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ROCK / QUIQUE GONZÁLEZ

Vivir (y tocar) con las botas puestas

El músico madrileño y su banda ofrecen un intenso concierto en la primera de sus noches en el Circo Price

Fernando Navarro
Quique González, en el concierto del sábado en el Circo Price.
Quique González, en el concierto del sábado en el Circo Price.M. S.

“Joder. Mierda. Necesito volver... Lo siento”. Esas fueron las palabras que pronunció Quique González justo cuando se le iba el santo al cielo a mitad de la interpretación de La casa de mis padres. Corrían casi tres cuartas partes del concierto cuando el Circo Price se quedó a oscuras y solo un foco bañaba de luz al músico madrileño en el centro del escenario. “Esta canción se me hace más difícil en Madrid”, se excusó, dando dos pasos para atrás. Se alejó de la luz y, cuando parecía que el mundo -el suyo y el de un público ya entregado a su directo sin paliativos- se desmoronaba, caminó de nuevo a la primera línea, encaró el micrófono, cerró los ojos y volvió a retomar La casa de mis padres desde el principio. Con las guitarras rugiendo y la mandolina aullando en la penumbra, empujando al cantante al borde de sí mismo y de su música, la canción se colocó un par de dimensiones más allá de lo que es una simple gran interpretación. Si el mundo podía desmoronarse, no iba a ser en esa ocasión.

Lo que podía ser una simple anécdota de una actuación intensa en el fondo ilustró la profundidad emocional de un concierto de dos horas que arrancó con Detectives, el tema que abre Me mata si me necesitas, el álbum que ayer presentó en directo de arriba abajo (“tanto la cara A y la cara B”, en palabras de González) acompañándolo de más cancionero antiguo de otros discos. Dice su autor que Detectives, nombre también de la leal banda que le acompaña, es un homenaje a las películas y novelas negras, a ese universo de búsqueda de inocentes y culpables, que, en su caso compositivo, es una investigación sentimental por rascar verdades, medias verdades, mentiras… en definitiva por hallar la materia de la que estamos hechos.

Con un escenario ambientado por una cabina de teléfono y unas farolas, como si fuera el decorado de un filme de Howard Hawks, Quique González y sus Detectives, vestidos de negro y blanco, se lanzaron a por esa cara A del álbum. Nunca antes González sonó tan pletórico como con este grupo, con el que ya venía girando desde antes de grabar el disco. Se empastan en los pasajes instrumentales con pundonor y elegancia y transmiten una simbiosis tan natural que contagia al público, que manifiesta desde hace mucho tiempo una comunión envidiable con el compositor. Se sintió en la eufórica Sangre en el marcador y, sobre todo, en Charo, ese nuevo himno en la obra de González. Con su vestido negro de una sola pieza y su vozarrón afilado e hiriente, Nina elevó la temperatura en su papel de esa chica por la que muchos matarían y que -ya se dice de carrerilla- trabaja en el Shadows, ahuyenta a los gallos y escucha a los Kinks.

Tras el cierre de la conocida cara A con la emotiva Cerdeña, se entró en la parte más rockera de la actuación, con una tanda repleta de guitarras desatadas. Kid Chocolate, ¿Dónde está el dinero? o Tenía que decírtelo no dieron respiro en su bravura, haciendo que sonasen más salvajes que en disco, con un clímax eléctrico de cinco guitarras (Alex Nashville se desmelenó con ganas al incorporarse a las dos últimas canciones) y el eco de Nina insuflando más bombeo trepidante a Tenía que decírtelo. Sucedió igual con “el bloque Salitre”, tal y como anunció González, especialmente en una potente La ciudad del viento. Es otro de sus himnos más desgarradores, como Salitre, en el que el rastreador sentimental consiguió tocar fibra y levantó al público de sus asientos. Al poco, muchos, sin embargo, se hundieron en sus butacas con una interpretación aplastante de De haberlo sabido –con recuerdo a Carlos Raya- otra vez en la voz de Nina.

La cara B de Me mata si me necesitas desprende épica. Esa sensación de derrota asumida y supervivencia luchada, fraguada a fuego lento, que termina por encontrar un estado vital reivindicativo, que estremece en su onda heroica por la contundencia instrumental de la banda. Orquídeas, Relámpago y No es lo que habíamos hablado lo atestiguaron en el Price.

Fue entonces cuando llegó La casa de mis padres, que está dedicada a sus padres fallecidos y que cierra el álbum Me mata si me necesitas, y se puede decir que cierra toda una existencia en su creador. Se emocionó, perdió el hilo, tuvo que parar. “Joder. Mierda. Necesito volver... Lo siento”. Volver. Al comienzo de la canción. Volver. Como ayer a Madrid, la ciudad donde Quique González nació, creció, voló con sus propias alas de músico y donde estos días duerme en un hotel, lejos del Parque de Berlín, por donde transitaba de otra forma cuando compuso Pequeño rock’n’roll y Aunque tú no lo sepas –dedicada a su amigo el poeta Luis García Montero-, que, junto a Clase media, cerraron unos bises cortantes.

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Por unos segundos, el mundo pudo desmoronarse anoche. Todavía puede hacerlo en cualquier momento. Quién sabe. La vida puede ponernos a cualquiera al borde en la siguiente curva. Y, si tiene que suceder, que suceda pero que nos pille con las botas puestas y canciones de cuna, como las de anoche, como las que nos hacen sentir vivos en la oscuridad.

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Sobre la firma

Fernando Navarro
Redactor cultural, especializado en música. Pertenece a El País Semanal y es autor de La Ruta Norteamericana. Ejerce de crítico musical en Cadena Ser. Pasó por Efe, Abc, Ruta 66, Efe Eme y Rolling Stone. Ha escrito los libros Acordes Rotos, Martha, Maneras de vivir y Todo lo que importa sucede en las canciones. Es de Madrid.

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