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Italo Calvino, el escritor que achicó el infierno

La celebración del centenario del autor revela la enorme estatura literaria e intelectual de un hombre que siempre supo decir no ante las grandes líneas rojas

Italo Calvino
El escritor Italo Calvino, fotografiado en Roma en 1984.Gianni GIANSANTI (Gamma-Rapho / Getty Images)
Andrea Rizzi

En el inicio de El barón rampante, una de sus obras más célebres, Italo Calvino narra cómo el joven Cosimo Piovasco di Rondò, sentado a la mesa familiar para el almuerzo, pronunció un “no” extraordinario, en uno de los más fantásticos gestos de rechazo del estado de las cosas que puedan hallarse en la literatura mundial. Apremiado por sus padres a comerse unos caracoles con un claro sabor a ancien régime y opresión patriarcal, el futuro barón, que entonces tenía 12 años, replicó: “¡He dicho que no quiero y no quiero!”. Ante la insistencia paterna, Cosimo dejó más nítida incluso su discrepancia y decidió montarse en una encina de la villa familiar. “¡Ya verás cuando bajes!”, le advirtió el padre. “¡Y yo no bajaré nunca!”, replicó el chaval. Mantuvo la palabra, se nos advierte enseguida.

Tal vez sean algunos grandes noes —los que se pronuncian y también los que se quedan en la garganta— los faros que mejor definan la geografía de nuestras vidas, el perfil de nuestras almas. Desde luego así fue para Cosimo, y hay motivos para pensar que para Italo también. Como su personaje, el autor, de cuyo nacimiento se cumple en estos días el centenario, también pronunció grandes noes y exhibió una indomable, perseverante independencia. De esos noes brota la estatura literaria e intelectual por la que hoy sigue siendo esencial leer a Calvino. Y por la que fue una referencia cultural central de la Italia democrática y republicana que se iba plasmando, como autor, o como discípulo, amigo, editor o colaborador de figuras del calibre de Cesare Pavese, Elio Vittorini, Natalia Ginzburg, Carlo Levi, Leonardo Sciascia, Beppe Fenoglio, Pier Paolo Pasolini, Alberto Moravia y muchos más, sobre todo en su etapa de Turín, ciudad clave en la construcción y el pensamiento de la Italia moderna.

Mantuvo una estrecha amistad con Cesare Pavese, su primer lector, y gracias a él entró en la órbita de la editorial Einaudi

Primero vino el no al fascismo, que lo llevó a empuñar las armas en una brigada partisana comunista y del que brotó su primera novela, El sendero de los nidos de araña (“la Resistencia me trajo al mundo, incluso como autor”, consideraría años después). Luego resonó el no al comunismo filosoviético, que lo indujo a abandonar el Partido Comunista Italiano en 1957, con un grave enfrentamiento político, del que El barón rampante, publicado el mismo año, es reflejo. El escritor no quiso tragarse los caracoles de la tibieza del PCI ante la invasión de Hungría de 1956 y, en una carta de adiós publicada en L’Unità, lamentó la falta de condena de inaceptables “métodos de ejercicios del poder”. Palmiro Togliatti le lanzaría, sin citarlo explícitamente, una brutal pulla en un comité central posterior.

El camino literario de Calvino también puede verse construido a partir de grandes noes. Sobre todo, un rechazo a permanecer en territorios conocidos, a conformarse con lo que hay, con un impulso inquebrantable a explorar nuevos paisajes narrativos. Quizá no sea un caso que calificara a Ulises como su personaje mitológico favorito. Bajo ese impulso emprendió un viaje narrativo de una originalidad y diversidad interna asombrosas, visitando las costas del neorrealismo (El sendero de los nidos de araña), de la narrativa “lírico-épico-bufonesca” (la trilogía Nuestros antepasados, de la que El barón rampante es parte), de la “narrativa reflexiva, en la que relato y ensayo se funden en uno” (La especulación inmobiliaria, La jornada de un escrutador, La nube de smog), de los “petits poèmes en prose” (Las ciudades invisibles), de la metanarrativa (Si una noche de invierno un viajero) y otras más. Los entrecomillados son suyos. Como Cosimo, Calvino burló en cierto sentido la ley de la gravedad. Fue un escritor inatrapable que, parafraseando dos de sus metáforas más conocidas, supo, desde una poética levedad, degollar monstruosas medusas (Seis propuestas para el próximo milenio) y achicar el infierno gracias a la atención y al aprendizaje continuos (Las ciudades invisibles).

