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JAVI AZNÁREZ

Diez escritores para 10 premios Goya

De Marta Sanz a Laura Ferrero y de Mar García Puig a Daniel Gascón, 10 autores españoles repasan la historia del galardón cinematográfico, que se entregará de nuevo el sábado que viene en Valladolid, destacando títulos ganadores del premio a la mejor película que dialogan con su imaginario como escritores


1988

Mujeres al borde de un ataque de nervios

Pedro Almodóvar

mar garcía

Por Mar García Puig

Yo tenía 12 años cuando España acarició el sueño hollywoodense con Pedro Almodóvar y su Women on the Verge of a Nervous Breakdown. La película ya había triunfado en los cines, en los Goya y en el imaginario de mujeres como mi madre. La recuerdo entusiasmada con la película e indignada cuando no se llevó el Oscar. La mañana después de la ceremonia, al enterarnos en diferido de que la estatuilla no era nuestra, soltó un “americanos, no se enteran de nada”, mientras salía corriendo para el trabajo.

Por aquel entonces, mi madre ya se había separado y vivíamos en una especie de gineceo que los hombres habían abandonado. Con los años, cuando vi la película, entendí a qué se refería esa mañana. Había entendido mucho mejor que los académicos la capacidad de la película para conectar con todo un universo femenino, para remover esos anhelos de rebeldía y venganza taimados a fuerza de rutinas aceleradas y apariencias de obligada docilidad. A mi madre no la había traicionado un terrorista chií o un galán de cine como a las protagonistas, pero también se había sentido usada y tirada, había vivido la locura del amor y el despecho y había metido mano al Orfidal cuando el dolor se hacía insoportable. Como tantas mujeres españolas que aún no pronunciaban la palabra feminismo a pesar de personificarlo, no se había atrevido a verbalizar ese “estoy harta de ser buena” que pronuncia Carmen Maura y que muchas tenemos grabado a fuego.

En mi imaginario, Mujeres al borde de un ataque de nervios es la película que embelleció a ojos de mi madre su propia existencia, neurosis y fracasos. Y eso es algo que se hereda, como esos pendientes almodovarianos que entonces se compraban sin mesura. Vuelvo a ver la película y sigo encontrando algo de mí en todas sus heroínas. En su sed de amor y aceptación y en su infinita capacidad de equivocarse. Y, sobre todo, en la habilidad femenina para hacer de todo ese desastre una fiesta compartida.

Mar García Puig (Barcelona, 1977) es escritora, filóloga y editora. Su último libro es ‘La historia de los vertebrados’ (Random House, 2023).

1992

Belle époque

Fernando Trueba

paco cerda

Por Paco Cerdà

El paraíso perdido. La retrotopía de Bauman. El edén desalojado. La amarga nostalgia de lo que pudo ser y no fue este país se ensancha al ver hoy, en este presente enfadado, en este tiempo ceñudo y angosto como de callejón sin salida, la Belle époque de Trueba. Saborear su raíz libertaria. Burlarse del sentimiento trágico unamuniano. Celebrar una vida donde el deseo y la hermosura —el clásico kalòs kagathós de los griegos: lo bello y lo bueno— relegan el compromiso, el deber, la conciencia y todo lo que va ofuscando una vida, a veces una sociedad entera. Es febrero de 1931, antes de proclamarse la República. Mucho antes de la guerra, parteluz de nuestros días. Infinitamente antes de la posguerra y esos amargos Suspiros de España que son el reverso tétrico y mortal de esta cinta rodada en 1992. No es casual el año. El 92. El país que iba a ser. Juegos Olímpicos. Expo. Quinto centenario de las grandezas de Colón. Pero también el embrión cabreado de la resaca posindustrial, bien oculto bajo la alfombra de colorín, pingajo y hambre que tan bien retrata El año del descubrimiento, una de las mejores y más desconocidas películas españolas de la última década. Y en ese año 92, Belle époque. Y su alegre música de zarzuela, La tabernera del puerto, cuando llega Amalia y canta: “En un país de fábula vivía un viejo artista que en una flauta mágica tenía su caudal”. Y aquel país de fábula, todo lleno de presente y sensualidad, de tolerancia y sentido del humor, cautivó a la Academia estadounidense. Y Trueba ganó el Oscar. Y España sumó otra muesca en aquel 1992 irrepetible y tramposo, como tramposa fue la nostalgia que le sucedió. Qué bella, qué lejana, la belle époque.

