Una confesión literaria
Empiezan a preocuparme, en cuanto simple lector de su obra, algunos juicios locales que vienen dándose no sobre los libros publicados por Benjamín Labatut, sino directamente sobre el autor. Percibo la mala semilla
“Confiésome padre…”, nos obligaban a decir cuando niños, y lo que tengo que confesar ahora es algún grado de indiferencia hacia la literatura chilena, entendiendo por esta, simplemente, aquella escrita por chilenos. Me refiero concretamente a la novela, porque textos de Neruda, de la Mistral, de Vicente Huidobro, consiguen maravillarme fácilmente. Al revés de lo que me pasa con su hermana Violeta, con Nicanor Parra me sigue costando su poco, sin lograr entender la genialidad que se atribuye a algunos de sus artefactos más triviales.
Literariamente incorrecta la confesión precedente, está claro, pero no estoy ya en edad de hacerme el desatendido ante las opiniones mayoritarias.
A propósito de Bolaño, hace poco más de dos décadas me trencé en un enérgico debate público con un estimable escritor chileno, con el que, gracias a la mediación de un amigo común, terminamos comiendo unas pastas en un restaurante italiano de Providencia.
Todo mi pecado había consistido en celebrar con entusiasmo la prosa del gran y exitoso escritor chileno, a quien nunca tuve ocasión de tratar personalmente. Dicen que Bolaño era bravo, impredecible, y que no tenía pelos en la lengua, unas imputaciones que, justas o no, me parecían un recurso demasiado fácil para restarle valor a su obra. Esas imputaciones iban a la persona de Bolaño, a su mal carácter, a sus exabruptos, incluso a su talante moral, incurriéndose así en una de las falacias más comunes: la falacia ad hominem. Como a algunos les incomoda el éxito alcanzado por la obra de un sujeto –la obra política, filosófica, artística, deportiva, o de cualquier otro orden-, se lanzan en picada contra el autor para refocilarse en la descripción de los defectos reales o imaginarios de este. Creo que eso fue lo que pasó a algunos con Bolaño en nuestro estrecho medio nacional. ¡Si hasta hubo un colega suyo que aceptó presentar 2066, ufanándose de no haber leído la obra porque le parecía demasiado extensa!
Así somos, y así es también el mundo de la literatura, por no decir todos los mundos. A menudo nos consumen los celos o la envidia (que son vicios distintos), y el éxito ajeno puede sacarnos rápidamente de quicio.
Tampoco lo conozco personalmente, pero empiezan a preocuparme, en cuanto simple lector de su obra, algunos juicios locales que vienen dándose no sobre los libros publicados por Benjamín Labatut, sino directamente sobre el autor. No se trata de grandes críticas ni menos de injurias, pero percibo en aquellas que escucho la mala semilla que podría dar lugar a otra de las plantas tóxicas que crecen en el jardín literario nacional.
Siempre en plan de confesiones, tengo que decir que lo que pido ante todo a la literatura es que esté bien escrita. Calidad de la prosa en el caso de la novela, además de alguna resonancia vital, un tono, una atmósfera, pero, y muy especialmente, una buena escritura. Ver bien para escribir justo, dejó dicho Fernando Pessoa, donde “justo” es “justo” y no “lo justo”, porque tampoco se trata de caer en la trampa de que lo pequeño es hermoso. Lo pequeño es pequeño, tal como lo grande es grande, y tanto uno como otro, tratándose de libros y de muchas variadas cosas, puede ser hermoso como no serlo. A la novela no puede aplicársele la ley de pesos y medidas. Si la extensión de algunas obras constituyera razón para desecharlas, tendríamos que prescindir de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y hasta del mismísimo En busca del tiempo perdido.
Escribir justo, según creo, es elegir las palabras exactas. No las palabras debidas, sino las exactas. Eso para partir. Pero se trata de algo aún más exigente, aunque me faltan palabras para describirlo satisfactoriamente, salvo distinguir entre redactar, redactar pasablemente, escribir, escribir bien, tener talento literario, y estar poseído por el genio literario. Si el lector no se desliza por el texto ni recibe el impacto de casi cada palabra que escoge el autor, entonces, al menos para mí, no vale la pena seguirlo hasta el final.
Otra vez en plan de confesiones, tengo un respeto quizás exagerado por la novela, un género al que veo amenazado por dos lados: la proliferación de improvisados novelistas tal vez desencantados con sus profesiones u oficios de origen, y la existencia de buenos y hasta grandes autores que pierden su libertad creativa al ceder a las presiones de sus editoriales para que publiquen cada año a lo menos un nuevo libro.
Retomando a Labatut, en su libro más reciente —MANIAC— el autor vuelve a hacer muy buena literatura a partir de la ciencia, las tecnologías y los sorprendentes personajes que trabajan en aquella y en estas. Si el primero de los relatos que componen su nuevo libro no le resulta electrizante, hágase ver por un especialista. Se trata de un disparo, igual a los dos disparos que aparecen en el primer párrafo del texto, y que, por fortuna, no es de aquellos que, penetrando de pronto por un tiro de revólver en algún órgano vital, no permiten al lector continuar con la lectura.
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