La receta para elevar el tomate frito a una deliciosa marinara
Gracias a su proceso de elaboración, nuestro organismo asimila con más facilidad el licopeno, una sustancia natural y antioxidante
La salsa de tomate frito es, sin duda, la más utilizada en la cocina española. Su nombre no deja de resultar paradójico, ya que para su elaboración se recurre más a una cocción que a una fritura. La salsa que hacían nuestras abuelas en casa llevaba tomate natural. La industrial puede incluir tanto hortalizas naturales, como zumo, puré, pasta o algún concentrado de tomate. En ambos casos, el procedimiento es similar: se añade aceite en una sartén profunda o marmita –preferiblemente de oliva virgen, aunque también puede ser refinado–, y se sofríen el ajo, la cebolla y las demás hortalizas. Después se añade el tomate, junto con la sal y las especias, dejando a fuego lento la cocción de la salsa.
Una vez abierto, a la nevera
La salsa de tomate se comercializa envasada, ya sea en frascos de cristal, tetrabriks o latas, y podemos encontrarla sin problema todo el año. Para prolongar la utilidad de la salsa de tomate casera, debemos guardarla en un tarro esterilizado y cocinarla al baño maría durante 20 minutos. Pasado ese tiempo, retírelo y déjelo enfriar boca abajo para que se haga el vacío. En cuanto enfríe ya estará listo para guardarlo en la despensa. Con este truco se conservará perfecto durante más de un año.
En el caso de las salsas de tomate industriales, hay que revisar la fecha de consumo preferente, pero no lo tire si ha quedado olvidada en el fondo de la despensa y se ha pasado. Si el envase se ha conservado bien, aún se puede consumir. Una vez abierto, páselo a un recipiente de cristal o de plástico. Así aguantará algunos días en la nevera, aunque es fácil aparezcan mohos en su superficie. En ese caso, deséchelo sin piedad. Si opta por meterlo en el congelador, aguantará hasta dos o tres meses más.
No es solo tomate
La legislación permite añadir diversos aditivos a la salsa. Es el caso del almidón de maíz, que actúa de espesante y mejora su consistencia. O del ácido cítrico, que ejerce de acidulante y conservante. Algunas marcas incluso pueden añadir glutamato monosódico para potenciar de forma artificial el sabor. Pero lo que todos añaden es azúcar.
La ley no obliga a indicar cuánta cantidad exacta de azúcar añade cada fabricante. Para saberlo, hay que buscar en la etiqueta si hay azúcares añadidos (que no tienen nada que ver con los presentes de forma natural en el tomate, o en las otras verduras que se puedan añadir a la salsa).
Por cada 100 gramos de tomate, ingerimos 0,9 de sal, 5,2 de carbohidratos y 84 kilocalorías. Además, aporta 6,4 gramos de grasa y destaca por su contenido en vitamina C.
A diferencia del ketchup, donde el azúcar es un ingrediente más y puede superar el 20% de la receta, en el tomate frito es un corrector de la acidez. Su presencia suele ser solo del 1,4%, pero dado que es una salsa que se usa con generosidad, es importante calcular cuánto suma a la dieta. También debemos vigilar la proporción de tomate y hortalizas que lleva la salsa, el tipo de grasa usada y la cantidad de sal añadida.
A favor del licopeno
A grandes rasgos, y con porcentajes de dependen de cada fabricante, el tomate frito aporta menos azúcar y sal que el ketchup. Aun así, por cada 100 gramos de salsa de tomate frito, ingerimos casi un gramo de sal (0,9 gramos), 5,2 gramos de carbohidratos y 84 kilocalorías. Esto supone un 17% de toda la sal que podemos consumir al día, una cifra a la que hay que sumar la del resto de alimentos, tanto la presente de forma natural como la que añadimos generosamente al sazonar. Es importante tenerlo en cuenta si debe llevar una dieta baja en sal. En general, la población española consume casi el doble de la cantidad máxima recomendada.
La salsa de tomate también presenta unos 6,4 gramos de grasa. El porcentaje de ácidos grasos poliinsaturados e insaturados varia según el tipo de aceite que se use (oliva o girasol). En cuanto a las vitaminas, la salsa de tomate destaca por su contenido en vitamina C (17,5 mg), que además de proteger a las células del daño oxidativo producido por los radicales libres, es fundamental para la síntesis normal de colágeno y favorece la absorción de hierro en la dieta. Pero si hay algo que destacar de la salsa de tomate es su contenido en licopeno.
Este pigmento carotenoide liposoluble es el responsable del color rojo del tomate y un gran antioxidante. Se calcula que, como media, consumimos entre 5 y 7 miligramos al día, pero no hay un consenso sobre cuál debería ser la cantidad mínima recomendada de esta sustancia. Pese a abundar en el tomate, se encuentra dentro de estructuras vegetales que el organismo no digiere con facilidad. Sin embargo, si se somete al calor, su disponibilidad aumenta. Sobre todo si se aplica en presencia de un medio graso, en este caso, el aceite añadido. Esto convierte la salsa de tomate en una de las mejores formas de aprovecharnos del licopeno.
Además, el tomate frito aporta cierta cantidad de potasio (280 mg) que alcanza casi el 15% del valor de referencia de este nutriente.
La salsa de (casi) todos los platos
La salsa de tomate es el ingrediente estrella de algunos platos italianos, como la pizza o algunas opciones de pasta. Mejora si se adereza con orégano, albahaca o, para los valientes, con guindilla. Otra manera de darle nueva vida es convertirla en una salsa marinera para acompañar a un plato de merluza o rape. La receta es sencilla: añádale perejil, pimentón dulce, caldo de pescado y cebolla dorada al gusto. Otra opción es convertirla en una salsa puttanesca, con anchoas en conserva, ajo picado, aceitunas negras sin hueso y alcaparras. Perfecta para usar en pan y, por qué no, añadirla a platos de carne o pescado.
En España y, en general, en la dieta mediterránea, numerosas recetas de legumbres, hortalizas y pescados, así como de otros a bases de patatas o los fondos de los tradicionales arroces, parten de una salsa de tomate con aceite de oliva y hortalizas. Sirva de ejemplo la fritá andaluza de tomate. Lleva tomates maduros, pimiento y cebolla y es el realce perfecto para platos de pasta, guisos de carne o pollo, arroces caldosos o sofritos. O los guisos de bacalao, cerdo o pollo.
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