Paco Cerdà (Genovés, Valencia; 1985) es periodista y escritor. Su último título es ‘14 de abril’ (Libros del Asteroide, 2022).

1994

Días contados

Imanol Uribe

katitxa

Por Katixa Agirre

Decía el otro día un premio Nobel que los efectos del envejecimiento se paliaban durmiendo bien, comiendo bien y haciendo ejercicio. El consejo no es aplicable a las películas, cuyo envejecimiento no depende tanto de lo que hagan sino de cómo evolucione la sociedad que las alumbró. Hay películas que ni duermen, ni comen, ni hacen ejercicio y, sin embargo, se mantienen lozanas así hayan pasado 90 años. No es el caso de Días contados, película de Imanol Uribe ganadora no solo de ocho Goyas sino también de la Concha de Oro en San Sebastián. Revisitando la película a mis cuarenta y tantos, me pregunto: ¿soy yo o es ella? ¿Quién ha envejecido peor? Entiendo que meter a ETA en la fórmula del thriller casi hollywoodiense llamara la atención en 1994. Desde luego nada tenían que ver las correrías eróticas de Carmelo Gómez por Madrid con el ambiente de cócteles molotov que se sentía desde mi instituto. La película nos ofrecía entonces más evasión que reflexión, más fantasía que comentario político.

Hoy en día ni siquiera eso. Las andanzas del comando por Madrid dan cierta risa. El protagonista tiene un concepto de “clandestinidad” tirando a laxo. Los policías son émulos de Torrente avant la lettre. Pero si en algo veo enferma de reúma a esta película es en aquello que mi mente adolescente más apreció: las escenas eróticas que se quieren turbias pero que son simplemente sentimentaloides. Que la protagonista salga sin bragas en el 90% de las secuencias (por ejemplo, cuando va a abrir la puerta de casa), me hace ya inclinarme por el diagnóstico de demencia senil para esta cinta. Salvo de esta quema a los actores, todos magníficos. Y me salvo a mí: creo haber envejecido mejor que la película, y eso que no hago mucho ejercicio.

Katixa Agirre (Vitoria, 1981), escritora, es autora de ‘Las madres no’ (Tránsito, 2019). Su último libro es ‘De nuevo centauro’ (Tránsito, 2022).

2001

Los otros

Alejandro Amenábar

laura fernández

Por Laura Fernández

Recuerdo que hubo un antes y un después en mi concepción del cine español después de ver Los otros. También que hubo un antes y un después en mi concepción de la idea del fantasma. Como feroz lectora de apenas 19 años, una feroz lectora que trabajaba en un videoclub y había empezado a tomarse en serio lo de escribir, y a publicar artículos en revistas tan independientes que no podían comprarse en ninguna parte, su visionado —el día del estreno, en el primer multisalas de mi ciudad— me descubrió a Henry James, y a la clase de fantasma palpable que luego exploraría Ryan Murphy en American Horror Story, animándome a hacerlo en mi propia obra. En mi caso, en busca del absurdo, de una cómica y confusa no distinción entre la vida y la muerte.

Había en Los otros una ambición que yo no había considerado propia — y que, hasta entonces, tampoco era propia de nuestro cine— y, a la vez, había un abandono o una reinvención de lo español, entendido como algo que, por una vez, no tenía nada que ver con lo que ocurría aquí sino con lo que podía ocurrir en cualquier parte, con el arte deslocalizado, napoleónico, universal. La adopté sin pensar. Como fan del primer cine de Amenábar, como admiradora absoluta de Tesis —una película que te decía, como las novelas de Stephen King, “tú también puedes hacerlo, mírame, solo necesitas una buena historia, y pasión por lo que haces”—, Los otros me dio una poderosa lección que recuerdo cada vez que alguien la menciona. No he vuelto a verla a conciencia, porque quiero que siga siendo una especie de amuleto de mi yo de los 19.

