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Medio siglo desde el ‘Apolo 17′: así fue la última ida y vuelta a la Luna

El domingo 11, cuando caiga en el pacífico la cápsula ‘Orión’, se cumplirán los cincuenta años exactos de la vuelta de la última misión tripulada al satélite, la del ‘Apolo 17′, en diciembre de 1972

Los astronautas del 'Apolo 17' Harrison H. Schmitt, Ronald E. Evans y Eugene A. Cernan, en el vehículo lunar delante del cohete 'Saturno V', en el Centro Espacial Kennedy de la NASA, en Florida (EEUU).
Rafael Clemente

La llegada de la cápsula Orión, que caerá este domingo en el Pacífico tras visitar la Luna, coincide, día a día, con el 50 aniversario de la vuelta a casa de la última nave en visitar el satélite, la Apolo 17, el 11 de diciembre de 1972. Es una coincidencia quizá no del todo casual. Hemos tardado justo 50 años en volver a nuestro satélite, un poco más de lo que transcurrió entre la llegada de Roald Amundsen al Polo Sur y el establecimiento de las primeras bases antárticas permanentes.

Apolo 17 marcó el fin de una era de exploración. Arrancó gracias a la visión —y la necesidad política— de un presidente, y terminó consumida por los costes, el hastío del público y el interés de otro presidente por dejar también su huella en un programa distinto. John F. Kennedy lo planteó como una competición tecnológica contra la URSS; Richard Nixon —que seguía alimentando unos ciertos celos de su desaparecido predecesor— decidió cancelar el programa en favor de otro que prometía grandes beneficios a medio plazo: el transbordador espacial.

El plan original del programa Apolo incluía vuelos hasta la misión número 20. Esta se canceló muy pronto, apenas un par de meses después del segundo alunizaje. La razón oficial era liberar un cohete Saturn 5 para poner en órbita el futuro laboratorio Skylab. Solo se habían construido quince y para entonces los vuelos de prueba y dos misiones lunares ya habían consumido la mitad.

En septiembre de 1970, la NASA anunció la cancelación de otros dos vuelos, esta vez por razones presupuestarias, aunque, sin duda, el accidente del Apolo 13 también tuvo mucho que ver. Había demostrado que ir a la Luna era una empresa arriesgada y la Casa Blanca quería reducir el riesgo de que en el futuro pudiera llegar a perderse alguna tripulación.

Al anularse el Apolo 18, la comunidad científica montó en cólera. Hasta entonces, los únicos astronautas enviados a la Luna eran pilotos con experiencia militar a los que se había dado un barniz intensivo en selenografía. El primer geólogo profesional debía volar precisamente en el vuelo cancelado. Era Harrison Schmitt, uno de los tres científicos-astronautas entrenados para pilotar el módulo lunar de que disponía la NASA.

El cohete Saturno V del Apolo 17 en el momento de la ignición y despegue, en el Centro Espacial Kennedy de la NASA en Florida (EEUU).
El cohete Saturno V del Apolo 17 en el momento de la ignición y despegue, en el Centro Espacial Kennedy de la NASA en Florida (EEUU).

Las presiones que recibió la agencia obligaron a incluir a Schmitt en el último vuelo. Sustituyó a un desolado Joe Engle, que veía evaporarse así su última oportunidad para pisar la Luna. 10 años más tarde podría consolarse comandando dos vuelos del transbordador espacial.

El Apolo 17 fue el único lanzamiento del programa que tuvo lugar de noche. El espectáculo de los escapes del cohete iluminando la costa de Florida a lo largo de varios kilómetros no se repetiría hasta el reciente despegue de la misión Artemis I. Al mando del Apolo 17 iba Eugene Cernan, un veterano que ya conocía el paisaje lunar, al menos desde órbita: había volado en el Apolo 10 , el “ensayo general” previo al primer alunizaje. Completaban la tripulación el propio Schmitt y Ronald Evans que se quedaría en la nave nodriza esperando el regreso de sus compañeros.

La zona de descenso era un pequeño valle entre colinas, próximo a Mare Serenitatis; 20º Norte y 31º Este. Todos los Apolo aterrizaban en latitudes relativamente bajas; en la Tierra esas coordenadas corresponderían a un punto del desierto egipcio, al sur de Abu Simbel.

