en los cuadros del alemán Albrecht Altdorfer (hacia 1480-1538) o en los grabados sobre lino de ese maravilloso y extraño pintor holandés Hércules Seghers (1589/1590-1633/1638), del que Rembrandt aprendió el tejido de las sombras. Y como en nadie, lo percibimos en los dibujos y cuadros de Seurat (1859-1891), máximo exponente del llamado puntillismo o divisionismo.

Hay otros casos parecidos en la historia del arte hasta llegar a nuestra época, lo corrobora ahora precisamente un joven pintor, Jerónimo Elespe (Madrid, 1975), dado a conocer apenas hace un lustro, cuya esmerada formación estadounidense, con maestros como Barry Le Va y Mel Bochner, le vacunaron frente a esa endémica epidemia provinciana de seguir las trasnochadas modas. Recuerdo el impacto que me produjo la primera vez que contemplé su obra y me percaté de que poseía el aura intempestiva de los auténticos creadores, que son los que exploran el futuro desde el pasado, porque, sea cual sea la actualidad, ese producto del mercado, aspiran a la inmortalidad, que es el hecho de los muertos y de los aún no nacidos. Sus cuadros al óleo sobre aluminio desafiaban los formatos convencionales, porque, al margen de su verdadero tamaño, que iba desde casi las medidas de un sello hasta las de un tablotín vertical u horizontal, eran todos la representación de un universo en formación, sin por ello dimitir de que su configuración estuviese cosida a la inmersión en un mundo cotidiano, veladamente onírico; esto es: de espectros familiares palpitantes. Esta realidad tenebrosa, recogida entre los umbrales en los que soterradamente se urde nuestra vida, me pareció fascinante y me hizo asociar su pintura con esos buceadores de lo entrañable, como Odilon Redon, Vuillard o Paul Klee, por citar al albur algunos nombres asociados a ese empeño.

Me atrevo a usarlo como ejemplo en esta divagación sobre lo minúsculo, manantial de la grandeza más inconmensurable, no solo por lo que tiene de excepcional, sino porque ahora puede visitarse su exposición en la galería madrileña de Ivorypress. En cualquier caso, tras visitarla, me confirmó que las verdades profundas se revisten con la escritura jeroglífica de un palimpsesto, cuyo desciframiento es más cuestión de sabiduría que de erudición. Me imagino a Elespe ejecutando su obra con la concentración de un miniaturista, mientras que sus cuadros, que surgen desde las profundidades, emergen con partículas saltarinas como tenues iluminaciones tornasoladas. De hecho, no sé por qué, me evocan, por un lado, la lluvia dorada que recibe una Dánae en su seno, pero, por otro, sin abandonar el arquetipo de las mujeres amantes, las cenizas de una Magdalena penitente, por seguir la misma senda de ese otro oro negro del erotismo. ¿Hay acaso algo más que fuego y rescoldo en la fábula de nuestra existencia, esa memorable cicatriz?

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