Laura Fernández (Terrassa, 1981) es periodista y escritora. Su último libro de relatos es ‘Damas, caballeros y planetas’ (Literatura Random House, 2023).

2003

Te doy mis ojos

Icíar Bollaín

bascuñán

Por Máriam M. Bascuñán

Parece muy tarde porque ya es de noche y una mujer aterrorizada sale huyendo de su propio hogar, con su hijo en brazos y en zapatillas. Es el símbolo de lo doméstico y privado asaltando otro demasiado ajeno: un ámbito público, el de hace 20 años, que apenas empezaba a nombrar y visibilizar realidades cotidianas que, como el de la violencia de género, atravesaban nuestras vidas. Así arranca Te doy mis ojos, una película que en el año 2003 le valió el Goya a su directora, Icíar Bollaín, convirtiéndola en la segunda mujer que lo conseguía en las 17 ediciones celebradas hasta entonces. Pero Te doy mis ojos fue mucho más que una película sobre la violencia de género. Supo captar todas las resonancias narrativas de esa realidad, alejándose de cualquier moda o cliché político. El resultado es el retrato conmovedor y sutil de la historia de Antonio y Pilar, interpretados magistralmente por Luis Tosar y Laia Marull, una pareja de clase media de provincias tan común como sus nombres y el entorno que los rodea, la sociedad de entonces. Todos ellos componen un mosaico de perspectivas donde cada uno cuenta su verdad.

Antonio experimenta el camino hacia la libertad elegido por su esposa como un campo de minas de su propia autoestima. Mientras se muestra cada vez más perdido, desconectado de sus propias emociones y yendo a terapia solo para hacer que Pilar vuelva, ella comienza a descubrir un mundo nuevo y a contemplarlo desde una mirada cada vez más engranada a su propio deseo. La película es la historia de esos viajes tan dispares de sendos personajes, de la ira que desata la vulnerabilidad mal entendida, y de un entorno social que aún escondía los códigos de ese terror. Con la tensión vibrante entre lo que se muestra y se intuye, Bollaín lo presenta sin recrearse en ella, utilizando todas las técnicas narrativas para hacer el mejor cine: el que consigue involucrarnos a todos.

Máriam M. Bascuñán (Madrid, 1979) es politóloga y exdirectora de Opinión de EL PAÍS.

2005

La vida secreta de las palabras

Isabel Coixet

laura ferrero

Por Laura Ferrero

En 2005 salí del cine pensando en una única frase, la que le dice Josef (Tim Robbins) a Hanna (Sarah Polley) hacia el final de la película. Son solo tres palabras: “Aprenderé a nadar”. Fuera de la sala había empezado a llover y, sin paraguas, me cobijé en los soportales de la plaza Yamaguchi esperando a que amainara. La frase de Josef me alcanzó, se hizo real. Tuve la certeza, mientras caía una interminable tromba de agua, de que La vida secreta de las palabras era una historia sobre el misterio que entraña todo encuentro verdaderamente significativo.

Casi 20 años después, habiéndola visto unas cuantas veces más, diría que La vida secreta de las palabras ahonda en la diferencia que existe entre atravesar el dolor o que el dolor nos atraviese. O eso creía hasta unos días atrás. Al verla de nuevo, reparé por primera vez en una canción, como si a lo importante llegáramos dando rodeos, enredándonos en sucesivas capas que solo adquieren sentido en el momento adecuado. La canción se llama You’ve Made Me So Very Happy y me llevó a pensar que quizás quepa la posibilidad de que La vida secreta de las palabras sea una película sobre dos personas que, a su modo, intentan algo tan complejo como volver a creer en que todo esto, es decir, la vida, vale la pena. Pero qué sabré yo.

Las buenas historias, las historias que permanecen, tienen eso: son infinitas en sus aproximaciones. Por esa misma razón, sé que seguiré viendo La vida secreta de las palabras y que volveré a afirmar que sé lo que cuenta. Pero solo sabré, como ahora mismo, lo que me cuenta. Lo más decisivo que nos ocurre, no solo en las películas de Isabel Coixet sino en la vida, es que habitamos el misterio y que una y otra vez hacemos el amago de acercarnos a él para abrazarlo y comprenderlo. El spoiler, válido aquí para la pantalla y para la vida, es que nunca lo logramos.

