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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La socialización de la derrota

Ya que no fue posible la victoria, queda la alternativa suicida de perecer junto al adversario, como Sansón con los filisteos

Lluís Bassets
Diputados unionistas abandonan el Parlamento el 6 de septiembre.
Diputados unionistas abandonan el Parlamento el 6 de septiembre.M. Minocri

La derrota, que es amarga e intratable, constituye una caja de sorpresas. Por más que uno quiera prepararse para encajarla, todo lo que trae consigo nos pilla desprevenidos. Me refiero, claro está, a una derrota entera, sin remedio, sin transacciones.

Una derrota cierta, redonda, no llega por qué sí. Hay que trabajarla denodadamente. Hay que cocerla al fuego lento de muchos errores y autoengaños, de muchas oportunidades perdidas y sabias retiradas descartadas. Una derrota, por ejemplo, como la que buscan quienes juegan a todo o nada, o quienes queman las naves para cortarse la propia retirada, eso que ahora se llaman los planes B o alternativos.

La medida de la derrota nunca es definitiva. También depende de la obstinación con que se encaja. Reconocida a tiempo, permite defender posiciones fundamentales, o volver a empezar con la experiencia y el aprendizaje de las pérdidas experimentadas. Nada peor como la obstinación en la derrota, la persistencia sin concesiones en la apuesta maximalista que la ha fabricado.

Nada permite atisbar ahora el gesto elemental e imprescindible de reconocer la realidad de los hechos, la verdad indiscutible de esta derrota sin paliativos. Al contrario, la última propuesta de acuerdo de investidura entre PDeCAT y ERC es todo un ejemplo de la irrefrenable e irresponsable obstinación con que la clase dirigente independentista está gestionando la salida del conflicto. Ceguera ante la realidad y aislamiento y durísima sordera ante las voces críticas que escuchan a su alrededor.

Empezando por su presentación, el punto que se refiere al espíritu del 1 de octubre, texto hiperbólico y divisivo donde los haya, destinado a nutrir el narcisismo victimista del unilateralismo independentista y a impedir cualquier diálogo con quienes han venido defendiendo el respeto a la legalidad desde el primer día, como es el caso del exconseller Santi Vila.

Dicen los autores del texto que los catalanes no olvidarán nunca aquel 1 de octubre, pero hay también muchos catalanes, quizás más, que tampoco olvidarán los días 6 y 7 de septiembre, cuando Cataluña se quedó a la intemperie, con su Estatuto violado por el Gobierno y por la mayoría independentista, en un golpe parlamentario, asimilable perfectamente a un golpe de Estado, al menos en grado de tentativa, que Vila ha calificado “como la página más negra” de su currículum como ciudadano y como servidor público.

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La derrota es un auténtico cáncer, programado genéticamente para extender su metástasis de rencor y obstinación a cuanto cuerpo viviente se encuentre en su camino, y no únicamente a los derrotados. La fuerza de la derrota que nos paraliza y nos devora es tanta como intensa fue la acción de convicción y movilización de esos dos millones de fieles enfervorizados hasta hace bien poco por la ineluctabilidad de su inmediata e inmaculada independencia.

Estos manifestantes de cada 11 de septiembre desde 2012, votantes de dos citas de dudosa legalidad una y de plena ilegalidad la otra, y portadores ahora de un estridente lazo amarillo que tanto reconforta a unos como ofende a los otros, han interiorizado el derecho a la autodeterminación de Cataluña como si fuera un sentimiento moral sublime e inatacable que obligara al entero mundo democrático. Como si democracia y deseo fueran lo mismo.

Nótese que nadie convencerá a estos conciudadanos sobre la imposibilidad de reconocimiento de un derecho inexistente en cualquier legislación interna o externa porque lo sienten, lo perciben o al menos lo exhiben como un derecho individual ya ejercido de forma negativa e irreversible respecto a la permanencia en España. Debilitar este deseo irrefrenable y vencer esta ideología es una tarea larga y probablemente imposible, al menos para buen número de quienes los poseen.

Hay que recurrir a la política, claro. Y con una urgencia que, si ya no se supo ver cuanto todavía estábamos a tiempo, menos se verá ahora cuando prosperan las tentaciones drásticas respecto a demenciales soluciones definitivas. Especialmente porque los derrotados, incapaces de capitalizar sus victorias tácticas y de dar respuesta reconfortante a unos seguidores a los que han sometido al estrés de un colosal engaño, se verán tentados a tomar el peor de los caminos, como es el de intentar la socialización de la derrota, ya que no han podido conseguir la victoria.

Si no tuvieron plan B cuando estaban a tiempo, menos lo tienen cuanto el tiempo ya se ha acabado, de forma que su única salida, como prueba la propuesta de acuerdo de investidura, es ver si pueden, como Sansón, romper las columnas del templo para morir aplastados con todos los filisteos dentro. Un presagio siniestro que reconforta a los persistentes partidarios de poner puntos finales a nuestros problemas seculares en vez de recuperar el camino del diálogo, la reconciliación y el pacto, única forma de revertir algún día las derrotas en victorias de todos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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