Un mensajero llegado del origen del sistema solar que aterriza en el desierto de Utah
La sonda OSIRIS-REx de la NASA trae una cápsula con restos del asteroide Bennu, el que mayor riesgo tiene de colisionar con la Tierra
En las películas de ciencia ficción, si alguien se encuentra sobre un asteroide, seguramente esté extrayendo algún metal valioso, cumpliendo condena como reo por alguna felonía interplanetaria, o sacrificando la vida para salvar a la Tierra de un impacto inminente y esperando, quizá, que bauticen con su nombre algún instituto de Idaho. Este domingo, en el desierto de Utah, se graba la precuela de esas historias que hemos visto muchas veces y que no envidia la épica cinematográfica, aunque las escenas de acción las graben máquinas y los humanos solo pongan el cerebro. Allí, a las 16.55 horas del domingo (hora peninsular española), está previsto que llegue una cápsula con restos de Bennu, un asteroide de 500 metros de largo que, según la escala de Palermo, es el más amenazador para la Tierra. El evento se podrá seguir en directo en el canal de YouTube de EL PAÍS.
Aunque no arriesguen el pellejo, decir que solo ponen el cerebro también es injusto con los ingenieros y científicos responsables de la misión de la NASA, la tercera que va a traer restos de un asteroide a la Tierra, después de las japonesas Hayabusa 1 y 2. La misión de ida y vuelta hasta el asteroide Bennu, un objeto del tamaño de un centro comercial que da vueltas al Sol entre Marte y la Tierra, es un alarde de filigrana técnica y científica. Después de un viaje de siete años, se posó sobre el suelo de Bennu, a más de 300 millones de kilómetros de distancia de la Tierra. Se acercó a su superficie, se posó en ese cuerpo con una atracción gravitatoria ínfima, recogió, al menos, 250 gramos de polvo y rocas de su superficie y se elevó de nuevo para comenzar su camino de regreso.
Como ya sabían los responsables de la agencia espacial japonesa JAXA, pioneros en mandar naves espaciales a cosechar arena de asteroide, poner una sonda en la órbita de un cuerpo tan pequeño requiere una particular pericia. Más que insertarse en su campo gravitatorio, como se hace cuando se visitan planetas o lunas, Hayabusa 1 se puso a la par del asteroide en su camino alrededor del Sol. Bennu, un poco más grande, se ha convertido en el objeto de menor tamaño jamás orbitado.
Después de la llegada, el descenso para recolectar la muestra en una superficie desconocida está llena de peligros. En 2005, Hayabusa 1 solo fue capaz de recoger unas pocas partículas del asteroide Itokawa, después de un fallo en su colector, y ese éxito a medias no se conoció hasta 2010, tras un accidentado regreso de cinco años. Hayabusa 2, la versión mejorada de su predecesora, consiguió traer cinco gramos del asteroide Ryugu, y la cápsula de OSIRIS-REx multiplicará por más de 50 esa cantidad.
Como ha contado Dante Lauretta, investigador principal de la misión, esperaban que fuese algo parecido a “una playa arenosa” y resultó ser un terreno mucho más agreste, lleno de rocas de hasta diez metros contra las que la sonda se podía descalabrar. Bennu se parece más a una gigantesca piscina de bolas flotando juntas en el espacio, un mundo mucho menos compacto de lo que parecía desde el exterior. Cuando OSIRIS-REx descendió para recoger sus muestras, no encontró resistencia y se hundió medio metro en la superficie, hasta que los retropropulsores lo devolvieron a su órbita. Después de superar esas incertidumbres y de viajar millones de kilómetros de vuelta a la Tierra, los científicos e ingenieros aseguran que la cápsula con su botín se estrellará, con precisión quirúrgica, en un área de Utah de unos 600 kilómetros cuadrados, equivalente a la que ocupa la ciudad de Madrid.
Cuando militares y científicos recojan la cápsula en Utah, la mandarán con todas las cautelas, para no contaminar las muestras y evitar que se escape alguna amenaza extraterrestre, al Centro Espacial Johnson, en Houston. Allí, si no hay ningún problema, se empezarán a analizar las muestras y a plantear cómo se reparten entre los científicos del mundo interesados en desentrañar sus secretos. Ese estudio, junto a toda la información recogida por OSIRIS-REx en su visita a Bennu, será un viaje al pasado para comprender nuestros orígenes y un plan de preparación para evitar un cataclismo espacial. En el cruce de Bennu con la Tierra, que se produciría el 24 de septiembre de 2182, habría un riesgo de impacto de uno entre 2.700, según la NASA.
Los asteroides son como fósiles de los inicios del sistema solar y se sospecha que el agua de los océanos pudo venir en un bombardeo ancestral de estos objetos e incluso que fue en su interior donde llegaron los compuestos orgánicos que hicieron posible la aparición de la vida. Aunque llegan meteoritos desprendidos de los asteroides continuamente, ir a uno de ellos y traer muestras inalteradas tiene ventajas, como conocer cómo son esas rocas cuando no se han expuesto a los procesos naturales en su viaje a la Tierra.