Laura Ferrero (Barcelona, 1984) es escritora. Su último libro es ‘Los astronautas’ (Alfaguara, 2023).

2010

Pa negre

Agustí Villaronga

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Por Núria Bendicho

En la espesura del bosque, la guerra aún desfila y gime. En Pa negre, de Emili Teixidor, todo es sombrío y esta oscuridad late en la recreación cinematográfica de Agustí Villaronga. La novela, publicada en catalán en 2003, fue rodada en esta lengua y en esta lengua también se escribió el original de este texto, donde el bosque cobra protagonismo. En él se ocultan los muertos que nadie va a velar. Un caballo se desliza por un risco. En cada voltereta se da contra la piedra y se arranca un trozo de carne. El carro que el animal arrastraba se ha estrellado también, como un plato disparado en una discusión caliente. Dentro viajaban un hombre exánime y un niño atemorizado, que en su larga agonía ha evocado el nombre de un espectro. Él los ha matado. En esta tierra los muertos no descansan. Y cuando hay guerra reaparecen como setas después de un temporal. No existe combate sin fantasmas, realidad sin engaño. En otro rincón del bosque, una niña se baja las bragas por cuatro chavos. Entre tanta desgracia, solo pide un poco de atención. Yace en un colchón que rebosa fango y basura. En su escondrijo, la niña esparce sus nimios tesoros. Camino a casa, los otros chavales la atenazan con insultos. Una fulana no puede descansar. Y menos una fulana amputada, hija de un rojo que se ahorcó tiempo atrás. La guerra no olvida la sangre. Los vencidos deben vivir con vergüenza y callar. Cuando los chavales se van, un moribundo se acerca a un charco. Ha dado con una poza fresca y profunda y el infeliz juguetea, como una oca enloquecida, en el agua virginal. La enfermedad ha desfigurado sus ideas. Afligido, ha perdido las ganas de luchar. La luz del sol lo embriaga. Intenta batir las alas y volar.

Núria Bendicho (Barcelona, 1995), filóloga y escritora, es autora de ‘Tierras muertas’ (Sajalín, 2022).

2016

Tarde para la ira

Raúl Arévalo

marta sanz

Por Marta Sanz

Dice Raúl Arévalo que su cultura cinematográfica le viene del videoclub de debajo de su casa. Bendito videoclub que convirtió al niño en actor versátil, capaz de transmitir verdades arrolladoras, y en un cineasta con el nervio narrativo y el contundente imaginario del mejor cine clásico. Arévalo mira desde una personalísima asimilación de Leone, ­Coppola, Saura… En 2016 nos ofrece una película intensa, trepidante, redonda. Naturalista y profundamente estética. Elaborada. Sin esa falsedad de las telerrealidades y los publirreportajes. Con conciencia de estilo, cada decisión formal conmociona: la cara de Luis Callejo al recibir a su mujer en el vis a vis; la cámara que sigue al cogote más retratado del cine español —el de Antonio de la Torre—; las persecuciones en coche; un atraco brutal visto desde la distancia de una grabación; Callejo y De la Torre cruzan sus miradas, entre los dos, un hombre verborreico y un destornillador sobre la mesa, miedo, la ignorancia de quién será sacrificado; periferias; los ojos negros de una niña que sorbe su refresco con pajita; la expresividad física de Ruth Díaz… Tracatracatrá, entre el sonido directo, la música irrumpe como pulsación en las sienes. Cada fotograma de Tarde para la ira se ensarta en una trama milimétrica pautada por un reloj. Tictac. Llegará la hora. Relato de venganza y piedad. Redención imposible. Tragedia griega o shakesperiana en el bar Carrasco. El odio de los mansos, la oscuridad de los simpaticotes, el derecho de clase a reivindicar una familia, la ternura recubierta con pieles de hipopótamo, exoesqueletos, corazas que se mueven al ritmo del latido de un corazón de alcachofa. Nada es lo que parece y, sin embargo, todo responde a una lógica implacable. Hay una violencia de las cosas pequeñas que no se entiende sin una violencia de las cosas grandes.

