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TRIBUNA LIBRE
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Marcelo Cohen, romper la palabra

El escritor, traductor y crítico literario argentino, fallecido en diciembre pasado, aprendió de los poetas modernos que la palabra recibida es moneda devaluada: hay que forzarla, reinventarla

Marcelo Cohen
El escritor Marcelo Cohen, en Barcelona en 2008.© Carmen Secanella

Mostraba una disposición entusiasta a oír lo que sus lectores tuvieran para decirle pero nunca los buscó. Mantuvo una firme fidelidad a un proyecto nada complaciente, confiado en que —contra lo que hoy parece evidente— los libros no caducan a finales de cada mes. Marcelo Cohen compuso una obra (no solo un conjunto de libros) y no es inverosímil la idea de que no confiaba en empezar a ser leído (en el sentido fuerte del término) hasta que ese mundo estuviera —si se me permite la licencia— completo en su necesaria incompletitud. Por eso la noticia de su muerte, tristísima para los muchos que, en Argentina y en España, fueron sus amigos, abrió a la vez el momento definitivo de su legibilidad, de la exploración de un territorio distinto y coherente, de la comprensión de su modo de representar un mundo densamente presente y a la vez inventado y proyectado hacia el futuro.

En su libro sobre la traducción, oficio que ejerció durante cuatro décadas, Cohen compara esa labor con la composición de “música prosaica”: “… me resisto a aceptar que el hormigueo que me ataca los dedos cuando paso un tiempo sin traducir… sea un reflejo compulsivo. Los dedos quieren tocar”. Cohen se entregó a ese deseo casi orgánico de escritura como a un destino. En el registro oficial de libros publicados en España su nombre tiene unas 200 entradas. Además, está lo que hizo escribir a los otros: las colecciones que propició, como la novedosa Shakespeare traducido por escritores, para Norma; o Línea C, de literatura fantástica contemporánea, en InterZona; o la revista Otra Parte, que editaba junto a Graciela Speranza; y los consejos que daba a los jóvenes que le acercaban sus manuscritos en horas de conversaciones telefónicas. A favor de lo que denominó, en sus ensayos sobre narrativa (¡Realmente fantástico!), una forma de “realismo inseguro”, donde “la literatura siempre está aprendiendo y lo que conoce depende tanto de su caprichosa absorción de todos los saberes como de su uso de todos los modos de lenguaje excepto el instrumental”.

En lugar de defender a ultranza un registro nacional de lengua, se abrió a todas las contaminaciones

¿Cómo conviven la “inseguridad” y el carácter omnívoro de su prosa? A base de la sospecha acerca de los procedimientos heredados. En los 20 años que vivió en Barcelona (1975-1996), fue profundizando en la opción contraria a la habitual de un escritor fuera de su país. En lugar de defender a ultranza un registro nacional de lengua, se abrió a todas las contaminaciones. Después de la extraordinaria El país de la dama eléctrica (1984), emprendió su modulación de lo fantástico. Renovó, así, una tradición rioplatense que incluye a Lugones, Quiroga, Borges, Bioy, Silvina Ocampo, Cortázar. Cohen la imbricó con Ballard, Bradbury, Pynchon. En El testamento de O’Jaral, El oído absoluto, El sitio de Kelany o en los cuentos de La solución parcial los espacios son imaginarios y las ficciones se desarrollan en un porvenir (ya arruinado y caduco). Se diría que sus ficciones hablan de un futuro reciente. Lo que escribió Saúl Sosnowski acerca de Insomnio puede extrapolarse a la mayoría de sus ficciones: “La avenida Fraternidad, la plaza Progreso, Desarrollo, Soberanía, de las Rotas Cadenas y de Yrigoyen, resecas y sin un solo árbol, blanden con ironía sus nombres pues allí ya nadie podría asociarlos a las utopías de la Modernidad social”.

Como Roberto Arlt, Juan Gelman, Juan José Saer, Alejandra Pizarnik y Sergio Chejfec, Marcelo Cohen fue hijo de inmigrantes. Acaso por eso hizo de la lengua un territorio firme y a la vez inestable, de fronteras efímeras y expansivas. En uno de sus cuentos leemos (y elijo al azar, porque está hecho enteramente de operaciones como estas): “De la adolescencia en más uno aprende a besar, sexuar, empuñar bien el taco de la martímbola”. Es solo una parte de una frase y contiene dos inventos. “Sexuar” es fácilmente deducible; ¿qué será la “martímbola”? ¿Algo como el bowling? ¿O el billar? En verdad, lo importante es la pregunta: ese margen variable (esa “inseguridad”). Leer a Cohen es participar de un juego; quien prefiera recibir un sentido cerrado —ese que da, hoy, prácticamente todo lo que se escribe— no está hecho para sus libros. La persistencia en esa fe fue el vector de su destino. Por otra parte, el “sexuar”, ¿no recuerda al “amargurar” de Vallejo, a ese “amorar” en que Gelman funde el amar y el morar? Cohen aprendió de los poetas modernos que la palabra recibida es moneda devaluada: hay que romperla, forzarla, reinventarla. Hay que extrañarla: devolverla a un estado fluido en que la relación entre sonido y significado vuelve a estar en formación. Seguramente, el propio Cohen hubiera agregado: no olvidemos, además, a los grandes improvisadores del jazz, a quienes tanto admiraba.

‘Rubí y el lago danzante’, el primer cuento del último libro, “sucede en la época de la piedad absoluta por todas las criaturas”; es decir, cuando poseer un animal doméstico significa vivir en la clandestinidad.

Un actor retirado es perseguido por el fantasma de su personaje televisivo, unos jóvenes pasean por un Parque Arcádico, vigilados por sociólogos desde cabinas de Asistencia Anímica. Las profesiones se llaman “encauzador”, “seléctor” o “ciborgue”; escriben en objetos como “cuadernaclos”; manipulan dispositivos llamados “pantallátor”, “desintergrátor” y “farphone”; usan un “sangróvil” como vehículo; comen “verdurilas” y “pernil de bunasta”. En los momentos difíciles se conectan a la Panconciencia. En ‘La ilusión monarca’ (incluida en El fin de lo mismo), una playa paradisiaca sirve como cárcel; en El oído absoluto, Clarisa y Lino viven en la isla Lorelei y solo reciben noticias del mundo a través de los enormes teletipos proyectados en el cielo. La obra escrita en los últimos 25 años, tras su regreso a Buenos Aires, se ambienta en el Delta Panorámico, un escenario americano (por dimensiones y características) deformado por la invención neológica y la imaginación futurista. En sus dos últimos libros, La calle de los cines y Llanto verde (ambas publicadas por Sigilo), inventa argumentos de películas rodadas en las islas del Delta. ‘Rubí y el lago danzante’, el primer cuento del último libro, “sucede en la época de la piedad absoluta por todas las criaturas”; es decir, cuando poseer un animal doméstico significa vivir en la clandestinidad.

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