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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Reprobar al Rey

La pretensión de proteger al Rey de toda crítica es un disparate. Y da la razón a los que consideran a la monarquía caduca y antidemocrática

Josep Ramoneda
Felipe VI en el desfile militar del 12 de octubre.
Felipe VI en el desfile militar del 12 de octubre.Paolo Blocco (WireImage)

La reprobación del Rey en el parlamento catalán, acompañada de un deseo de abolir la monarquía forma parte de los rituales de esta fase de estancamiento de la política catalana en que las distancias entre lo que se dice, lo que se hace y lo que realmente ocurre son cada vez más grandes. Reprobar al Rey ¿para qué?

Nunca la monarquía ha provocado entusiasmo en Cataluña. Pero en pocos momentos la desconfianza había sido tan grande como ahora. Me consta que alguna personalidad catalana se lo ha hecho notar directamente al Rey y, como respuesta, no ha recibido mucho más que un encogimiento de hombros. No resulta difícil articular un argumento para una reprobación real. El mito del papel moderador de la monarquía ha saltado por los aires con la cuestión catalana. Y el Rey ha puesto mucho de su parte para que así fuera. El discurso del 3 de octubre del año pasado en que, suplantando a Rajoy, dio la orden de ir a por el separatismo catalán, sin consideración alguna para el conjunto de la sociedad catalana, marca una fractura, así como su intervencionismo en las políticas gubernamentales de respuesta al independentismo, con presiones directas sobre determinados sectores de la sociedad.

Tampoco es raro ni es novedoso, decir que la monarquía es caduca y antidemocrática. Monarquía y democracia son de hecho una contradicción en los términos. El carácter aristocrático de una institución basada en la sangre y la herencia familiar es en incompatible con el principio de igualdad y de soberanía de la democracia. Sus fundamentos son de otra época, su pervivencia da testimonio de la permanencia de los rastros de lo teleológico en la política. Y si las monarquías sobreviven es sobre la base de dos principios: la utilidad y el hábito. Los humanos, en palabras de Voltaire, “no toman con remordimientos” las cosas a las que están acostumbrados.

Tanto la reprobación como la petición de la abolición de la monarquía son conceptualmente perfectamente razonables, susceptibles de ser planteadas en un de bate democrático. El gobierno español habla de extravagancia jurídica y anuncia medidas legales contra el parlamento catalán. La pretensión de proteger al Rey de toda crítica es un disparate. Y da la razón a los que consideran a la monarquía caduca y antidemocrática. En un régimen de libertades ningún actor político queda excluido del normal ejercicio de la contestación ¿O acaso no son susceptibles de ser cuestionados los presidentes de la República? Que la persona del Rey “sea inviolable y no sujeta a responsabilidad”, abunda en el carácter anacrónico de la institución. Pero esta infantilización del personaje, al que, como a los niños, no se le pueden pedir responsabilidades jurídicas por sus actos, no le excluye del universal principio democrático de la crítica.

Todo esto, sin embargo, no responde a la pregunta: ¿por qué reprobar al Rey? Cabría pensar en un razonamiento estratégico: la Corona es el eslabón débil del régimen. Colocando el punto de mira en la monarquía se pueden ganar voluntades, en Cataluña y fuera de Cataluña, para forzar lo que algunos llaman una nueva transición. Es posible, pero se me antoja de largo alcance y me cuesta ver que se den las llamadas condiciones objetivas, que sólo podrían surgir de un amplio proceso de confluencia democrática que el independentismo no favorece porque aleja a muchos españoles susceptibles de ser atraídos.

Me temo que todo es mucho más prosaico. ¿Por qué está encallado el parlamento catalán? Porque no hay una estrategia política suficientemente compartida que permita a una mayoría avanzar. Y, por tanto, todo se convierte en un juego de zancadillas que paralizan cualquier proceso, y de grandilocuentes propuestas que, al modo de la DUI, se hacen sabiendo que no pasarán del papel. La secuencia es ésta: Colau propone un pacto triple para la aprobación de los presupuestos del ayuntamiento, de la Generalitat y del gobierno de España, que parece una estrategia coherente para construir nuevas alianzas. Los interpelados se tientan la ropa, hay unas elecciones autonómicas en puertas, y la electoral acaba siendo siempre la razón última. Los partidos soberanistas suman la reprobación del rey y la autodeterminación en una propuesta parlamentaria que los Comunes votan en contra porque cojea de unilateralidad y, a continuación, la despojan de este aditamento y la vuelven a presentar: reprobación y caducidad. La noria continúa. ¿Llevará esta ronda a nuevas alianzas o acabará como todas?

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