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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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La auténtica 'Nueva Ola'

"Nouvelle Vague: Chansons et musiques de films' contiene tres CD y un librito. Un trabajo hecho con mimo y medios"

Diego A. Manrique

Es uno de esos productos exquisitos que reconcilian a cualquier melómano con la denostada industria discográfica. Nouvelle Vague: Chansons et musiques de films (Universal) contiene tres CD y un librito. Un trabajo old school, hecho con mimo y medios: en su elaboración colaboraron nueve personas, sin contar a los compositores –Michel Legrand, Martial Solal, Pierre Jansen, Antoine Duhamel, Paul Misraki- que aportan recuerdos sobre su relación creativa con aquellos cineastas.

Muchos somos parciales a la nouvelle vague por motivos gremiales: fueron antiguos críticos los que pusieron en práctica sus teorías, primero en cortos y luego con largometrajes. Daban caña en Cahiers du Cinéma: arremetían contra el cine francés de qualité, localizaban rastros de autoría entre los mercenarios de Hollywood. Eran impertinentes y se llamaban Éric Rohmer, Jean-Luc Godard, François Truffaut, Claude Chabrol o Jacques Rivette.

¡Maravillosa audacia la de aquellos mequetrefes! No hay casos equivalentes en el pop, me temo, aparte de Lenny Kaye, que fijó el canon del garage rock con el doble elepé Nuggets y que luego saltó a los escenarios detrás de otra visionaria, Patti Smith.

La nouvelle vague aportó un aliento revolucionario al arte del cine, que terminó incidiendo incluso sobre el nuevo Hollywood de finales de los sesenta. Traía una heterodoxia al rodaje, al montaje, a la narrativa. Con su iluminación natural, sus improvisaciones, sus cortes bruscos, esas películas reflejaban el espíritu iconoclasta de la década.

Se suele olvidar la música que utilizaban y de ahí el valor de Nouvelle Vague. No existía una panorámica similar: fragmentos de unas cincuenta películas, inteligentemente escogidos, con sonido espléndido. Semejante selección no es apta para inmersiones ligeras: hay que aislar las piezas y paladearlas poco a poco.

Las alianzas de cineastas y músicos tenían mucho de aventura generacional. Formarían parejas sólidas, a pesar de diversas infidelidades: entre veinte y treinta años duró la entente entre Jansen y Chabrol, o la de Georges Delerue con Truffaut. Aparte de Paul Misraki, la mayoría de los compositores eran tan novatos como los directores. Y experimentaban. Incluso el mayor de todos, Misraki, se quedaba pasmado al comprobar como Godard, en Alphaville, tapaba el diálogo con su score: “¿qué más da? La gente va a ver Rigoletto a la Ópera. Está cantado en italiano, no entienden una palabra y les parece bien.”

Godard es aplaudido por todos los compositores entrevistados, por el margen que concedía. Antoine Duhamel le compara con Truffaut, al que retrata anclado a “un prudente clasicismo”. Anna Karina menciona que Jean-Luc era omnívoro: “compraba montones de discos, de música clásica pero también de cantantes ye-yés. No puedes oponer a la nouvelle vague, como movimiento elitista, con el ye-yé, para masas populares. En realidad, eran dos expresiones simultáneas de la juventud.”

Las musas como Anna Karina tenían licencia para cantar: ya lo dice el subtítulo de la caja (Canciones y músicas de películas). Aquí podemos escuchar a la propia Anna más Jeanne Moreau, Corinne Marchand o Brigitte Bardot, que no podía imaginar que su tierno Sidonie serviría para bautizar a una banda psicodélica barcelonesa.

Advierto que aquí no hay rock, ni siquiera ye-yé. Pero sí mucho jazz: más allá del espontáneo acompañamiento de Miles Davis en Ascensor para el cadalso, palpitan espléndidas obras jazzeras de Michel Legrand, Michel Magne, Sacha Distel y Martial Solal, que lamenta que dejaran de llamarle en 1965, cuando el jazz volvió al underground. El campo quedaba libre para camaleones como Serge Gainsbourg (también presente en la antología).

Además, los rebeldes de la nouvelle vague habían triunfado y se podían permitir contratar al histórico Bernard Herrmann (mano derecha de Hitchcock), que fue cómplice de François Truffaut en Fahrenheit 451 y La novia vestía de negro. Para entonces, el grupo de conspiradores estaba desintegrándose: en su ansia por ser lo más gauche del hexágono, Jean-Luc ofendería a casi todos sus amigos, comenzando por el sensible Truffaut.

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