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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La canalización del descontento

Ningún grupo político posee fuerza suficiente para hacerse cargo de la crisis social que padecemos

El resultado de las elecciones europeas no ha desmentido lo que ya estaba previsto. El interés nacional se ha impuesto al europeo, los grandes partidos han puesto de manifiesto su decadencia, la izquierda clásica ha perdido su discurso, la abstención ha sido alta y los partidos del descontento han hecho su agosto. Un dato positivo en lo que a España se refiere es que nuestro malestar no se canaliza, de momento, en formaciones xenófobas ni eurofóbicas. Es un descontento por causa de los recortes, por la connivencia de la política y el mercado, por la corrupción y la lejanía de los partidos políticos que no consiguen recabar la credibilidad de la ciudadanía.

Cataluña va a lo suyo desde hace tiempo. Aquí no hay otra clave que la soberanista. Si la movilización de Podemos, la más sorprendente en el resto de España, ha sabido capitalizar el sentimiento de los indignados, quienes han hecho votar a su gente en Cataluña han sido los creyentes en la fe independentista. ERC, firme en sus convicciones y nada ambigua al lado de CiU, ha seguido su marcha ascendente. A juzgar por las declaraciones de sus candidatos, no pueden llamarse exactamente euroescépticos, pero Europa les importa secundariamente, solo si pertenecer a ella no implica renunciar al proceso iniciado ni encontrar obstáculos en el camino.

No deja de ser paradójico que a medida que los Estados van cediendo poder a instancias transnacionales, pues no otra cosa es Europa, se acreciente en algunos la voluntad de crear más instancias nacionales.

Si Podemos ha sabido capitalizar a los indignados, han sido los creyentes en la fe independentista quienes han hecho votar a su gente en Cataluña

Un vuelco electoral siempre es apasionante. Es cierto que en la democracia solo hablan las urnas. En este caso, han hablado poco, pues una abstención de más del 50% pone en cuestión la existencia de un demos, sin el cual la democracia se queda sin su base natural. Lo que los resultados electorales han dejado claro es la insatisfacción generalizada ante una política y unos políticos que, ni en España ni en Europa, dan muestras creíbles de querer resolver los problemas más graves: el desempleo, la precariedad y las desigualdades.

La lucha contra la desigualdad, marca identitaria de una socialdemocracia que ha adquirido demasiado poder para centrar su preocupación en los menos favorecidos, se nos ha ido de las manos. No es que no sepamos qué hay que hacer para corregir las estructuras que crean más y más desigualdad: el tan citado Thomas Piketty, Thomas Pogge, Peter Singer, Christian Felber y algunos más no dejan de dar ideas. Pero no hay ningún partido con posibilidades de gobernar que tenga el valor de llevarlas a la práctica.

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Hay que preguntarse por qué el descontento motivado por la forma y los contenidos de la política establecida solo son capitalizables por propuestas que, efectivamente, proponen cambios pero lo hacen rozando el populismo, si por tal entendemos los movimientos en torno a propuestas simples, vehiculadas por líderes mediáticos, difíciles de canalizar por la democracia institucional y arrastrados por masas populares.

Es más inocuo y coherente con el sentido de la democracia empeñarse en convocar una consulta, aunque sea para votar la secesión de un país, que el fervor identitario excluyente de Le Pen

No pretendo situar a los eurófobos del Frente Nacional francés al lado de ERC o de Podemos. Todos han rentabilizado el malestar, pero con contenidos diferenciados. Sin duda es más inocuo y más coherente con el sentido de la democracia empeñarse en convocar una consulta, aunque sea para votar la secesión de un país, que el fervor identitario excluyente de Le Pen. Y en nada se parecen ambas propuestas a la preocupación social igualitaria que representa Podemos. Lo que es cierto es que en todas estas opciones predomina la actitud desacomplejada de quien tiene unos fines claros y no atiende a la complejidad de los medios. Es lo que siempre ha unido a los extremismos, sean de izquierdas, de derechas o nacionalistas.

Ha escrito el filósofo Jacques Rancière que hay dos obstáculos para la emancipación humana: el “no puedo” y el “yo sé”. El sentimiento de impotencia paraliza, impide el avance y el cambio. La convicción de que uno sabe lo que hay que hacer y los demás se equivocan es el antídoto de la actitud democrática porque rehuye la apertura, la prudencia y el diálogo. Las propuestas que hoy por hoy emocionan al demos y lo movilizan saben mostrar que no se arredran ante las dificultades, que llevan puesta la directa, que poseen el coraje del que adolecen los grandes partidos. Pero el porcentaje de votos que consiguen es aún pequeño. El elector medio aún prefiere lo malo conocido que lo bueno por conocer. El crecimiento del soberanismo en Cataluña es espectacular, pero no llega a sumar el 50% del censo.

Lo que resulta de todo ello es que ningún grupo político posee fuerza suficiente para hacerse cargo de la crisis social que padecemos, el gran reto de los próximos años y, querría pensar que de las próximas elecciones. Quien más descolocado queda es el socialismo. Ha sido demasiado el daño que ha hecho la crisis, demasiados los errores, para que el PSOE mantenga la connivencia con las elites. No es lo que hubiera hecho el viejo Pablo Iglesias.

Victoria Camps es profesora emérita de la UAB.

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