Ingenieros en el centro de control de la misión, desde donde animan mientras el 'Apolo 17' continúa su ascenso hacia el espacio.
Ingenieros en el centro de control de la misión, desde donde animan mientras el 'Apolo 17' continúa su ascenso hacia el espacio.

Como ya era habitual en los últimos vuelos, los astronautas disponían de un cochecito eléctrico. A lo largo de tres salidas de exploración en días sucesivos recorrieron 31 kilómetros, acumulando un botón de más de 100 kilos de rocas y tubos de muestras profundas. Un ejemplar de 150 gramos se considera uno de los más importantes traídos desde la Luna. Su origen se remonta a las primeras etapas de la formación de nuestro satélite y sugiere que en el pasado la Luna sí desarrolló un campo magnético, hoy desaparecido.

La mayor parte de las muestras obtenidas durante el programa Apolo siguen aún almacenadas en el centro espacial de Houston, bajo atmósfera de nitrógeno y protegidas en una cámara a salvo de inundaciones y terremotos. No en vano se la considera parte del tesoro nacional de Estados Unidos. Para más seguridad, una pequeña parte se conserva en otras instalaciones de la NASA en Nuevo México.

Cernan y Schmitt visitaron paisajes espectaculares: avalanchas de tierra ocurridas en el pasado remoto, rocas que habían rodado desde lo alto de las montañas dejando a su paso un surco que no se borrará en milenios, enormes peñascos expulsados desde lejanos impactos de meteoritos, quizá desde el propio cráter Tycho, en el hemisferio sur... Y un descubrimiento que hizo gritar de alegría a Schmitt: un rincón de suelo de color anaranjado. En la Tierra hubiese sido signo de remota actividad volcánica, tal vez el resultado de la reacción de los vapores de una fumarola con la lava que recubría el terreno.

El vehículo de la NASA en la Luna.
El vehículo de la NASA en la Luna.

La exploración no estuvo exenta de incidentes, la mayoría triviales. Los astronautas perdieron el equilibrio más de una vez: la mochila adosada a su espalda elevaba su centro de gravedad y bastaba que se inclinasen un poco para caer de bruces. Cernan, que llevaba su martillo de geólogo colgado de la cintura, se enganchó con el guardabarros del automóvil, arrancándolo de cuajo. A partir de ese momento, cada vez que arrancaban la rueda posterior generaba una lluvia de polvo lunar sobre los astronautas. Hubo que improvisar una solución a base de pegar mapas y cartones con cinta adhesiva sobre los restos del guardabarros.

La exploración no estuvo exenta de incidentes, la mayoría triviales. Los astronautas perdieron el equilibrio más de una vez

Eso sí, consiguieron instalar uno de los instrumentos que más guerra había dado en misiones anteriores: una sonda de temperatura para medir el flujo de calor que emana de las profundidades. Había que depositar unos termómetros en un hoyo de un par de metros practicado en el suelo mediante un taladro eléctrico. La broca utilizada en el Apolo 15 se atascó y los astronautas no pudieron sacarla; en el Apolo 16 el montaje se realizó sin problemas, pero al dar un paso el comandante trabó su bota con el cable eléctrico que conectaba la sonda y lo arrancó de cuajo. De los tres intentos, solo el del Apolo 17 tuvo éxito.

Como siempre, los dos astronautas dejaron en la Luna una bandera y algunos objetos conmemorativos. Entre ellos una placa adosada al tren de aterrizaje que describía el lugar como aquél en que “el hombre completó sus primeras exploraciones de la Luna en diciembre de 1972″. Pocos podían imaginar entonces que las siguientes huellas en el regolito se demorarían más de medio siglo.

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Sobre la firma

Rafael Clemente
Es ingeniero y apasionado de la divulgación científica. Especializado en temas de astronomía y exploración del cosmos, ha tenido la suerte de vivir la carrera espacial desde los tiempos del “Sputnik”. Fue fundador del Museu de la Ciència de Barcelona (hoy CosmoCaixa) y autor de cuatro libros sobre satélites artificiales y el programa Apolo.

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