Italo Calvino
En el centro de la imagen, de 1965, se sienta el escritor Elio Vittorini y a su derecha, de pie, lo escolta Italo Calvino. Emilio Ronchini (Archivio Marco Piraccini / Mondadori / Getty Images)

El célebre final de Las ciudades invisibles cristaliza esa disconformidad, ese no tragar, esa disposición a construir algo nuevo y mejor. Es una ventana abierta que permite ver la importancia y vigencia de Calvino tanto en el plano puramente literario como en el de la construcción sociopolítica a partir de la cultura. El fragmento más citado es el siguiente:

“El infierno de los vivos no es algo que será; si hay uno, es aquel que ya está aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.

Calvino precisamente buscó mucho y supo reconocer bien quién y qué no es infierno. Decisión clave en ese sentido fue la de establecerse, terminada la II Guerra Mundial, en Turín, atraído por una “imagen moral y civil, y no literaria”, según contaría después, de la ciudad. Capital del reino que unificó Italia, fuerte centro de pensamiento jurídico, político y filosófico en el que estudiaron o enseñaron, en distintas épocas, Gramsci, Togliatti, Bobbio o Vattimo, e incubadora de un especial experimento de interacción entre la alta cultura y las masas obreras que orbitaban alrededor de la Fiat, la urbe dio alas al crecimiento intelectual y civil del autor.

Turín ha sido una poderosa incubadora de ideas para la Italia moderna. Papel destacado, en ese contexto, ha tenido la editorial Einaudi, fundada en los años treinta por Giulio, hijo de Luigi Einaudi —que sería el segundo presidente de la República—, y que contó entre los grandes impulsores con Leone Ginzburg —esposo de Natalia— y Cesare Pavese. Precisamente, el establecimiento de una estrechísima relación con Pavese —­Calvino contaría después que entre 1945 y 1950, año del suicidio del gran autor piamontés, este era el primero en leer todos sus escritos, que Italo le llevaba corriendo— le permitió la entrada en la órbita de Einaudi. Esto facilitó su crecimiento como autor, pero también como fuerza motriz cultural. En Einaudi asumió papeles más relevantes como editor, estableciendo relaciones de fértil intercambio con lo mejor de la cultura italiana, tal y como muestra su correspondencia. En ese papel de editor, también, supo reconocer quién y qué no es infierno y darle espacio, y por ese camino —a la vez que con su obra narrativa, ensayística y sus contribuciones periodísticas— contribuyó mucho al asentamiento de la nueva Italia.

Italo Calvino
Italo Calvino, en una imagen sin datar.Ferdinando Scianna (Magnum Photos / ContactoPhoto)

Lo hizo especialmente en esa etapa turinesa, definida como militante, en todos los sentidos, con el activismo literario al lado de Vittorini, con quien publicaría la importante revista Il Menabò, y con una fuerte propensión a pronunciarse en cuestiones políticas. Pero también en su etapa “ermitaña”, durante la prolongada residencia en París, siguió siendo una fuerza motriz, sin duda menos reactiva y explícita, pero conectada e influyente al cabo. Estaba lejos, ma non troppo. “En los setenta he sido sobre todo un ermitaño. A un lado, pero no muy lejos. En los cuadros de san Jerónimo o de san Antonio la ciudad está al fondo”, comentó. Seguiría influyendo e interactuando, como Cosimo, quien, encaramado en los árboles, no solo se cultivó y conoció el amor, sino que contribuyó a la vida colectiva, seguiría dando espacio a lo que no es infierno.

La cita del final de Las ciudades invisibles es muy mencionada, pero el propio autor invitó después a no desligarla del pasaje que la precede. “Citan las últimas líneas, aquellas referidas al infierno, mientras que poco antes está el pasaje de la utopía discontinua que le da sentido a todo el discurso”, dijo Calvino en 1973. Marco Polo comenta ahí al Kublai algo iluminador: primero menciona destellos de belleza captados aquí y allá y después sugiere que la ciudad perfecta está “hecha de fragmentos mezclados con el resto, de instantes separados de intervalos”. Hallamos aquí una invitación a buscar la verdad y la belleza por doquier, en el espacio y en el tiempo, sin dogmatismos ni rigideces, con la apertura mental que lo distinguió. Con levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad, utilizando los valores para el nuevo milenio que fijó en el ciclo de conferencias que tendría que haber pronunciado en Harvard en 1985 y no pudo, al fallecer repentinamente semanas antes de la fecha prevista. Símbolo de esa apertura mental es la afirmación, en ese ciclo, de que, si bien él optó por esos valores, no por ello restaba validez a sus contrarios. En la vida hay grandes líneas rojas que toca defender con noes extremos si hace falta, pero a partir de ahí es sabio considerar argumentos y virtudes de distintos puntos de vista.