Marta Sanz (Madrid, 1967) es escritora. Su último libro es ‘Persianas metálicas bajan de golpe’ (Anagrama, 2023).

2020

Las niñas

Pilar Palomero

gascón

Por Daniel Gascón

Las niñas —igual que La maternal, la segunda película de Pilar Palomero— habla de crecer: de descubrir quién es uno mismo, de la relación con los otros, de la tensión entre la institución y el individuo. Celia, de 11 años, va a un colegio de monjas en la Zaragoza de 1992. Hay una tensión entre un conservadurismo ya un tanto anacrónico y un clima de progresismo moral: por un lado, el ambiente religioso y ciertas convenciones sociales; por otro, las campañas para el uso del preservativo o las discotecas light. Es una película contenida y humilde, profunda y sutil, centrada en los personajes. Destacan el reparto (y, en particular, Andrea Fandos en el papel de Celia y Natalia de Molina en el de su madre), cierta melancolía y un humor natural y verosímil. Consciente de los referentes del género —y deudora también de obras menos evidentes, desde If…, de Lindsay Anderson, hasta La calle de las camelias, de Mercè Rodoreda—, Las niñas evita los tópicos y el maniqueísmo. Su visión de la religión y el colegio es crítica sin ser caricaturesca; su retrato de la inseguridad y el desamparo emocional no es condescendiente. Es casi minimalista, pero consigue transmitir la ilusión de que cada personaje tiene alguna arista, un atisbo de complejidad. Muestra con sobriedad la fragilidad y también la resistencia. Parece una película sobre la mirada, pero es, sobre todo, una película sobre la voz: sobre la voz, acaso temblorosa o discordante, de Celia, pero que es la propia, y también sobre la voz singular, prometedora y humanista de su directora.

Daniel Gascón (Zaragoza, 1981), traductor y escritor, es autor de ‘El padre de tus hijos’ (Random House, 2023).

2022

As bestas

Rodrigo Sorogoyen

alba carballal

Por Alba Carballal

Vi As bestas por primera vez en diciembre de 2022, en los únicos cines que la proyectaban en Lugo, a una hora muy rara y en una sala medio vacía. La segunda ocasión la tuve en febrero de 2023, la semana después de que el filme de Sorogoyen consiguiese nueve cabezones en los Goya, en un coloquio con el director al que, por lo visto, acudieron en masa todos los estudiantes de cine de Madrid. Reconozco que la charla posterior fue interesante, sobre todo para una intrusa en el oficio como yo: en ella se sucedieron cuestiones sobre el mecanismo narrativo especular trazado entre dos planos secuencia memorables, sobre el trabajo de dirección con un actor salvaje como Luis Zahera o sobre la relevancia de la traducción en el resultado final de una cinta que halla una de sus principales virtudes en un hábil entreverado idiomático.

Sin embargo, al verla y luego analizarla así —en una sala abarrotada de cinéfilos comentando en voz baja la precisión de un gesto de cámara, el genio de Isabel Peña implícito en una línea con su sello, la fuerza en la mirada de Marina Foïs—, sentí que estaba viendo otra película, o por lo menos que en As bestas cohabitaban dos películas y que, pese a la perfección técnica de la segunda, me había impresionado más la primera: ese silencio espeso, incondicional, reservado sólo al póquer y a la liturgia; la devoción cautiva de quienes, de pronto y sin esperarlo, encontraron un reflejo de sí mismos en el espejo deformante de alguien peor; un pueblo con un lenguaje común al fin comprendido por un forastero, y no estoy hablando de palabras; las butacas quietas y los móviles apagados hasta que el último nombre de los títulos de crédito fue reconocido por su contribución. Al fin y al cabo, eso es el cine: el milagro colectivo de la pertenencia.

Alba Carballal (Lugo, 1992) es escritora. Su último libro es ‘Bailaréis sobre mi tumba’ (Seix Barral, 2023).

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