“Los meteoritos de la clase de las condritas carbonáceas suelen desprenderse de sus asteroides o cometas progenitores gracias a un impacto que favorece a las rocas más resistentes [las otras son pulverizadas o jamás alcanzan la superficie terrestre, dado que se pierde su masa en la fase de bola de fuego al entrar en la atmósfera]. Además, las condritas suelen tardar decenas de millones de años en alcanzar la Tierra y, en su tránsito, pueden ser calentadas por el Sol o impactar con otros objetos”, explica Josep María Trigo, investigador del Instituto de Ciencias del Espacio (CSIC-IEEC), en Barcelona. Allí, cuentan con una sala blanca de retorno de muestras y meteorítica donde ya han estudiado los materiales retornados del cometa 81P/Wild 2 y del asteroide Itokawa, y donde aspiran a analizar también alguna muestra de Bennu.
René Duffard, del Instituto de Astrofísica de Andalucía, del CSIC, cuenta que el trabajo de estas misiones también está cambiando la idea que se tiene sobre los asteroides. Pese a que hay una clasificación según su composición, en carbonáceos, metálicos o de silicato, la llegada de sondas ha confirmado que son “acumulaciones de escombros”, que pueden ser mayoritariamente de uno u otro tipo, “pero que pueden incorporar sorpresas, porque en una acumulación de escombros se puede encontrar cualquier cosa”. Esto explica la capacidad de improvisación que han tenido que aplicar los responsables de OSIRIS-REx para adaptarse a lo inesperado y las dudas que se tendrían, por ejemplo, sobre la mejor opción para destruir o desviar uno de estos objetos si fuese camino de chocar con la Tierra.
En su papel de fósiles o de evidencias prístinas, cuenta Duffard que esas escombreras orbitales, entre otras cosas, tienen “la ventaja de que han quedado ahí, en el espacio, sin alteración alguna durante los 4.500 millones de años desde la formación de la Tierra”. “Aquí en la Tierra hubo movimiento de placas tectónicas, erosión, lluvia y viento y las rocas se alteran”, añade. Además, a diferencia de los meteoritos, la información no llega descontextualizada. “Es la diferencia entre que, a un arqueólogo, por ejemplo, le llegue un hueso que no sabes donde estaba, a que te digan que se encontró en una playa concreta en determinadas condiciones”, indica.
El conocimiento de la estructura de Bennu también tiene relevancia si se piensa en la posibilidad de cambiar su trayectoria para evitar que caiga a la Tierra. “En esos casos, lo que se quiere es transmitir una energía cinética al objeto y que además haya mucha liberación de material que genere una propulsión adicional”, explica Juan Luis Cano, coordinador del Servicio de Información del NEOCC, de la Agencia Espacial Europea, que vigila los objetos cercanos a la Tierra. “Ese efecto multiplicador es distinto si uno impacta en un material poroso [como Bennu], porque la energía compacta el material en lugar de liberarlo”, añade. “Eso nos hace más difícil prever cuánto vamos a poder cambiar su trayectoria”, concluye. “Otro aspecto que se ha estudiado con Bennu es el efecto Tarkovski, una fuerza muy pequeña en los asteroides, provocada por la radiación solar y por cómo absorben e irradian radiación por distintas caras, que, a muy largo plazo, cambian su trayectoria. Eso se ha hecho con una precisión enorme y se ha podido acotar la estimación de la probabilidad de impacto con mucha más exactitud”, continúa Cano. Misiones como OSIRIS-REx harán posible estar más preparados cuando las generaciones futuras se tengan que enfrentar a uno de estos inoportunos encuentros.
Desde el desierto de Utah, Lucas Paganini es uno de los científicos de la NASA que esperan la llegada en hora de esta “cápsula del tiempo que nos dirá qué estaba pasando en el sistema solar hace 4.600 millones de años”. “Si los asteroides tienen los compuestos orgánicos necesarios o pueden haber traído el agua a la Tierra, todos elementos esenciales para la vida, la pregunta que nos hacemos es si eso que ocurrió aquí también podría haber ocurrido en otro planeta, junto a otras estrellas, en otros sistemas planetarios”, cuenta Paganini. “O si podría haber pasado en alguna de las lunas de Júpiter, aunque las condiciones son diferentes. Ese es el rompecabezas que estamos tratando de descifrar”, remata el investigador.
Mientras en la Tierra los investigadores buscan la carga soltada por OSIRIS REx y fantasean sobre lo que nos contará ese contenido sobre el pasado de la Tierra o del origen de la vida, la sonda ya estará preparando su siguiente misión. Después de encender de nuevo sus motores, partirá al encuentro del asteroide Apofis, que pasará junto a nuestro planeta en 2029, a 30.000 kilómetros de distancia, un décimo de la distancia que nos separa de la Luna. Aunque los científicos consideran el choque improbable, la información que recoja OSIRIS REx ayudará a la humanidad a prepararse para cualquier imprevisto. Quizá también las sondas merezcan, al menos, una placa en algún instituto de Idaho.
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