Nos invitó a buscar la verdad y la belleza, en el espacio y en el tiempo, sin dogmatismos, con la apertura mental que le distinguió

Y en esa apertura mental en busca de lo que no es infierno, de fragmentos e instantes de verdad y belleza, Calvino persiguió un conocimiento sin fronteras de materia y geografía muy en línea con la tradición humanista italiana. “Quisiera referirme aquí al menos a dos cosas en que he creído a lo largo de mi camino y en las que sigo creyendo. Una es la pasión por una cultura global, el rechazo de la incomunicabilidad de la especialización para mantener viva una imagen de cultura como un todo unitario del que forma parte todo aspecto del conocer y del hacer (…). Otra (…) es la pasión por una lucha política y una cultura (y literatura) como formación de una nueva clase dirigente (…). Siempre he trabajado y trabajo con eso en la mente: ver tomar forma a la clase dirigente nueva y contribuir a dejarle una señal, una impronta”, escribió, en un texto recogido en Ermitaño en París. Páginas autobiográficas, publicado por Siruela, editorial especialmente atenta a la difusión de la obra del autor.

Esa búsqueda de conocimiento sin fronteras lo llevó a resultados sorprendentes, desde su inquietud por la contaminación ambiental en fechas tan tempranas como 1958, cuando publicó La nube de smog, o su capacidad, por momentos realmente incisiva, de observar el futuro. “Estamos en vísperas de contener la conciencia universal en un cerebro electrónico”, puede leerse en La especulación inmobiliaria (1963); en Si una noche de invierno un viajero (1979) se alude a unas máquinas calculadoras que completan cualquier novela a partir de su inicio.

Aunque menos evidente, hay otro gran vínculo de su obra con la tradición literaria italiana: la veta poética. Calvino se declaró convencido de que la italiana es una “literatura cuya espina dorsal es la poesía, no tanto la prosa”, siendo Montale su autor preferido en esa rama literaria. Él no fue poeta, pero sí creador de una narrativa cargada de poesía. “Las ciudades invisibles nacieron como poesía”, dijo. Y su propia definición de la trilogía Nuestros antepasados, que incluye el concepto de narrativa lírica, ofrece otras pistas. Varias veces dijo que sus historias empezaban con imágenes inspiradoras, y que tomaban cuerpo llevando esas imágenes hasta la última consecuencia. En ese sentido poético, así como en la carga humanista, Calvino es un autor profundamente italiano.

Italo Calvino
Italo Calvino en Venecia, en 1981.Marcello Mencarini (BRIDGEMAN IMAGES)

La propia imagen del infierno en Las ciudades invisibles —libro al que Calvino apuntó como aquel del que se sentía más satisfecho (“es el libro que siento más terminado”)— encierra una sugerente conexión poética y humanista con el gran poeta italiano Dante. Hay al menos dos referencias de interés que pueden considerarse. Una, en la fantástica imagen del IV Infierno, el de los magnánimos, donde el poeta viajero del inframundo ve “una lumbre que vencía el hemisferio de las tinieblas”. Enseguida aparecen ahí los grandes poetas que Dante amó, Homero, Horacio, Ovidio y Lucano, que, junto con Virgilio, habitan ese lugar. Otros magnánimos aparecerán después. Ese fuego puede considerarse el símbolo de la altura moral y de la cultura que hace retroceder la tiniebla. El terrible infierno dantesco, ahí, no muerde. Curiosamente, Jorge Luis Borges, escritor amado por Calvino, escribió un interesante ensayo sobre ese pasaje de Dante. La otra referencia dantesca que puede considerarse en ese contexto también tiene que ver con una llama que arde. Esta vez, es el espíritu de Ulises, en el XXVI Infierno, que narra al poeta su final, cómo exhortó a sus marineros a ir más allá de las columnas de Hércules. “Hechos no fuisteis para vivir como brutos, sino para seguir la virtud y el conocimiento”, se lee en versos inmortales. Tal vez influyeron en Calvino también.

En un mundo que se petrifica en la monstruosidad nacionalista, en la estulticia hiperpartidista, en el embobamiento de las redes sociales, sigue siendo enriquecedor contemplar esa llama leve, exacta, rápida, visible y múltiple, la obra de Italo Calvino, que, nacida de grandes noes, achica la tiniebla del infierno que avanza.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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